Vicente Gutiérrez E.
* La importancia de los manejos comunales del conocimiento y de la abolición de la escuela en la era del colapso energético.
Cada vez más investigadores parecen coincidir en que los picos de fuentes energéticas no renovables, como los del gas natural, el uranio o el carbón, se producirán en los próximos 15 años, lo que quiere decir que estamos entrando en una nueva etapa que se va a caracterizar por una escasez de recursos energéticos sin precedentes. Pensemos en el fin del petróleo barato, fundamental para el transporte mundial, humano y de mercancías o en la escasez de fosfatos, esencial para la agricultura intensiva y, por tanto, esencial para poder alimentar a grandes núcleos de población. Podríamos agregar más datos aterradores como la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la extinción de especies, la acidificación de los océanos o el aumento de las desigualdades sociales para darnos cuenta de que nos hallamos ante un despeñadero. Hay indicios suficientes para pensar, por tanto, que estamos próximos a los colapsos de las sociedades industriales o, si se prefiere la expresión, a un colapso civilizatorio. Claro que elaborar pronósticos es siempre difícil. El vaivén de los precios del petróleo, por ejemplo, nos ofrece la perspectiva confusa de un permanente acercamiento y alejamiento de ese horizonte de colapso.
Dicho esto, conviene preguntarse qué es lo que han hecho y están haciendo al respecto las Escuelas y Universidades en Occidente. En realidad, la Escuela –privada, estatal o concertada- nunca ha conducido a cambios reales en ese sentido. Es habitual encontrar en los libros de texto más utilizados información distorsionada y errónea sobre las llamadas energías renovables, ignorando, por ejemplo, entre otras cuestiones, que todas ellas son subsidiarias del petróleo. Además, en la Escuela, al igual que en los medios de comunicación masivos, siempre se oculta la gran vinculación entre las tecnologías verdes y las tecnologías industriales, así como sus requerimientos energéticos. Existen, por otra parte, numerosos proyectos de aprendizaje-servicio en el medio ambiente e incluso se habla de desarrollar un «currículo ecosocial». Se teje así toda una vasta apariencia de preocupación que no tiene repercusión, ni siquiera en el entorno inmediato. Un breve análisis de las funciones específicas de la Escuela (selección, jerarquización, sistematización o control social) bastan para plantearse seriamente su abolición.
Así pues, sorprende el posicionamiento de la izquierda y de buena parte del movimiento libertario -cosa que sorprende aún más- ante el dispositivo escolar; tanto unos como otros critican la Escuela para, a la vez, defenderla, pues les basta con gestionarla de otro modo, modificando o implementando ciertos métodos o contenidos, o alterando sencillamente las formas de examinar. En realidad, los aparatos de la izquierda siempre han evitado abordar la crítica radical de la Escuela. No tienen en cuenta su vinculación con las relaciones de dominación capitalistas. Por ejemplo, no se cuestionan la sociedad del trabajo asalariado sobre la que la Escuela se asienta.
Lo cierto es que nos cuesta imaginar una vida sin Escuela. Aníbal Ponce lo certificó así: «Estamos tan acostumbrados a identificar a la Escuela con la Educación y a ésta con el planteo individualista en que interviene siempre un educador y un educando, que nos cuesta no poco reconocer que la educación, en la comunidad primitiva era una función espontánea de la sociedad, en su conjunto, a igual título que el lenguaje o la moral»1. Por fortuna, y aunque no exista un amplio movimiento desescolarizador, sí que hay individualidades dispersas, procedentes de ámbitos tan dispares como el libertario, el artístico, el literario e incluso el académico, que sí que lanzan inesperadas críticas radicales a la Escuela de forma puntual, o dejan la puerta abierta a otras alternativas desde la constatación de que la Escuela es un dispositivo funesto, disfrace como se la disfrace. Es el caso de Carlos Taibo, quien con gran lucidez y bajo la perspectiva de un colapso civilizatorio afirma que: «Habrá que contestar abiertamente lo que hoy supone la educación en materia de formación de esclavos de la sociedad industrial, legitimación de jerarquías y desigualdades, estímulo para la competición más descarnada, generación de consumidores acríticos y aprestamiento de personas pasivas y dóciles» y que a pesar de proseguir diciendo: «A falta de dinero público, cabe suponer que la mayoría de las escuelas serán financiadas por las comunidades de base y se regirán de manera autogestionaria»2 unas páginas más adelante añade: «parece urgente que el sistema educativo –o lo que fuere- asuma la tarea de impartir conocimientos en lo que se refiere a agricultura ecológica y materias afines»3. Me gusta ese «lo que fuere». Creo que la izquierda y el movimiento libertario debería ahondar en ese «lo que fuere» y eso es lo que voy a tratar de hacer a continuación.
