Ruymán Rodríguez
El
término «Tercer Mundo» hoy huele muy fuerte a xenofobia, etnocentrismo,
clasismo o como poco a paternalismo. Hasta en los barrios más pobres del
hemisferio norte se habla de «condiciones tercermundistas» cuando el
equipamiento urbano, sanitario, laboral o educativo es deficitario. Vivir o
provenir de un territorio «tercermundista» provoca un estigma social inmediato
desde la perspectiva eurocéntrica. «Tercer Mundo» implica subdesarrollo,
y subdesarrollo, bajo un modelo económico que confunde desarrollo con bienestar,
progreso industrial con progreso cultural, no puede ser más que una
descalificación económica, política y demográfica.
El concepto fue acuñado por el
economista francés Alfred Sauvy(1898-1990) en su artículo de 1952 «Tres mundos, un planeta». [1] Aunque Sauvy relaciona desde el principio
el término con el «subdesarrollo
económico», hace referencia
literalmente a los países «ignorados,
explotados, despreciados», por el Primer Mundo
(el bloque occidental capitalista) y el Segundo Mundo (el bloque oriental
comunista). La analogía de Sauvy
alude a los estamentos feudales, relacionando al capitalismo con la nobleza,
al comunismo de Estado con el clero y al Tercer Mundo con la plebe,
con el Tercer Estado, usando las palabras de Sieyès.[2] Aunque el
término de Sauvy es claramente anacrónico después de terminada la Guerra Fría y
de que el Segundo Mundo se
haya integrado en el Primero, ya
pesar de que detrás del artículo puede encontrarse una advertencia burguesa que no es
necesariamente inofensiva, [3]
no tenía entonces las connotaciones peyorativas
que iría adquiriendo con el tiempo. La clasificación de Sauvy, con la que intentaba
llamar la atención sobre la importancia emergente de
los países no alineados con ningún bloque, es hoy, inequívocamente, una descalificación.
Sin embargo, también ha sido una
constante en los movimientos contestatarios reivindicar los epítetos con los que ha tratado de denigrárselos a través del tiempo. La
autodenominación de anarquista surge de esta
vindicación, y lo mismo han hecho también los movimientos LGTBI,
afrodescendientes o de prostitutas con
los descalificativos de maricón
y bollera,
negro o puta. El Tercer
Mundo sirve bien para definir la realidad, más
cruda que poética, que ya enunciaba Paul Éluard: «hay otros mundos, pero están en éste».
[4] Hay Tercer Mundo en todos aquellos países cuya
descolonización ha sido una farsa. Países que se dotaron de instituciones
políticas libres durante el
siglo XIX o después de la II Guerra Mundial, pero cuya economía sigue completamente intervenida por las antiguas
metrópolis y cuya población sigue siendo esclava de los imperios de antaño, convertidos hoy en transnacionales, y de sus colaboracionistas internos,
que son los que manejan esas
figuradas instituciones autónomas. Hay Tercer Mundo en el Primer Mundo, en los
arrabales y periferias de las
potencias megaindustrializadas, en barrios enteros donde grandes carteles anuncian la presencia cercana de un McDonald's mientras sus
habitantes no pueden pagar la luz eléctrica y se ven obligados a «pincharla» del alumbrado público. El Tercer
Mundo es un espacio geográfico y económico, pero hoy abarca muchas más zonas socialmente colonizadas de las que recogen los meros
formalismos políticos.
Canarias, el lugar desde el que escribo, es una zona geográfica y económicamente
totalmente vinculada al Tercer
Mundo, aunque su marco político y jurídico sea el europeo. Pocas personas de las islas lo admitirían así, por chovinismo o por ceguera ante la
realidad social que les rodea. Somos un territorio sin otra actividad económica que recibir turismo, con una de
las tasas de desempleo y pobreza (sobre todo infantil) más altas del Estado Español (muy superiores a las del ratio europeo), con
uno de los salarios más bajos y uno de los precios del alquiler (en gran parte gracias a la
turistificación) más altos. El «Estado
del bienestar», completamente involucionado,
es un mito que sólo se sostiene como garante
del orden: si el Estado rompiera el cordón umbilical
que le vincula con el cuarto de millón de desempleados y los más de dos tercios
de personas pobres que tenemos
en Canarias, si los subsidios que permiten a este sector de la población prolongar
su existencia y la de los suyos unos meses o años más
desaparecieran, las calles arderían. Las ayudas sociales no se mantienen por motivos humanitarios o
éticos; lo hacen para poder mantener la paz social. En este contexto, o los anarquistas elaboramos un discurso y una práctica que interpele
directamente a la gran mayoría de la población,
que vive esa situación de explotación y miseria económica crónica (siendo un
territorio, como todos los del
Tercer Mundo, rico en recursos), o mantenemos esa ficción colectiva de que somos Primer Mundo que emana
del establishmenthacia abajo a través de su aplastante
propaganda. Y lo mismo vale para cualquier
territorio, especialmente si ni siquiera se ha construido la ficción del «Estado del bienestar»: o tocamos suelo y construimos un anarquismo desde abajo o
estamos condenados a desaparecer como una escuela
ideológica que no sobrevivió al siglo XX.
