Carlos Saura G.
Allá por los años de 1920 se desarrolló esta iniciativa. Como refiere el mejor cronista de la experiencia, J. R. Schmid, «no es la voluntad del maestro, sino más bien la de los alumnos, la que rige su actividad». Y más adelante: «Ninguna coacción para aprender lo que fuere era ejercida sobre los niños, no exigiéndoles tampoco ningún esfuerzo, espontáneo o voluntario".
Los alumnos aprendían lo que ellos mismos deseaban, dejando incluso a su arbitrio el cómo, el dónde y el cuándo. «Todas las iniciativas surgen de los alumnos. Ellos eran los que deseaban tratar un tema y los que proponían abandonarlo». Desde el primer día se anunciaba a los alumnos que allí estaban suprimidos los castigos, las sanciones, las prohibiciones y los reglamentos que pudieran entorpecer su libertad absoluta.
Por supuesto que el primer resultado de tales estrategias educativas, con niños acostumbrados a la educación tradicional del ordeno y mando, fue un caos indescriptible. Pero aquellos pedagogos no se asustaron: «Al comienzo fue el caos dice uno de ellos. Al comienzo es necesario el caos si algo verdaderamente nuevo y fecundo ha de nacer. En consecuencia, tengamos el coraje de afrontarlo».
Uno se queda boquiabierto cuando descubre los extremos a que llegaron aquellos pedagogos. Deseaban que cada escolar sintiera por sí mismo la necesidad de sujetarse a una disciplina, a un orden. Pero la autonomía de que disfrutaban aquellos muchachos no fue nunca fijada por un conjunto de leyes o convenciones entre maestros y alumnos, ni llegaron a existir los «tribunales de niños», dispuestos siempre a juzgar severamente a sus compañeros. A lo más, profesores y alumnos se reunían en asambleas generales cuando la ocasión se presentaba o lo reclamaba un acontecimiento importante en la vida escolar, discutiéndose allí el problema entre todos.
Las propias palabras de uno de aquellos profesores resumen nítidamente cuál era la idea motora que les empujaba:
«Queremos, al fin, empezar a vivir fraternalmente con los niños de la escuela. No queremos únicamente instruirlos o sólo trabajar con ellos, queremos vivir con ellos como verdaderos compañeros».
Esta actitud insospechada tan lejana, tan ajena a nosotros, la mayoría de los profesores de hoy, se fundamenta en la idea que ellos tenían de la infancia.
Para los maestros-compañeros de Hamburgo, los niños son lo más importante de la escuela. Merecen toda nuestra atención, toda nuestra dedicación, todo el esfuerzo necesario. No se quedan en el simple y frío cumplimiento de una obligación. Eran algo más que unos profesionales de la enseñanza. Superaron el estricto y seco ejercicio de funcionario. Se entregaron en cuerpo y alma a los niños, con un respeto tan profundo a la personalidad de los alumnos que iba mucho más allá del espíritu democrático. Los niños, para ellos, eran personas acabadas y completas. La educación tenía que permitir que se desarrollara esa personalidad respetando hasta el colmo su libertad. Nada de reproches, nada de imposiciones, nada de gritos.
No se interesan siquiera por los programas de enseñanza. Para ellos no había más programa que el propio niño, con sus inter-eses y su manera de ver el mundo. Su lema era "partamos del niño". Nada, pues, de autoritarismo. Ni siquiera de autoridad. Maestros y alumnos son compañeros que trabajan en una tarea común. Era un principio anarquista: suprimir toda imposición que viniera de arriba, toda vigilancia, toda policía, toda sanción. Bien. Hoy no existen las comunidades escolares de Hamburgo. La última, la Schule am Berlinerto, se extinguió como la llama de una vela en 1930. Comenzaron en 1919. La experiencia duró diez años.
Las causas que motivaron el fracaso de una alternativa pedagógica tan radical, según J. R. Schmid, podrían haber sido muy variadas: la situación económicosocial (eran los años de la posguerra, años de la más completa miseria material y moral en Alemania). A menudo faltaba de todo: sitio, luz, papel, tiza; la desconfianza que fue creciendo entre los padres; la falta de maestros competentes; los abusos, la ingratitud y el egocentrismo de los mismos escolares; los errores psicológicos de los propios educadores (infantilismo, amor platónico, excesiva confianza en la acción educativa de la comunidad infantil, el sobreestimar el sentimiento social de los escolares...), y los mismos errores pedagógicos (nada de programas, ni objetivos, ni horarios, ni métodos, ni finalidad alguna asumida por la educación).
De todas formas, J. R. Schmid sostiene algunas tesis bastante discutibles en el estudio de estas causas. Indudablemente no es un anarquista. Hombre honrado, abierto y comprensivo, no po-día, sin embargo, colocarse en el plano adecuado para enjuiciar la labor de estos maestros en su totalidad. Pero la experiencia fue una realidad. Y los errores, por supuesto, también.
Fundamentalmente podría afirmarse que la pedagogía libertaria de aquellos hombres de Hamburgo nació antes de tiempo. La revolución pedagógica no era posible entonces, como no lo es todavía. De una parte, porque tiene que ir precedida de una revolución social. De otra, porque era una tentativa de llevar a la práctica la utopía del anarquismo. Y de todas las utopías, ésta, por ser la más sensata (con perdón), es la que tardará más en ser una realidad. Si llega a serlo alguna vez, claro.
[Párrafos tomados del texto más extenso titulado “Una pedagogía libertaria”, que en versión completa es accesible en https://www.academia.edu/37027300/UNA_PEDAGOG%C3%8DA_LIBERTARIA?email_work_card=view-paper.]
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