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jueves, 9 de julio de 2020

Debate (A): Anarquismo del Tercer Mundo



Ruymán Rodríguez

El término «Tercer Mundo» hoy huele muy fuerte a xenofobia, etnocentrismo, clasismo o como poco a paternalismo. Hasta en los barrios más pobres del hemisferio norte se habla de «condiciones tercermundistas» cuando el equipamiento urbano, sanitario, laboral o educativo es deficitario. Vivir o provenir de un territorio «tercermundista» provoca un estigma social inmediato desde la perspectiva eurocéntrica. «Tercer Mundo» implica subdesarrollo, y subdesarrollo, bajo un modelo económico que confunde desarrollo con bienestar, progreso industrial con progreso cultural, no puede ser más que una descalificación económica, política y demográfica.
 
El concepto fue acuñado por el economista francés Alfred Sauvy(1898-1990) en su artículo de 1952 «Tres mundos, un planeta». [1] Aunque Sauvy relaciona desde el principio el término con el «subdesarrollo económico», hace referencia literalmente a los países «ignorados, explotados, despreciados», por el Primer Mundo (el bloque occidental capitalista) y el Segundo Mundo (el bloque oriental comunista). La analogía de Sauvy alude a los estamentos feudales, relacionando al capitalismo con la nobleza, al comunismo de Estado con el clero y al Tercer Mundo con la plebe, con el Tercer Estado, usando las palabras de Sieyès.[2] Aunque el término de Sauvy es claramente anacrónico después de terminada la Guerra Fría y de que el Segundo Mundo se haya integrado en el Primero, ya pesar de que detrás del artículo puede encontrarse una advertencia burguesa que no es necesariamente inofensiva, [3] no tenía entonces las connotaciones peyorativas que iría adquiriendo con el tiempo. La clasificación de Sauvy, con la que intentaba llamar la atención sobre la importancia emergente de los países no alineados con ningún bloque, es hoy, inequívocamente, una descalificación.

Sin embargo, también ha sido una constante en los movimientos contestatarios reivindicar los epítetos con los que ha tratado de denigrárselos a través del tiempo. La autodenominación de anarquista surge de esta vindicación, y lo mismo han hecho también los movimientos LGTBI, afrodescendientes o de prostitutas con los descalificativos de maricón y bollera, negro o puta. El Tercer Mundo sirve bien para definir la realidad, más cruda que poética, que ya enunciaba Paul Éluard: «hay otros mundos, pero están en éste». [4] Hay Tercer Mundo en todos aquellos países cuya descolonización ha sido una farsa. Países que se dotaron de instituciones políticas libres durante el siglo XIX o después de la II Guerra Mundial, pero cuya economía sigue completamente intervenida por las antiguas metrópolis y cuya población sigue siendo esclava de los imperios de antaño, convertidos hoy en transnacionales, y de sus colaboracionistas internos, que son los que manejan esas figuradas instituciones autónomas. Hay Tercer Mundo en el Primer Mundo, en los arrabales y periferias de las potencias megaindustrializadas, en barrios enteros donde grandes carteles anuncian la presencia cercana de un McDonald's mientras sus habitantes no pueden pagar la luz eléctrica y se ven obligados a «pincharla» del alumbrado público. El Tercer Mundo es un espacio geográfico y económico, pero hoy abarca muchas más zonas socialmente colonizadas de las que recogen los meros formalismos políticos.

Canarias, el lugar desde el que escribo, es una zona geográfica y económicamente totalmente vinculada al Tercer Mundo, aunque su marco político y jurídico sea el europeo. Pocas personas de las islas lo admitirían así, por chovinismo o por ceguera ante la realidad social que les rodea. Somos un territorio sin otra actividad económica que recibir turismo, con una de las tasas de desempleo y pobreza (sobre todo infantil) más altas del Estado Español (muy superiores a las del ratio europeo), con uno de los salarios más bajos y uno de los precios del alquiler (en gran parte gracias a la turistificación) más altos. El «Estado del bienestar», completamente involucionado, es un mito que sólo se sostiene como garante del orden: si el Estado rompiera el cordón umbilical que le vincula con el cuarto de millón de desempleados y los más de dos tercios de personas pobres que tenemos en Canarias, si los subsidios que permiten a este sector de la población prolongar su existencia y la de los suyos unos meses o años más desaparecieran, las calles arderían. Las ayudas sociales no se mantienen por motivos humanitarios o éticos; lo hacen para poder mantener la paz social. En este contexto, o los anarquistas elaboramos un discurso y una práctica que interpele directamente a la gran mayoría de la población, que vive esa situación de explotación y miseria económica crónica (siendo un territorio, como todos los del Tercer Mundo, rico en recursos), o mantenemos esa ficción colectiva de que somos Primer Mundo que emana del establishmenthacia abajo a través de su aplastante propaganda. Y lo mismo vale para cualquier territorio, especialmente si ni siquiera se ha construido la ficción del «Estado del bienestar»: o tocamos suelo y construimos un anarquismo desde abajo o estamos condenados a desaparecer como una escuela ideológica que no sobrevivió al siglo XX.

