Sebastien Faure (1858-1942)
* Fragmentos de un texto más extenso referido a esta experiencia, que funciono en Francia entre 1905 y 1917.
Este es el nombre de una obra que fundé en 1904. Diez años después de su fundación, previendo que la Guerra de 1914·1918 iba a ocasionar la ruina de este centro que tanto trabajo me había costado edificar, publiqué con el título: _La Colmena: Obra de solidaridad; ensayo de educación_, un gran folleto destinado a dar a conocer bajo qué forma se practicaba allí la solidaridad y con qué intención se concibió y se realizó este ensayo de educación. Me ha parecido lamentable que esta obra amenazada de desa-parición, esté expuesta a caer completamente en el olvido; y he creído conveniente transmitir su recuerdo a los que un día u otro, en Francia o en otra parte, tengan deseo de volver a emprender este ensayo e inspirarse en él.
No sabría, por consiguiente, hacer nada mejor que extraer de este folleto los pasajes más susceptibles de permitir a los lectores hacerse una idea exacta de lo que fue «La Colmena». (El folleto en cuestión es de 1916).
Breves indicaciones
Esta obra de solidaridad y de educación; sita en Rambouillet (Seine-et-Oise), fue fundada y dirigida por Sebastián Faure, Educa cuarenta niños de ambos sexos, aproximadamente. No hay clasificación; ni castigos, ni recompensas.
Su programa: Mediante la vida al aire libre, régimen regular, higiene, limpieza, paseo, deportes y movimiento, formamos a seres sanos, fuertes y bellos. Mediante enseñanza racional, estudio atractivo, observación, discusión, espíritu crítico, formamos inteligencias cultivadas. Por el ejemplo, la dulzura, la persuasión y la ternura, formamos conciencias rectas, voluntades firmes y corazones afectuosos.
«La Colmena» no está subvencionada ni por el Estado, ni por el Ministerio, ni por el Municipio. Pertenece a los hombres de corazón y de inteligencia secundamos, cada uno en la medida de sus posibilidades.
Las tres escuelas: En el momento en que las dos escuelas que en Francia se disputan el corazón y la inteligencia de nuestros niños, se entregan a un combate encarnizado, cuyo resultado más claro hasta aquí, consiste en hacer resaltar a los ojos de los menos prevenidos, las taras, las imperfecciones y la insuficiencia de una y otra, es particularmente útil que se funde la tercera escuela. La escuela cristiana, es la de ayer; la escuela laica, es la de hoy; «La Colmena», es, de aquí en adelante, la escuela de mañana.
La escuela cristiana, es la escuela del pasado, organizada por la Iglesia y para ella; la escuela laica, es la escuela del presente, organizada por el Estado y para él; «La Colmena», es la escuela del futuro, La Escuela 'a secas, organizada para el niño, de tal manera que, dejando de ser el bien, el objeto, la propiedad de la Religión o del Estado, se pertenezca a sí mismo y encuentre en la escuela el pan, el saber y la ternura, que necesitan su cuerpo, su cerebro y su corazón.
Con qué fin y cómo he fundado «la Colmena»
Desde hace unos veinticinco años, doy conferencias que tienden a propagar las convicciones que me animan y los sentimientos que me son queridos. Favorecido por las circunstancias, he tenido la buena suerte de adquirir poco a poco, cierta notoriedad. Me he hecho, por decirlo así, una clientela numerosa de oyentes en la mayor parte de 'las ciudades que visito periódicamente, y no es raro que, por muy grandes que sean, las salas en las que invito al público a venir a oírme, sean todavía insuficientes. En la puerta, saco un derecho de entrada. Una vez pagados mis gastos (viaje, sala, publicidad, etc.), me queda un beneficio apreciable, y estos beneficios sumados representan cada año, una suma bastante grande. Me he preguntado, de manera natural, qué convendría hacer con este dinero que me proporcionaba mi propaganda. Hubiera podido, al considerarlo ganado muy honrosamente, guardarlo ante mí. Es gran error e injusticia negar al orador el derecho de vivir de sus discursos; el conferenciante tiene derecho a vivir de sus conferencias, de la misma manera que viven de la tarea que realizan todos los que trabajan: profesores, de las enseñanzas que asisten; abogados, de las causas que defienden; obreros, del trabajo que realizan.