Pero para que esto suceda es imperativo
llegar a la gente de nuestros barrios, a nuestros vecinos y que sean ellos quienes articulen este anarquismo de barrio, de
calle, de arrabal, de Tercer Mundo, o como quiera definírselo. Es cierto que el monopolio de
la producción teórica siempre lo tuvieron intelectuales provenientes de clases privilegiadas (con interesantes
excepciones en el ambiente
libertario, de Proudhon [5] a
los anarcosindicalistas
españoles), pero la mayoría de ellos, al menos en el espectro anarquista, eran
personas que descendían de la
torre de marfil donde les había situado su nacimiento, pisaban las mismas
calles embarradas de la clase obrera y se limitaban
a traducir sus reivindicaciones, a darle un formato teórico a las ideas y los hechos que surgían del suburbio
y la barricada. También, sin necesidad de estos «intérpretes»,
se han dado y dan movimientos
populares –algunos de ellos de
tendencia libertaria–en los
puntos más empobrecidos del
planeta, de Latinoamérica a Asia y también, aunque en menor medida, en el
continente africano. Son
pocos, esporádicos, trufas explosivas que han ido surgiendo desde hace 200 años, pero que sin
embargo existen. La perspectiva del anarquista europeo medio (que no
necesariamente tiene por qué vivir
en Europa) es la de acercarse a estos procesos como espectador, a veces como fan
y a veces como turista, pero
no la de analizar su propio contexto para sondear las posibilidades de adaptar
y replicar el fenómeno. De
hecho, cuando la revuelta se produce en su entorno inmediato no es raro que
abandone el papel de admirador para
asumir el de crítico.
El objetivo es el de mantenerse como un sujeto pasivo, no implicarse en acontecimientos que no
comprende y que probablemente pongan a prueba sus certezas y, como poco, su estabilidad ideológica.
Y es que lo que abunda es un anarquismo
culturalmente eurocéntrico,
económicamente ligado de forma inconsciente
a las preocupaciones de la burguesía y totalmente ajeno a la realidad cotidiana
de las clases populares. El
vocero del programa anarquista no es hoy el marginado económico, el excluido
social, el pobre; pero tampoco es su receptor. Las demandas
que recoge el «anarquismo de
Primer Mundo» son las de gente con
sus necesidades básicas cubiertas, que pueden enredarse en divagar y en no
abordar cuestiones que excedan
de la moral y la filosofía. Si se
reproduce un discurso de clase media (exista ésta o no), desde la clase media, sólo se puede atraer a clase
media. Cuando se organiza una campaña de apostasía, ¿a qué sector de la población se dirige? A uno que
evidentemente no tiene otras urgencias, está
previamente concienciado y
puede preocuparse de esas cuestiones. Si quieres llegar a la gente que tiene
motivos materiales para
necesitar un cambio de sistema, a la gente que lo está pasando verdaderamente
mal, tendrás que poner sobre
la mesa cuestiones como el
techo o el alimento, como la autodefensa en los barrios, cuestiones que hablen de ellos. Puede que
estas personas no sean las que más saben de revolución, pero sí son las que más la necesitan.
Pero para llegar ahí hay que dar un
importante giro de timón
programático. Y eso no puede hacerse abordando
los problemas con ópticas sobreideologizadas. Sírvanos el siguiente ejemplo,
real, para ilustrarlo: los
impulsores de cierto proyecto pedagógico libertario ubicado en el sur de Europa
se preocupaban porque toda una generación de jóvenes educados en
su escuela, al llegar a la edad adulta, había rechazado el anarquismo y usado las herramientas
sociales aprendidas en dicha escuela para medrar en el mundo capitalista y la empresa privada. Achacaron su
fracaso a una cuestión de
metodología y creyeron que sustituyendo
la «educación neutra» (sin
dirigir ideológicamente al niño) por una «estrictamente
anarquista», se invertirían
los resultados... Aún están en ello. La realidad es que es más fácil reducir el
problema a una cuestión de método que a uno de estructura.
Si un proyecto de pedagogía libertaria funciona como una escuela privada y requiere grandes
aportaciones económicas para que los padres interesados puedan ingresar a sus
hijos en él, ese proyecto está destinado
a un sector de la población muy determinado y exclusivo.