Pero para que esto suceda es imperativo llegar a la gente de nuestros barrios, a nuestros vecinos y que sean ellos quienes articulen este anarquismo de barrio, de calle, de arrabal, de Tercer Mundo, o como quiera definírselo. Es cierto que el monopolio de la producción teórica siempre lo tuvieron intelectuales provenientes de clases privilegiadas (con interesantes excepciones en el ambiente libertario, de Proudhon [5] a los anarcosindicalistas españoles), pero la mayoría de ellos, al menos en el espectro anarquista, eran personas que descendían de la torre de marfil donde les había situado su nacimiento, pisaban las mismas calles embarradas de la clase obrera y se limitaban a traducir sus reivindicaciones, a darle un formato teórico a las ideas y los hechos que surgían del suburbio y la barricada. También, sin necesidad de estos «intérpretes», se han dado y dan movimientos populares algunos de ellos de tendencia libertariaen los puntos más empobrecidos del planeta, de Latinoamérica a Asia y también, aunque en menor medida, en el continente africano. Son pocos, esporádicos, trufas explosivas que han ido surgiendo desde hace 200 años, pero que sin embargo existen. La perspectiva del anarquista europeo medio (que no necesariamente tiene por qué vivir en Europa) es la de acercarse a estos procesos como espectador, a veces como fan y a veces como turista, pero no la de analizar su propio contexto para sondear las posibilidades de adaptar y replicar el fenómeno. De hecho, cuando la revuelta se produce en su entorno inmediato no es raro que abandone el papel de admirador para asumir el de crítico. El objetivo es el de mantenerse como un sujeto pasivo, no implicarse en acontecimientos que no comprende y que probablemente pongan a prueba sus certezas y, como poco, su estabilidad ideológica.

Y es que lo que abunda es un anarquismo culturalmente eurocéntrico, económicamente ligado de forma inconsciente a las preocupaciones de la burguesía y totalmente ajeno a la realidad cotidiana de las clases populares. El vocero del programa anarquista no es hoy el marginado económico, el excluido social, el pobre; pero tampoco es su receptor. Las demandas que recoge el «anarquismo de Primer Mundo» son las de gente con sus necesidades básicas cubiertas, que pueden enredarse en divagar y en no abordar cuestiones que excedan de la moral y la filosofía. Si se reproduce un discurso de clase media (exista ésta o no), desde la clase media, sólo se puede atraer a clase media. Cuando se organiza una campaña de apostasía, ¿a qué sector de la población se dirige? A uno que evidentemente no tiene otras urgencias, está previamente concienciado y puede preocuparse de esas cuestiones. Si quieres llegar a la gente que tiene motivos materiales para necesitar un cambio de sistema, a la gente que lo está pasando verdaderamente mal, tendrás que poner sobre la mesa cuestiones como el techo o el alimento, como la autodefensa en los barrios, cuestiones que hablen de ellos. Puede que estas personas no sean las que más saben de revolución, pero sí son las que más la necesitan.

Pero para llegar ahí hay que dar un importante giro de timón programático. Y eso no puede hacerse abordando los problemas con ópticas sobreideologizadas. Sírvanos el siguiente ejemplo, real, para ilustrarlo: los impulsores de cierto proyecto pedagógico libertario ubicado en el sur de Europa se preocupaban porque toda una generación de jóvenes educados en su escuela, al llegar a la edad adulta, había rechazado el anarquismo y usado las herramientas sociales aprendidas en dicha escuela para medrar en el mundo capitalista y la empresa privada. Achacaron su fracaso a una cuestión de metodología y creyeron que sustituyendo la «educación neutra» (sin dirigir ideológicamente al niño) por una «estrictamente anarquista», se invertirían los resultados... Aún están en ello. La realidad es que es más fácil reducir el problema a una cuestión de método que a uno de estructura. Si un proyecto de pedagogía libertaria funciona como una escuela privada y requiere grandes aportaciones económicas para que los padres interesados puedan ingresar a sus hijos en él, ese proyecto está destinado a un sector de la población muy determinado y exclusivo. Las personas que pueden pagar una educación privada a sus hijos no abandonan su clase social por ser ideológicamente anarquistas; tampoco lo harán sus hijos por ser educados «de forma anarquista». En una minoría de los alumnos podrán despertarse inquietudes libertarias (lo que ocurre cuando la individualidad se abre paso), pero lo lógico es que una gran parte mantenga su lealtad de clase y usen todo lo aprendido para competir en el mundo que les es propio cuando dejan la escuela. El proyecto genera tiburones capitalistas por su sesgo de clase, no por su modelo pedagógico.