Hubiera podido, por consiguiente, sin escrúpulos y con toda equidad, guardar para mí los recursos que me proporcionaban mis conferencias. Pero, preocupado constantemente por la tarea que deben realizar los militares al lado de la multitud ignorante de nuestro ideal, ¿podía quedarme con todo o parte de este dinero que se necesita en todo momento y en todas las circunstancias?
Una multitud de gente es con mucho el mayor número sin convicción, sin ideal, no tiene más que una preocupación: enriquecerse, en todo caso, ahorrar para su vejez. No se encuentra un solo militante que tenga esta preocupación. El militante anda totalmente despierto en su sueño. Como no tiene otra pasión más ardiente que la que le mueve sin cesar hacia el fin que voluntariamente se ha trazado, sólo valora el dinero en la medida en que éste le es indispensable para la realización de su sueño, para la obtención de su objetivo. Durante veinte años, he hecho como todos mis amigos: dar todo lo que ganaba a las obras de propaganda, a las campañas de agitación, al esfuerzo de educación, a los gestos de solidaridad que acechan y solicitan en cada momento al educador de multitudes.
Sin embargo, llegó un día en que, en el transcurso de estos altos que aportan algo de tranquilidad a la marcha enfebrecida del apóstol y le confieren el descanso momentáneo cuya necesidad se impone, examiné, tranquilo y con sangre fría, si hacían el mejor uso, es decir, el más fecundo, de los recursos puestos a mi disposición por las conferencias. De reflexión en reflexión, llegué a considerar que sería preferible concentrar en una sola obra las disponibilidades que hasta ahora había dispersado al azar de las circunstancias, de las necesidades o de las solicitudes. Conseguido este punto, sólo me quedaba precisar la naturaleza y el carácter de esta obra única. Sin embargo, a través de mi ya larga carrera de propagandista, había sido conducido a hacer las dos comprobaciones siguientes:
Primera comprobación: de todas las objeciones que se opone a la admisión de una humanidad libre y fraternal, la más frecuente y la que parece más tenaz, es que el ser humano es profundamente e irreductiblemente perverso, vicioso, malo; y que el desarrollo de un medio libre y fraternal, que implica la necesidad de individuos dignos, justos, activos y solidarios, la existencia de tal medio, esencialmente contrario a la naturaleza humana es y continuará siendo siempre imposible.
Segunda comprobación: cuando se trata de personas que han llegado a la vejez o sencillamente a la edad madura, es casi imposible, y cuando se trata de adultos que han alcanzado la edad de 25 o de 30 años sin experimentar necesidad de mezclarse a las luchas sociales de su época, es muy difícil intentar con éxito la obra deseada y necesaria de educación y de conversión; por el contrario, nada es más fácil que realizarlo con seres jóvenes todavía: los pequeños de corazón inocente, cerebro nuevo, voluntad flexible y maleable.
Se acabaron las dudas: se había encontrado la obra que había que fundar. Se trataba de reunir 40 ó 50 niños en un amplio círculo familiar, y de crear con ellos un medio especial donde se viviría, en la medida de lo posible, desde ahora, bien que enclavada en la sociedad actual, la vida libre y fraternal: cada uno de-bía aportar a dicho círculo familiar, según su edad, sus fuerzas y sus aptitudes, su contingente de esfuerzos, y cada uno tomar del todo, alimentado por la contribución común, su parte proporcional de satisfacciones. Los mayores vertiendo en el grupo familiar así constituido el producto de su trabajo, el fruto de su experiencia, el cariño de su corazón y la nobleza de su ejemplo; los pequeños vertiendo, a su vez, la débil aportación de sus brazos, aún delicados, la gracia de su sonrisa, la pureza de sus ojos claros y delicados, la ternura de sus besos. Los mayores haciéndose niños en contacto con los infantilismo s y las ingenuidades de los pequeños, y los pequeños haciéndose, poco a poco, formales y razonables, en contacto con la seriedad y los ademanes laboriosos y sensatos de los mayores.