A partir de estas constataciones propongo varias vías de actuación de cara a poner en circulación formas educativas no escolares que ayuden a afrontar los problemas ecológicos y sociales que se nos avecinan. Podríamos hablar, por un lado, de un primer escenario caracterizado por la continuidad alocada del desarrollismo extractivista y la destrucción de las periferias imperiales mediante guerras de cuarta generación y procesos militares de saqueo y, por otro lado, de un segundo escenario de implosión imperial caracterizado por un aumento de la conflictividad social, y en el que es probable además que las élites gobernantes decidan retornar a los viejos estados-nación y, con el fin de seguir manteniendo sus privilegios, implanten regímenes ecofascistas. Lo que suceda en ese segundo escenario, a nivel social y ecológico, dependerá en gran medida de la respuesta popular y de cómo se autoorganicen y planten cara a las nuevas élites.
La mayoría de propuestas que lanzaré se enmarcan dentro de ese primer escenario. En primer lugar, considero que debemos iniciar una fase autonomista del aprendizaje. Ya mismo. Los compromisos revolucionarios exigen otra educación. Debemos huir de la Escuela, urgentemente. En cierto modo es algo que ya está sucediendo –aunque de forma minoritaria- por parte de muchas familias que educan a sus hijos e hijas en casa. La educación en casa y por extensión, en el barrio, podría ser sin duda el punto de partida para que los niños y niñas inicien sus procesos de aprendizaje con total libertad. Esa es una opción muy interesante siempre que la familia no convierta esa modalidad de educación en una imitación de la Escuela4. Claro que, además de desarrollar relaciones más fuertes entre familiares, habría que reforzar el tejido social secundario, con amigos y vecinos, y favorecer otros modos de conducta basados en la ayuda mutua y la colaboración. La participación en los movimientos sociales es un buen camino. Pero el vacío dejado por las escuelas podría llenarse además de muchas otras maneras. En lo que sigue propondré algunos modelos no reformistas que pueden sustituir al escolar.
Centros y Periferias de Aprendizaje Convivencial
Uno de los rasgos nocivos de la Escuela más perniciosos es, sin duda, su obligatoriedad –en Primaria y Secundaria pero no en Educación Infantil- que, en realidad, es una obligatoriedad doble, si tenemos en cuenta por un lado la asistencia física y por otro la necesidad de tener que obtener el título de secundaria. Si eliminásemos de pronto ese carácter asistencial obligatorio, la mayoría de las críticas radicales a la Escuela perderían su sentido. Me explicaré. Si la Escuela dejase de ser una enseñanza obligatoria, imaginémoslo, tal vez tendría sentido seguir hablando de adoctrinamiento, de pedagogización, de implementación de una ideología o de sometimiento a exámenes y horarios, pero serían imposiciones «elegidas» por la persona que ha decidido acudir a la Escuela voluntariamente. He entrecomillado el término «elegidas» pues las críticas a la Escuela, llegados a ese caso, tendrían más que ver entonces con una cultura del esfuerzo impuesta desde los medios masivos de comunicación y con la existencia de un sistema de trabajo asalariado que impone en el estudiante la obligación al trabajo, bajo la amenaza de quedarse en el paro o acabar en la marginalidad. Esto nos lleva a la segunda de las obligaciones: la necesidad de obtención del título para poder acceder a ese trabajo. Este fenómeno es muy visible hoy en día en la Educación Terciaria y en las distintas modalidades de educación a distancia, aún en un contexto en el que el trabajo asalariado está precarizándose y reduciéndose; no podemos obviar que cada vez hay más población de la que la producción capitalista puede prescindir. Por otro lado, tengamos en cuenta que desde lo que Santiago López Petit denomina poder terapéutico se nos insta a que nuestra vida sea trabajada, es decir, sea sometida a proyectos de vida o a imposiciones asociadas al crecimiento y desarrollo personal, y de ese modo el malestar social sea recuperado y reconducido por la misma dominación.