Las personas que pueden pagar una educación privada a sus hijos no abandonan su
clase social por ser
ideológicamente anarquistas; tampoco lo harán sus hijos por ser educados «de forma anarquista». En una
minoría de los alumnos podrán despertarse inquietudes libertarias (lo que
ocurre cuando la individualidad se
abre paso), pero lo lógico es que una gran parte mantenga su lealtad de clase y
usen todo lo aprendido para
competir en el mundo que les
es propio cuando dejan la escuela. El proyecto genera tiburones capitalistas por su sesgo de clase, no por
su modelo pedagógico.
Cuanto más se aleja el anarquismo de esa
necesidad de repensar programas y prioridades, más terreno dejan libres a las corrientes reaccionarias que hace casi 100 años
descubrieron en el populismo y el falso obrerismo
la mejor manera de crecer y vaciar de contenido a sus enemigos. Los
desinformados buscan, sin encontrarlo,
el auge del fascismo. Los sobreinformados (personas igualmente ignorantes pero casi siempre dotadas de algún certificado académico con
el que creen tener preferencia a la hora de emitir opinión y escribir libros), por el contrario, creen
encontrar sus causas en cualquier parte (el feminismo, los movimientos antirracistas
y de liberación sexual específicos, el ecologismo, el animalismo, el
independentismo, el desapego
juvenil hacia las profecías de Marx, etc.) menos en su origen real: la
izquierda (sea lo que sea hoy), incluyendo
a un gran espectro del anarquismo,
lleva décadas enredada en sus cazas de brujas y en eternos debates metafísicos sobre cómo «despertar a un pueblo» del que ya no forma
parte.
La reacción, y su emanación fascista,
irrumpen en el tablado histórico cuando los fracasos revolucionarios ponen en guardia al capitalismo y también cuando
dichos fracasos alejan a las organizaciones revolucionarias
del pueblo y las envían al «rincón
de pensar». Allí lamen sus heridas e invierten los años venideros en cismas, excomuniones y buenas
dosis de reflexión instrospectiva
de tipo monacal; o, en su defecto,
se dedican a explorar la vía electoral, donde esperan encontrar bolsas de
estabilidad laboral dentro de
las instituciones para sus cuadros superiores. Esa ha sido la dinámica y el
ciclo constante. El fascismo toma las urnas y las instituciones porque
previamente ya ha tomado las calles. No surge el fascismo de la nada, ni lo provoca gratuitamente la
ignorancia popular (que no suele ser más que un baremo de la ignorancia de los intelectuales profesionales). Pueden llevar razón los que hablan de que es
culpa de las «desviaciones de la izquierda», pero se equivocan a la
hora de señalar cuáles son esas «desviaciones».
La única desviación que
impulsa al pueblo a buscar soluciones fáciles en las simplificaciones fascistas y en su retahíla de prejuicios, chivos expiatorios y
mistificaciones pretéritas, es el elitismo que ha absorbido a la izquierda. Un elitismo que marca hoy su programa –o su ausencia de él–, que determina su espacio de desarrollo,
su actitud, sus aspiraciones y también a quienes se escoge
como emisores y receptores de su discurso. En esta coyuntura el anarquismo, concretamente,
tiene que plantearse si está dispuesto a elaborar un anarquismo para el Tercer Mundo... Y si no lo está,
nos enfrentamos, sin
alternativas, a una realidad aplastante y duradera:
un fascismo para el Tercer Mundo.
Notas:
[1]A.
Sauvy, «Trois mondes, une planète», en L'Observateur, 14 de agosto, 1952, nº. 118, p. 14.
[2]
El conde Emmanuel-Joseph Sieyès
(1748-1836) fue uno de los
ideólogos de la Revolución Francesa (1789), famoso por su obra ¿Qué es el
Tercer Estado? (1789)
donde se recoge su célebre razonamiento. «¿qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué
ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Cuáles son sus
exigencias? Llegar a ser algo».
[3]
Sauvy alude al hecho de que la población del Tercer Mundo mantiene unos índices
de natalidad del s. XIX mientras la introducción
de avances médicos ha
estabilizado su mortalidad
(una ingenuidad) y aunque no comenta directamente el fenómeno migratorio, sus
palabras toman el cariz de
advertencia demográfica.
[4]
En Luciano Rincón, Cartas
cruzadas entre Paul Eluard y Teofrastro Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso, Ed. Los libros
de la frontera, 1976, p. 15.
[5]
Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), obrero manual, socialista francés y
primer pensador en autodefinirse como anarquista en su obra ¿Qué es la propiedad? (1984).
Bibliografía
PROUDHON, P. J. (1984). ¿Qué es la propiedad?. Ciudad de México: Antorcha.
RINCÓN, L. (1976). Cartas cruzadas entre Paul Eluard y
Teofrastro Bombastode
Hohenheim llamado Paracelso, Ed. Los libros de la frontera. España.
SAUVY, A. (1952). «Trois mondes, une
planète», en L'Observateur, 14 de agosto, 1952, nº. 118, p. 14.
SIEYÈS, E-J.
(2012). ¿Qué es el Tercer
Estado? Alianza Editorial.
España
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