La suerte estaba echada, mi resolución estaba tomada, iba a fundar «La Colmena». Busqué y terminé encontrando un terreno que me convenía: un edificio bastante amplio, una huerta grande, bosques, praderas, tierras cultivables, todo ello abarcaba una superficie total de 25 hectáreas y situado a 3 kilómetros de Rambouillet (Seine-et-Oise) y a 48 kilómetros de París. Alquilé esta finca.
Lo que es La Colmena
La Colmena no es, hablando con propiedad, una escuela. En todo caso, no es una escuela como las otras. Una escuela es un establecimiento fundado con vistas a la educación y sin ningún otro objetivo. Los profesores van allí a dar sus clases y los alumnos para asistir a ellas. Los profesores tienen como misión enseñar lo que saben y los alumnos tienen como deber aprender lo que les es indispensable o útil no ignorar. Esta es, prácticamente, la finalidad de una escuela. La escuela está abierta a todos los niños del mismo barrio, del mismo municipio o de la misma región. No deben sin motivo grave y preciso, cerrar sus puertas a nadie. Los colegiales viven en sus familias que tienen la obligación de alojarlos, vestirlos, curarlos si están enfermos, etc.
La escuela que se encarga de alojar, de alimentar, de curar al niño, la escuela que, para decirlo todo en una palabra, sustituye en cierta manera a la familia del niño y ocupa su lugar, es un internado. El internado recibe de la familia del niño, cuya enseñanza, educación, alojamiento y alimentación asegura, una pensión que cubre estos gastos y estos servicios.
La Colmena no es un internado y ningún niño es admitido, ni se encuentra a título de «pago». Algunos padres que pueden, gracias a su trabajo, enviar espontáneamente de forma regular o de vez en cuando, algún dinero a La Colmena, hacen el compromiso de no faltar a ello. Estos padres tienen razón y cumplen voluntariamente un deber. Sus ingresos entran en la caja de La Colmena; su hijo está ni mejor cuidado, ni más querido que otros; pero estas pequeñas cantidades tienen por objeto no dejar al niño enteramente a cargo de la obra y como resultado disminuir mi esfuerzo personal.
Por último, «La Colmena», no es un orfelinato. Sólo tenemos algunos huérfanos que han llegado a serlo estando con nosotros. Para ser orfelinato, sería preciso que «La Colmena» tuviera una situación regular, prevista y reglamentada por la ley o por los estatutos de una sociedad regularmente constituida; o bien sería necesario que tuviera relaciones con la Beneficencia que, mediante retribución, le conferiría como hace para otras obras los niños que ha recogido y que siguen perteneciéndole.
«La Colmena» no es, por lo tanto, ni una escuela, ni un internado, ni un orfelinato. Es al mismo tiempo que una obra de solidaridad, una especie de laboratorio donde se experimentan métodos nuevos de pedagogía y de educación.
Nuestros Niños
«La Colmena» educa cuarenta niños, aproximadamente, de ambos sexos. ¿Cómo nos llegan? -¡Ah! de la forma más natural y sin necesidad de buscarlos. Son situaciones interesantes que se dan a conocer a sí mismas, o que organizaciones y amigas nos hacen conocer y nos recomiendan. ¡Por desgracia, no son niños los que faltan!
La suerte de los trabajadores es, a menudo, tan lamentable; la familia obrera está tan deplorablemente desequilibrada por la enfermedad, el paro, el accidente o la muerte; las discordias internas destrozan con tanta frecuencia el medio familiar, discordias de las que el niño se convierte en víctima inocente, que cien Colmenas, mil Colmenas, podrían poblarse rápidamente de pequeños que albergar y que educar. Ya hemos rechazado varios miles; nos vemos en la obligación de rechazar todos los días y, «La Colmena» que es, de día en día, más conocida, nos pone en situación de rechazar cada día más.