Cuanto más se aleja el anarquismo de esa necesidad de repensar programas y prioridades, más terreno dejan libres a las corrientes reaccionarias que hace casi 100 años descubrieron en el populismo y el falso obrerismo la mejor manera de crecer y vaciar de contenido a sus enemigos. Los desinformados buscan, sin encontrarlo, el auge del fascismo. Los sobreinformados (personas igualmente ignorantes pero casi siempre dotadas de algún certificado académico con el que creen tener preferencia a la hora de emitir opinión y escribir libros), por el contrario, creen encontrar sus causas en cualquier parte (el feminismo, los movimientos antirracistas y de liberación sexual específicos, el ecologismo, el animalismo, el independentismo, el desapego juvenil hacia las profecías de Marx, etc.) menos en su origen real: la izquierda (sea lo que sea hoy), incluyendo a un gran espectro del anarquismo, lleva décadas enredada en sus cazas de brujas y en eternos debates metafísicos sobre cómo «despertar a un pueblo» del que ya no forma parte.

La reacción, y su emanación fascista, irrumpen en el tablado histórico cuando los fracasos revolucionarios ponen en guardia al capitalismo y también cuando dichos fracasos alejan a las organizaciones revolucionarias del pueblo y las envían al «rincón de pensar». Allí lamen sus heridas e invierten los años venideros en cismas, excomuniones y buenas dosis de reflexión instrospectiva de tipo monacal; o, en su defecto, se dedican a explorar la vía electoral, donde esperan encontrar bolsas de estabilidad laboral dentro de las instituciones para sus cuadros superiores. Esa ha sido la dinámica y el ciclo constante. El fascismo toma las urnas y las instituciones porque previamente ya ha tomado las calles. No surge el fascismo de la nada, ni lo provoca gratuitamente la ignorancia popular (que no suele ser más que un baremo de la ignorancia de los intelectuales profesionales). Pueden llevar razón los que hablan de que es culpa de las «desviaciones de la izquierda», pero se equivocan a la hora de señalar cuáles son esas «desviaciones». La única desviación que impulsa al pueblo a buscar soluciones fáciles en las simplificaciones fascistas y en su retahíla de prejuicios, chivos expiatorios y mistificaciones pretéritas, es el elitismo que ha absorbido a la izquierda. Un elitismo que marca hoy su programa o su ausencia de él, que determina su espacio de desarrollo, su actitud, sus aspiraciones y también a quienes se escoge como emisores y receptores de su discurso. En esta coyuntura el anarquismo, concretamente, tiene que plantearse si está dispuesto a elaborar un anarquismo para el Tercer Mundo... Y si no lo está, nos enfrentamos, sin alternativas, a una realidad aplastante y duradera: un fascismo para el Tercer Mundo.

Notas:

[1]A. Sauvy, «Trois mondes, une planète», en L'Observateur, 14 de agosto, 1952, nº. 118, p. 14.

[2] El conde Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836) fue uno de los ideólogos de la Revolución Francesa (1789), famoso por su obra ¿Qué es el Tercer Estado? (1789) donde se recoge su célebre razonamiento. «¿qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Cuáles son sus exigencias? Llegar a ser algo».

[3] Sauvy alude al hecho de que la población del Tercer Mundo mantiene unos índices de natalidad del s. XIX mientras la introducción de avances médicos ha estabilizado su mortalidad (una ingenuidad) y aunque no comenta directamente el fenómeno migratorio, sus palabras toman el cariz de advertencia demográfica.

[4] En Luciano Rincón, Cartas cruzadas entre Paul Eluard y Teofrastro Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso, Ed. Los libros de la frontera, 1976, p. 15.

[5] Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), obrero manual, socialista francés y primer pensador en autodefinirse como anarquista en su obra ¿Qué es la propiedad? (1984).

Bibliografía

PROUDHON, P. J. (1984). ¿Qué es la propiedad?. Ciudad de México: Antorcha.

RINCÓN, L. (1976). Cartas cruzadas entre Paul Eluard y Teofrastro Bombastode Hohenheim llamado Paracelso, Ed. Los libros de la frontera. España.

SAUVY, A. (1952). «Trois mondes, une planète», en L'Observateur, 14 de agosto, 1952, nº. 118, p. 14.

SIEYÈS, E-J. (2012). ¿Qué es el Tercer Estado? Alianza Editorial. España



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