¿Qué queda de la Escuela si aboliésemos sólo su obligatoriedad? Pensemos que la eliminación de ese carácter forzoso de la Escuela nos abre todo un mundo de posibilidades. Quiero decir que, por un lado, de entre todas esas personas no «obligadas» a estudiar -o al menos a estar allí físicamente-, aquellos y aquellas que decidiesen –bien motu proprio, bien por recomendación o con la complicidad de sus padres y madres- no acudir a clase, ya estarían en disposición de realizar otras actividades mucho más interesantes y por cierto más vinculadas a un verdadero aprendizaje, a estudiar por otros medios o sencillamente a no hacer nada. Pero si nos centramos en aquellos niños, niñas y adolescentes que quieran voluntariamente ir a clase para cursar Primaria y Secundaria, no sólo sería interesante que pudieran hacerlo en los actuales colegios e institutos, sino que pudieran acudir a un tipo de centros educativos que muchas veces no se tiene en cuenta cuando se habla de educación alternativa: los Centros de Educación para Personas Adultas. Un primer paso para la desescolarización puede ser, entonces, por un lado la utilización, aún bajo las repugnantes garras del Estado, de esos centros para que los niños y niñas -acompañados de sus padres y madres, u otros familiares, algo que el Estado hoy en día no permite-, y adolescentes –acompañados también de sus padres, madres o abuelos si lo desean-, sin prisas y sin plazos, puedan cursar allí tanto la FBI (Formación Inicial Básica) o la ESPA (Educación Secundaria de Personas Adultas) y obtener el título de secundaria, en convivencia con alumnado adulto. Habrá quien argumente que se deben respetar las peculiaridades de cada tramo de edad, pero creo que el verdadero aprendizaje surge de la diversidad, en la convivencia de personas de diferentes edades y procedencias. Casi una década trabajando como profesor en la Educación de Adultos me ha permitido comprobar las grandes ventajas de esa mezcla. Y podrían hacerlo, además, fuera de los plazos indicados por el Estado para la Primaria y Secundaria -plazos que hoy en día la ley establece entre los 6 y 16 años- utilizando todos los años que se deseen. En mi propia experiencia en Centros de Adultos he dado con alumnos y alumnas que me han solicitado voluntariamente la posibilidad de repetir curso, o de ser reubicados en cursos anteriores, algo muy habitual en estos centros. Este tipo de alumnado, que he denominado repetidor voluntario o estudiante reversible, es una figura maravillosa, por cuanto atenta contra el ritmo acelerado, propio del mundo académico –en clara relación con los ritmos productivos-, contra el desprestigio de los aprendices rezagados y, en general, contra el carácter lineal de la educación escolar actual. Por otro lado, y de forma inversa, imaginemos la posibilidad de que personas adultas, en vez de acudir a estudiar en Centros de Educación de Personas Adultas, lo hicieran en los mismos colegios e institutos en los que se matriculan los niños, niñas y adolescentes. Las ventajas serían abundantes. Por citar sólo una: en esos nuevos espacios educativos problemas como la violencia o el acoso escolar seguramente serían casi inexistentes.
Pero demos un paso más. En este tránsito hacia la deseada desestatalización, se pueden generar espacios abiertos de aprendizaje, que podrían denominarse Centros de Aprendizaje Convivencial y que podrían surgir inicialmente como fruto de la fusión de los actuales colegios, institutos, centros de adultos y aulas de la tercera edad. Serían lugares similares a las Escuelas Populares o a los actuales Centros Cívicos en los que cada persona decida libremente cuándo ir o cuándo llevar allí a sus hijos e hijas. Por tanto, la unificación de estos centros educativos es algo viable, incluso bajo el control estatalista. Por supuesto que esos centros educativos podrían instalarse también en lugares expropiados a los ayuntamientos: edificios, plazas, bosques, campos o solares abandonados, pudiendo pasar a denominarse Periferias Convivenciales de Aprendizaje.
Dicho esto, sería deseable extraerse a todo aparato educativo estatal y desarrollar un aprendizaje basado en la acción autónoma. El siguiente paso consistiría, entonces, en una apropiación de las instituciones estatalizadas por parte del poder popular. El órgano responsable de la gestión de estos Centros de Aprendizaje Convivencial más apropiado, una vez desvinculadas del Estado, sería la asamblea barrial -que bien podrían conformarla unas 300 personas- y podría ser similar al concejo abierto de algunos pueblos peninsulares surgidos en la Alta Edad Media. Para ello habría que dar el salto cuanto antes, de forma coordinada, desde multitud de agrupaciones vecinales y movimientos sociales, siempre desde la anomalía, la imperfección y la inhabilidad, y convertir el aprendizaje mismo en un ataque al Estado y al sistema capitalista.
