Diego Quiroga
Ser colombianx y vivir en Colombia en estos tiempos se siente como tomar una terrible fotografía de la historia y darse cuenta de que, aunque pasan los años, los paisajes y personajes retratados mutan, cambian de apariencia, pero no se altera el orden original de la imagen. En otras palabras, el genocidio que estamos presenciando hoy es una fotografía del genocidio que sacude al país desde hace décadas, pero la desmemoria ha sido también una política institucional, y eso tiene un peso especial hoy en día.
A partir de información aportada por la organización de Derechos humanos Indepaz, en lo corrido del 2020 se contabilizan alrededor de 66 masacres en las que han muerto cerca de 263 personas en 19 departamentos distintos del territorio colombiano. La mayoría de hechos se le adjudican a grupos paramilitares que nunca se desmovilizaron, hoy actúan como bandas descentralizadas sin obedecer a una estructura de mando unificada y controlan rutas de tráfico de drogas, armamento y personas. A pesar de lo alarmante de las cifras, es una realidad ajena para los principales centros urbanos, pero que se vive a diario en las zonas rurales del país. Sin embargo la masacre del 9 de septiembre en Bogotá marcó un punto de quiebre, pues allí la policía nacional asesinó con armas de fuego a por lo menos doce personas e hirió de gravedad a cerca de 170 que participaban de las protestas por el asesinato del abogado Javier Ordoñez.
Sobre esto, en uno de sus textos clave, Daniel Feierstein señala que el genocidio es una práctica social [1] pues en ella participan (por acción u omisión) diferentes actores de la sociedad y no solo los victimarios directos. En ese sentido, existe un elemento fundamental allí, y es que el genocidio se logra consolidar cuando una parte de la sociedad lo considera legítimo, y por lo tanto es aceptable y necesario exterminar a ciertos grupos para constituir el orden social deseado por algunos. El correlato de la guerra en Colombia ha logrado posicionarse con tal nivel de sistematicidad que en muchas ocasiones la construcción misma de la identidad nacional está fundamentada en el desconocimiento del otro como diferente, negando su condición individual o colectiva, decidiendo sobre su vida, considerándolo como “algo” exterminable.
Una de las estrategias que se utilizan para negar a ese “otro diferente”, es la construcción de eufemismos mediáticos que difuminan el significado y la magnitud de esta realidad que desborda la ficción. Así, el presidente Iván Duque, en declaraciones recientes afirmó que en Colombia están ocurriendo “homicidios colectivos”, pero no masacres. De igual forma en días recientes, después del asesinato de Juliana Giraldo, una mujer transexual que murió tras el disparo de un soldado del Ejército, algunos medios anunciaron la noticia diciendo que la victima era hombre, que había muerto en un cruce de disparos y que en el lugar había un retén del Ejército; tres mentiras en un solo encabezado.
Esto hace evidente la pretensión permanente por ocultar la crisis social y política que está atravesando el país, desconociendo una historia donde las masacres aparecieron con fuerza durante los años 90, cuando los grupos armados (legales e ilegales) descubrieron que masacrar comunidades era una forma mucho más eficaz de intimidar y sembrar el terror en poblaciones que consideraban de su oposición.
Durante las protestas del 9 de septiembre en Bogotá, los manifestantes incineraron varias estaciones de policía (CAI) en diferentes barrios; la indignación acumulada por las condiciones de precariedad que se hicieron visibles durante la cuarentena encontró un lugar detonante en el asesinato de Ordóñez, las calles ardieron y aunque los medios de comunicación oficiales no revelaron toda la información, el país conoció que muchas de las estaciones incineradas tienen denuncias en curso por detenciones arbitrarias, violencia sexual, asesinatos, vínculos con bandas de trafico de drogas, entre otros delitos.
Al día siguiente, el 10 de septiembre, las comunidades de los barrios se volcaron con acciones artísticas para resignificar las estaciones de policía consumidas por el fuego; poco a poco los vecinos y vecinas se fueron juntando con libros, plantas, pinturas y música; los lugares físicos y simbólicos de la “autoridad” se fueron convirtiendo poco a poco en bibliotecas comunitarias, centros culturales, espacios de experimentación creativa, su voz decía con fuerza: “No más centros de tortura, sí a los centros culturales”. En algunos lugares los policías retornaron censurando las imágenes que evocaban la memoria de las víctimas, y la comunidad volvió a llenar de color los espacios.
Este es un testimonio más de la disputa de la memoria contra el olvido que se libra en las calles y con herramientas diversas. Nada garantiza que la justicia llegue para las víctimas y sus familiares, o que las masacres tengan la misma visibilidad cuando ocurren en el campo que en la ciudad. Nada garantiza que el genocidio tenga fin en Colombia. Sin embargo, está quedando claro que existen relatos alternos, puntos de fuga, creaciones potentes que se rebelan con fuerza ante aquel fotograma de guerra que se repite como una espiral genocida. Todavía el rollo no se termina de revelar, aún quedan muchas historias por retratar y por fortuna el pueblo también tiene su propio flash.
Nota
[1] Feierstein, D. El Genocidio como práctica social: Entre el nazismo y la experiencia argentina. Buenos Aires, FCR. 2011.
[Tomado de https://www.grupotortuga.com/Colombia-Entre-el-genocidio-y-la.]
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