¡Cuántas cartas desconsoladas nos llegan! La mujer de un obrero que, llevado por la enfermedad, en la plenitud de sus fuerzas, deja a su viuda la carga de tres, cuatro, cinco niños de corta edad y la madre se dirige a nosotros con los brazos abiertos; un trabajador que acaba de perder a la madre de sus hijos y que nos dice: «¿Qué quieren que haga con éstos?», ¿Cómo quieren que trabajando de la mañana a la noche para alimentarlos, tenga todavía tiempo y fuerza para atenderlos?» ¡Un vecino que da a conocer uno de estos casos interesantes, que a fuerza de repetirse, se han convertido casi en regla! ¡Un compañero que nos recomienda a un niño robusto, inteligente, que podría llegar a ser individuo de élite y que crece, miserable y golpeando, entre un padre que se emborracha y una madre que se prostituye! Un amigo que nos suplica que abramos la puerta de «La Colmena» a un niño al que acecha el pulpo religioso: ¡salvamento que debemos hacer! ¡Es el desfile trágico y angustioso de too dos los dramas silenciosos o ruidosos, ignorados o conocidos, de los que está tejida la existencia de los desheredados!
Y cada vez que nos vemos en la cruel obligación de rechazar las manos que se dirigen hacia nosotros, de mentir a las esperanzas que se han fundado en «La Colmena» rehusando admitir a un niño, del que no se alegraba por adelantado, ver admitido, nuestro corazón se encoge doblemente: primero porque pensamos con tristeza en las desgracias que nos imploran y que no podemos socorrer; además, porque presentimos que gran número de estos niños que nos es imposible recoger bajo nuestra protección están acechados por el adversario; que vencidos por la miseria, los padres cederán, que estos pequeños serán entregados, abandonados a la obra de filantropía o de caridad que los codicia y que, .más tarde, serán, casi irremediablemente, adversarios de sus propios intereses y de sus hermanos de sufrimiento. ¡No! No faltan niños; «La Colmena» se podría vaciar del joven enjambre que contiene; podría vaciarse diez veces no taro día en llenarse de nuevo y muchas abejas se quedarían en la puerta.
Nuestros niños forman tres grupos: los pequeños, los medianos y los grandes. Los pequeños son aquellos que, demasiado jóvenes todavía para entregarse a cualquier trabajo de aprendizaje, no frecuentan ningún taller y distribuyen el tiempo entre la clase, el juego y pequeños servicios domésticos que pueden hacer: limpieza, barrido, mondadura de legumbres, etc. Los medianos son aquellos que están en aprendizaje. Su jornada está consagrada mitad al estudio, mitad al trabajo manual. Los grandes son los que, habiendo terminado los estudios propiamente dichos, y también su tiempo de preaprendizaje entran en el aprendizaje.
Pensamos que no hay edad fija, invariable, que separe de forma matemática los elementos que componen estos tres grupos. Estos son más precoces; aquellos son menos fuertes; y es el desarrollo físico y cerebral de cada niño quien determina, más que la edad, el momento en el que pasan de pequeños a medianos y de medianos a grandes. De hecho, nuestros niños pertenecen a los pequeños hasta la edad de doce o trece años; de doce, trece años a quince aproximadamente, pertenecen a los medianos; y por encima de quince años se les coloca entre los grandes.
Hasta los doce o trece años, van solos a clase; de doce, trece años a quince van: una parte del día a clase, la otra parte al taller o al campo; y a partir de quince años, dejan de ir a clase y van sólo al taller o al campo. Sin embargo, al anochecer, como los mayores no van a acostarse hasta las diez, leen, hacen los cursos complementarios que nuestros profesores les dan, trabajan con ellos, hablan, preguntan, intercambian ideas y completan, de esta manera, su pequeño bagaje de conocimientos generales.
[Extraído de un texto más extenso del autor incluido en la compilación Escritos anarquistas sobre educación, libro que en versión completa está disponible en https://www.academia.edu/41493238/ESCRITOS_ANARQUISTAS_SOBRE_EDUCACI%C3%93N?email_work_card=view-paper.]
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