Se trata, en el fondo, de ir poniendo ya en práctica formas postcapitalistas y autoorganizadas de educación. Sabemos que la destecnificación y la crisis energética no garantizan la desaparición de los estados, pues conocemos múltiples casos de estados no modernos. Es más, puede que, aunque reducidos sus radios de acción, esos estados se constituyan como estructuras más rígidas. Es por eso que no sería una buena estrategia la pasividad, y esperar sin más la supuesta desaparición de todo el entramado mafioso que tanto el Estado -sus aparatos ideológicos- como el capital privado han tejido en todos nuestros instantes y momentos de la vida. Aquí la estrategia dual sólo adquiere sentido si se toma el poder institucional para desmantelarlo desde dentro. Si pensamos en una fase más avanzada, dentro de ese primer escenario de crisis imperial, y ante un posible -y deseable- debilitamiento del Estado, el movimiento popular debería irse infiltrando en las instituciones educativas municipales y estatales para arrebatárselas, creando así circuitos propios para la educación comunitaria, organizados desde abajo, haciendo presentes múltiples líneas de fuga, de salida del mando capitalista. La ansiada desaparición/destrucción paulatina del Estado iría pareja a la desaparición de la educación «reglada» -que es la que está sometida a currículos oficiales- y al sistema de expedición de títulos homologados asociado, dejando vía libre a formas de educación no estatales. Manuel Casal Lodeiro, en su obra La izquierda ante el colapso de la civilización industrial. Apuntes para un debate urgente, un libro que ayuda a entender los distintos posicionamientos de la izquierda ante el colapso, los llama «Sistemas de enseñanza público-comunitaria no estatales»5.
En el artículo «Educación libre y comunitaria», publicado en el periódico ¡Rebelaos!… y germinemos la semilla de la revolución integral, se apunta en esa dirección cuando se habla de crear «Oficinas de educación y espacios de aprendizaje colectivo» y explican: «El aprendizaje autónomo y autodidacta se enriquece exponencialmente si se da en un marco colectivo. Por ello es importante facilitar la creación de estos espacios de aprendizaje colectivo, abiertos y autogestionados, donde el procomún pueda expandirse. […] un nuevo modelo de autogestión comunitaria, donde todo el entorno, colabore para que la sostenibilidad de los espacios educativos no dependan sólo de las aportaciones económicas de las familias, sino del compromiso y apoyo mutuo de todos los vecinos»6. En realidad, este tipo de propuestas no tienen nada de utópicas. Son muchos los grupos de autoaprendizaje y aprendizaje mutuo que hoy en día deciden organizarse con total independencia respecto de instituciones y empresas, decidiendo qué conocimientos se desean adquirir o intercambiar. Sirvan de ejemplo los talleres, grupos de lectura, de apoyo y ayuda mutua existentes hoy en día en numerosos centros sociales okupados y librerías asociativas. Tampoco es utópico que en estos grupos existan varios profesores o profesoras (o facilitadores, el nombre es lo de menos) o que la figura del profesor vaya rotando entre los propios participantes. En alguno de los Centros de Adultos en los que he trabajado, por poner otro ejemplo, varios alumnos o alumnas de determinados talleres han terminado impartiendo ellos mismos un taller, en calidad de profesor.
Lo deseable es que en las décadas venideras tales prácticas vayan desplazando y acaben sustituyendo tanto al turismo y el ocio mercantilizados, como a las consabidas terapias ocupacionales en donde la gente es convertida en «enferma» y confinada a la autoayuda –en soledad- o se la instiga a permanentemente a «realizarse». Ahí cabe todo: el juego colectivo, el anti-crecimiento o la propia deriva. No esconderé mi afinidad con las propuestas de algunas vanguardias como convertir el espacio rural o urbano en un espacio para el deseo y la vida liberada, como plantearon los situacionistas con su Urbanismo Unitario. Asimismo, sería muy interesante la activación de un periodismo autogestionado por los propios vecinos y vecinas, que creen sus propias agencias y medios comunicación desde abajo, produciendo teletipos con información vinculada a la comunidad, editando fanzines en papel, revistas barriales -configurando sus propias redes de distribución- o impulsando radios locales.
Y yendo más lejos esas prácticas educativas podrían extenderse más allá de esos emplazamientos para abarcar, como ya propusiera Ivan Illich, todos los rincones del entramado social mediante una inmersión en las propias dinámicas sociocomunitarias. La educación sólo tiene sentido cuando el aprendizaje se embebe en todas las diferentes actividades de la comunidad. Recientemente Pedro García Olivo, en un texto con el que presenta su nuevo ensayo La Escuela y su otro, ha escrito lo siguiente: «Dentro del grupo nómada, los niños participaban también en todas las tareas relacionadas con la subsistencia colectiva, desde la recolección hasta los espectáculos, desde la búsqueda de alimentos o el cuido de los caballos hasta las formas diversas de obtener los recursos dinerarios imprescindibles, reparando objetos, bailando, cantando, etcétera. Y en tales momentos, como cuando los hijos de los pastores y de los pequeños campesinos acompañaban a los mayores a las labores, la educación comunitaria alcanzaba uno de sus momentos cenitales»7. Partiendo de que sería imposible trasladar esta educación comunitaria o nómada a las ciudades y pueblos del Occidente actual, sí que podría servirnos de inspiración para ir instituyendo prácticas que fomenten la participación y la implicación de todos y todas en todas las responsabilidades comunitarias. En ese sentido a través de grupos vecinales o grupos de crianza podrían realizarse periódicamente, padres, madres, hijos e hijas juntos, visitas a fábricas, talleres, hospitales, cárceles o geriátricos –donde se les «obligue» por ejemplo a realizar tareas de cuidado de sólo una hora a la semana-, participar en asambleas vecinales y recorrer campos, bosques y playas en interminables derivas colectivas. De ese modo, y siguiendo el modelo de muchas comunidades indígenas los niños, niñas y adolescentes, en vez de estar encerrados en un aula, podrían atravesar todos los puestos y cargos de responsabilidad de su comunidad de forma cíclica, así como los lugares destinados para el juego y la producción, de modo que no se sintiesen meros sujetos pasivos. Se trata de liberar a niños, niñas y adolescentes del infierno escolar, pero también liberar al ser humano de ese gueto llamado infancia, y que estos y estas aprendan conocimientos –si es que lo desean-, hábitos, modos de producción e incluso problemáticas relacionadas con su comunidad a la luz de la vida en sociedad. A este tipo de propuestas de Ivan Illich las denominó «tramas educacionales».
Ahora bien, aquellas actividades destinadas a crear y compartir conocimientos que afecten colectivamente a todos los miembros de la comunidad y a sus ecosistemas, serían acordados o priorizados por la asamblea barrial y tendrán que ver de forma preferente con sus necesidades inmediatas, relativas a la subsistencia del grupo y a la sustentabilidad. Si pensamos en la Escuela actual es fácil comprobar que los contenidos en ella abordados no tienen nada que ver con las necesidades reales del alumnado. El conocimiento escolar depende de instancias separadas de las clases medias y bajas de la sociedad, que se desentienden por completo de sus verdaderos problemas. Así, bajo la perspectiva de un posible colapso, sería más provechoso priorizar los conocimientos de proximidad (acuíferos cercanos, tipo de vegetación del entorno, plantas silvestres comestibles y medicinales, elaborar ropa, edificar casas, reconocer zonas cultivables…) y los conocimientos relacionales, que aborden entre otros asuntos la espinosa cuestión del cuidado, para lo cual es fundamental desarrollar una percepción, una sensibilidad, un pensamiento y un régimen de signos compartido.
Por otro lado, no podemos obviar que el capitalismo fosilista ha convertido el conocimiento –y muy especialmente el conocimiento tecnológico- en mercancía y como toda mercancía su precio en el mercado oscila en función de la rentabilidad y los beneficios de las empresas. Y en ese proceso de mercantilización de los conocimientos la Escuela también se ve afectada. Por eso presenciamos cómo el discurso tecnolátrico y la tecno-pedagogía más vil –con su matraca ideológica- va teniendo cada vez más presencia en los centros escolares. Lo ha dicho Corsino Vela de forma magistral: «La intervención de las firmas tecnológicas en los centros de enseñanza –mediante los acuerdos universidad-empresa, la creación de aulas especiales y los planes de formación directamente impartidos en las empresas- muestra esa creciente sumisión del conocimiento (y de su propia producción) a los imperativos de la acumulación de capital»8. Hace falta, entonces, desmercantilizar los conocimientos. Es evidente que necesitamos generar, difundir y compartir otro tipo de conocimientos que no dependan de esa participación de los saberes en la acumulación de capital sino que respondan a las verdaderas necesidades de todos y todas los miembros de la comunidad. Paralelamente, ante un hipotético y progresivo ocaso de tecnologías como Internet, la telefonía móvil o la radio, sería muy recomendable ir ya elaborando y experimentando aprendizajes sin mediación tecnológica o con una tecnología más básica, de la que todos y todas tengamos cierto control. No olvidemos que la tecnología es un medio que no ha sido diseñado por las capas más bajas de la pirámide social sino por el complejo industrial-militar y los dueños de las grandes corporaciones.
Hacia un aprendizaje ecotópico
Pero también, como ya propuso James W. Botkin, es necesario un aprendizaje de anticipación que nos permita si no frenar, al menos prepararnos para afrontar el ecocidio al que nos ha conducido la Modernidad. ¿Pero hay posibilidades de elaborar un eco-aprendizaje voluntario y horizontal en Occidente que frene el ecocidio? ¿Hay tiempo para anticiparse al desastre? ¿Acaso el desastre ecológico es ya, desgraciadamente, imparable e inminente? Hablar de aprendizaje de anticipación tal vez ya no sirva para nada. Recurriendo a una metáfora muy usada por Jorge Riechamnn, el Titanic ya no puede evitar el golpe con el iceberg. Quizá ese aprendizaje nos pueda servir, siendo optimistas, para girar «un poco» el timón y que el golpe no sea frontal. Lo cierto es que como poco debimos habernos anticipado hace 30 años, pero de nada sirvieron estudios como el realizado por el Club de Roma titulado Los límites del crecimiento –y sus sucesivas reediciones- acerca de la escasez de algunos recursos y el ecocidio que se nos venía encima, ni tampoco los cientos de grupos ecologistas y ambientalistas que advirtieron incansablemente del desastre. Dicho esto, aunque el desarrollismo ya haya hecho mucho daño, un daño tal vez irreversible, nuestra actitud no debe ser otra que la de evitar el desánimo y frenar el destrozo; salvar lo que se pueda salvar, por poco que sea. Durruti ya vaticinó a comienzos de siglo que la burguesía no iba a dejar más que ruinas tras de sí, y aun así apeló a la esperanza. Si lo que queremos es construir «otro mundo» sobre las ruinas del anterior habría que aprender a vivir de otra manera, en condiciones de igualdad y de justicia, y con menos esclavos energéticos a nuestra disposición. Manuel Casal Lodeiro señala la necesidad de realizar «una labor de pedagogía social»9 para concienciarnos de la situación de colapso en que nos hallamos, y de la necesidad de un cambio en nuestro modo de vida. Queramos o no, los esclavos energéticos por persona descenderán –lo más probable que de forma desigual y a diferentes ritmos- y es algo a lo que debemos plantar cara, para ir diseñando nuevos modos de organización social. Es por eso que, en ese primer escenario de cara a concienciarnos en ese sentido, estos Centros de Aprendizaje Convivencial, bajo la forma de Institutos de Investigación Especializados, Centros de Formación, Ateneos Populares o Espacios de Debate y Reflexión, podrían funcionar como lugares donde intercambiar información sobre cuestiones relacionadas con el medio ambiente pero también para tomar decisiones que sean respetuosas con éste y con las comunidades vecinas. Serían, en general, los lugares donde fomentar el uso público de la razón, bajo todas las formas imaginables: reuniones vecinales, charlas informativas, debates diversos, talleres de alimentación saludable, clubes de intercambio de sueños, grupos de lectura y escritura, de autosanación y ayuda mutua, de autoconsumo o de deserción digital. Pero también lugares donde ejercitar un pensamiento mítico que elabore otros imaginarios diferentes de los de la publicidad y el cine de las élites. De ese modo podremos descontaminarnos de la propaganda tecnolátrica escolar y de los medios de comunicación masivos, e ir familiarizándonos todos y todas con términos como «tasa de retorno energético», «tecnosfera», «biomímesis», «esclavo energético» o «límites biofísicos», ladrillos con los que poder construir un pensamiento ecotópico, y desarrollar procesos de análisis rigurosos –que no irían reñidos con la elaboración colectiva de creencias pragmáticas- que puedan afrontar los problemas tan serios que se nos avecinan.
Por supuesto que a estos espacios podrán asistir y participar personas que «sepan» más que otros; una educación horizontal no va reñida con la existencia de personas que tengan más conocimientos y más experiencia que otras. Guiomar Castaños describe muy bien el papel de esas personas que sencillamente saben más de algo, al referirse a las célebres propuestas del municipio libre, un modelo de comunidad que «sitúa la decisión última sobre las infraestructuras (caminos, molinos, fábricas) en la asamblea de habitantes del pueblo, dejando a los técnicos un papel de asesoramiento a la asamblea y realización de los planteamientos, pero sometidos a la decisión de las asambleas de municipios afectados»10. Pero eso sí, si verdaderamente queremos construir espacios para el aprendizaje horizontal y participativo deberíamos huir de la tiranía de los «expertos». Los «expertos», según James Petras, no son más que los ideólogos del sistema-mundo y como tales deberían ser excluidos de estos procesos populares. Es por eso que si pretendemos construir un aprendizaje autónomo y emancipador sería muy recomendable prohibir su acceso a esos Centros de Aprendizaje Convivencial, así como el de aquellos conferenciantes o ponentes procedentes del lobby financiero, químico, farmacéutico o energético, pues su función no es otra que la de constituir verdades institucionales al servicio del capital. El conocimiento institucional que promueven, con el apoyo de grandes maquinarias de expresión al servicio de los poderosos, nos homogeniza, nos moviliza y nos captura a través del dispositivo más perverso: la opinión pública que es convertida en saber público. Es por eso que estos Centros de Aprendizaje Convivencial no servirán solamente para difundir conocimientos relacionados con la ecología sino para contrarrestar la inmensa propaganda de las grandes empresas y multinacionales, como por ejemplo aquellas que impulsan las tecnologías supuestamente alternativas.
Pero no deberíamos confinar esa pedagogía ecológica en esos centros pues tales aprendizajes deberían extenderse a la propia vida cotidiana. En ese sentido apunta Luis González Reyes cuando resalta la importancia de «articular la comunicación desde el hacer más que desde el decir. Los entornos en los que nos movemos construyen nuestro sistema de valores. […] más clave que los discursos que articulamos son las prácticas que promovemos. Además, relacionarnos a través de las prácticas y no de los discursos diluye las barreras que nos ponemos ante ideologías ajenas»11. Necesitamos otros conocimientos, conocimientos sólidos, que emerjan entre nosotros y nosotras, en la vida cotidiana, durante la realización misma de proyectos colaborativos y cualquier dinámica solidaria, fuera incluso de las instituciones populares, para hacernos salir de esa movilización global e hiperactiva que nos impone la dominación. Esos otros conocimientos, que podrían calificarse como conocimientos anómalos –considerados anómalos por los poderosos- son vectores de vida contra esa verdad líquida y mutante que actualmente nos rodea. Tengamos en cuenta que el conocimiento anómalo es siempre problemático, lo que nos obliga a pensar y a vivir. Además, todo conocimiento anómalo, aun en contradicción con otro conocimiento anómalo, aún en permanente fricción con otro conocimiento anómalo, atraviesa y rasga los discursos programados. Es, por eso, un conocimiento orientado a la lucha; un acto de sabotaje, pues escapa a la norma y hace posible la interrupción del discurso del poder.
Podrían surgir, por tanto, auténticas guerrillas de autoaprendizaje, que se formen en diferentes ámbitos para rechazar los saberes oficiales. En ese sentido Mathieu Rigouste habla de una «contra-investigación popular, colectiva, con inteligencia colectiva. Y creo que hay que continuar a desarrollar cosas así, a través de estas redes de contra-investigación. Es así como se construye apoyo mutuo, bondad, encuentro, que permiten imaginar y construir poco a poco estructuras de autonomía del conocimiento, que sustituirán esta tragedia llamada Educación Nacional»12. Es, con todas las limitaciones que se quiera, la única forma de actuar contra las mentiras de los poderosos, la gran ignorancia ecológica y el gran desinterés ante el ecocidio, que inundan todos los rincones de la sociedad. Para ello es fundamental que todas y todos desarrollemos conciencia de colapso, afrontando la cruda realidad que se nos avecina.
Recuperar el territorio para un nuevo aprendizaje
Otro asunto relevante e inexcusable es la defensa del territorio. La violencia puede que sea el último recurso que nos quede para frenar el ecocidio desarrollista. Tal vez no nos quede más remedio que desarrollar desde ahora una pedagogía de la defensa del territorio, a escala local, basada en tácticas variadas de sabotaje y de acción directa contra proyectos energéticos e infraestructurales, planes urbanísticos de remodelación, construcción de centrales nucleares y su consiguiente dispersión de residuos, nuevas concesiones mineras, nuevas prospecciones del fracking, o contra la expropiación de tierras para la construcción de nuevos complejos turísticos o de cualquier proyecto faraónico que dañe aún más el medio ambiente. Cualquier forma combativa comunitaria que pongan freno al ecocidio y al terrorismo medioambiental, ilegal o violenta, será válida, siempre que sea apoyada por el movimiento popular. Se trata de un aprendizaje que bien sabemos que ya se ha iniciado, en numerosos frentes, como es el caso del movimiento anti TAV en el Valle de Susa, la lucha mapuche cuyos territorios están amenazados por la industria forestal, las comunidades indígenas de Dakota del Norte en su lucha contra la construcción de oleoductos o la lucha de los pasiegos contra las prospecciones del fracking.
Pero si queremos construir un aprendizaje vinculado a los ecosistemas, a la tierra y su sostenibilidad y que además genere y difunda conocimientos relacionales, será necesario no sólo defenderlo sino recuperarlo, algo que hoy por hoy se nos presenta imposible, dado que el capital, con su urbanismo desarrollista y procesos gentrificadores, ha colonizado ya todos los espacios. Así y todo, tarde o temprano la lucha por arrebatárselo a la moribunda maquinaria capitalista llegará. Pensemos en un hipotético segundo escenario en el que el capitalismo haya empezado a implosionar, el saqueo de los recursos naturales de las periferias sea ya inviable y la conflictividad social sea insostenible. Entonces los nuevos excluidos y desertores voluntarios de un capitalismo moribundo deberían aprovechar ese contexto de dominación de baja energía para recuperar el poco terreno productivo, cultivable y habitable, configurando las nuevas comunidades postimperiales13. Pero recuperar el territorio, en ese contexto de crisis energética y ecológica agudizada, equivale a expropiar y ruralizar. En ese sentido habría que tomar nota de procesos como las revueltas bagaudas que se produjeron en la Galia y en parte de Hispania desde el siglo V hasta el siglo X y que permitieron la expropiación de tierras pertenecientes al Estado romano y a los antiguos terratenientes, pero que también favoreció el surgimiento de una institución popular de la que se habla muy poco: el comunal, un concepto que también se ha conocido tradicionalmente como bienes comunales y que hace referencia tanto a territorios cultivables, ríos y costas para pescar, como a cualquier otro bien que haya sido puesto al servicio de la comunidad, por ejemplo molinos o fraguas. Nuria Alonso Leal y Yolanda Sampedro Ortega lo definen así: son «bienes ligados habitualmente a recursos naturales cuyo aprovechamiento corresponde al común de los vecinos. Los bienes comunales tradicionales son, fundamentalmente, un modelo de relación de las comunidades con su territorio mediante una forma propia de aprovechamiento» y aclaran que «En los comunales tradicionales, los bienes son de las comunidades que gestionan, pero lo son desde una posición muy especial en cuanto al concepto de propiedad: hablamos de una propiedad situada en un espacio que no es ni privada ni pública al uso»14. Siguiendo esta idea podríamos definir el comunal educativo como aquellos espacios –ni privados, ni estatalizados- y relaciones donde se generen, compartan y difundan conocimientos, saberes, creencias pragmáticas, mitos colectivos, quereres y habilidades que sirvan para satisfacer las necesidades de una comunidad. Es importante que esos procesos comunitarios de aprendizaje no vengan impuestos ni por parte de ningún Estado, ni por parte de ninguna empresa transnacional. Por otro lado, construir un verdadero comunal educativo exige acabar no sólo con las Escuelas estatales, privadas o concertadas sino además con todas las instituciones educativas del capital, como por ejemplo con las universidades privadas de élite y los institutos de negocios donde los hijos e hijas de los dueños de las grandes empresas y de los políticos se preparan para formar parte de la élite futura, instituciones inaccesibles para los hijos e hijas de las clases bajas y excluidos. Abolir la Escuela es abolir también esas otras instituciones.
No es mi objetivo adentrarme en el análisis de cómo, en ese segundo posible escenario, una educación popular, horizontal y autogestionada, despojada ya de la injerencia escolar estatalista, pueda frenar el avance, en el sur de Europa, de peligrosos movimientos reaccionarios como el ecofascismo, grupos paramilitares como los surgidos por toda América Latina o la llegada de indeseables regímenes autoritarios que amparen inimaginables formas de esclavitud humana. Estimo que tales prácticas educativas comunalizadas puedan hacer surgir una nueva conciencia de clase que permita oponernos tanto a modelos de explotación esclavista, como a la lucha colonial por los recursos escasos y alentar la esperanza de una convivencia sin dominación. Al menos servirá para señalar a los verdaderos culpables del ecocidio, del paulatino deterioro del nivel de vida y del aumento de las desigualdades sociales, e impedir que se les eche la culpa a los habituales cabezas de turco: parados, inmigrantes y nuevos excluidos de la economía global. Pero eso sería objeto de otro artículo más extenso.
[Tomado de https://culturayanarquismo.blogspot.com/2020/10/hacia-el-comunal-educativo.html.]
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