Rolando Revagliatti
Carlos Penelas es el autor de El jardín de Acracia, Antología
ácrata, Os galegos anarquistas na Argentina, Ácratas y crotos,
Emilio López Arango, identidad y fervor libertario y de numerosos
poemarios y libros de ensayo. Con él conversamos.
- Provenís de una familia
vinculada a la literatura, la plástica, el teatro y el cine.
° Para empezar, debo decirte,
Rolando, que no nací el 9 de julio, que nací el 5 de julio de 1946. Sucede que
mi padre no quiso que hiciera el servicio militar y por eso me inscribió en
fecha patria. Era común entre los libertarios, como también huir y hacerse
crotos. Mis dos hermanos mayores (por distintas razones que no voy a explicar)
no lo habían hecho. Era injurioso, ofensivo, hacer el servicio militar para
cualquier libertario. Ni curas ni militares, no te olvides. Por eso me anotó el
9 de julio.
La historia es larga: el dictador José Félix Uriburu, en 1930, modificó
la ley. A partir de ese año todos los nacidos el 25 de mayo o el 9 de julio
deberían hacerlo. De eso, mi padre, no se había enterado. Resultado: fui el
único de toda la familia en hacerlo. Y, por mala conducta —arrestos
incluidos— la baja la obtuve después de
catorce meses, uno de los últimos de esa camada en salir. Lo de “la jura de la
bandera”, es confidencial.
Mi familia es de origen gallega. Mi padre, Manuel Penelas Pérez, que
cuidó cabras desde los seis años en Espenuca, una aldea cercana a Betanzos de
los Caballeros, se formó en Argentina: a los catorce años conoció a obreros
anarquistas y socialistas en la fábrica en la cual trabajó. Mi madre, María
Manuela Abad Perdiz, de Ourense, apenas sabía leer y escribir. Aprendió con mi
padre cuando ya llevaba criados tres hijos. Poco antes de morir, a los sesenta
años, había terminado de leer Los Thibaut, la obra cumbre de Roger
Martin du Gard.
Las lecturas de don Manuel comenzaron con Bakunin, el príncipe
Kropotkin, Émile Zola, Dostoievsky, Shakespeare, Arthur Schopenhauer, Nietzsche
y luego el Siglo de Oro Español. Además, claro está, de la lírica gallega y los
grandes escritores del siglo XIX de Galicia. Allí comenzó todo. Era, como te
imaginarás, libertario. Para ser más preciso: libertario individualista.
Heredamos sus hábitos: la lectura, la conducta, el amor a la
naturaleza, la mirada de los conflictos sociales, el rechazo a toda dictadura,
a toda demagogia, a cualquier forma de autoritarismo y una profunda defensa por
la libertad individual. Mi hermano mayor, Roberto, fue un lector de los
clásicos griegos y latinos, además de los autores del Renacimiento. Un amante
de la ópera alemana. Mi hermana Raquel, la lectura y la pintura. Junto a ella
recorrí museos, descubría biografías, admiraba a nuestros pintores y la gran
pintura universal.
Mi hermana Marta, el teatro norteamericano, el teatro inglés y francés
de mediados de siglo, la novelística contemporánea, la historia de nuestra
tierra. Mi hermano Fernando introdujo en el hogar el cine, el policial, el
marxismo, el jazz y el comic. Además de los autores norteamericanos. Luego vino
Carloncho (un servidor), que fue consumiendo todo ese mundo.
Es importante aclarar que también mis hermanos y mi padre (mi hermano
mayor me llevaba veintidós años, fui el hijo de la madurez) concurríamos a ver
al “Rojo de Avellaneda”, a Independiente. Vale recordar que Independiente es o
era “el club de los gallegos”. La gran mayoría de gallegos, de la inmigración,
se refugiaron en Avellaneda. Muchos eran republicanos, anarquistas,
socialistas, comunistas y el color les llamó el corazón. También por aquellos
años me llevaron a palpitar el box en el Luna Park.
Practiqué box, pelota a paleta y jugué al fútbol e hice natación toda
mi vida. Me formé con la templanza y la visión de lo social pero también con lo
estético en todas las manifestaciones. El teatro independiente, los autores de
época, el Teatro Colón, los grandes ciclos del cine Lorraine, las exposiciones
de pintura eran un hábito. Lo mismo que las discusiones sobre tendencias
literarias, la injusticia o la Guerra Civil Española.
Esa infancia y adolescencia me abrió la mente. Y ya en la adolescencia
el amor de muchachas hermosas, idealistas, plenas de sensualidad y vuelo. Y las
lecturas que a su vez fui descubriendo por mi cuenta, con amigos, con
compañeros de escuela, con maestros que la vida me ofreció. La gratitud de
ellos siempre me protege.
- Podríamos decir que haber
permanecido durante veintidós años colaborando con el prestigioso
cardiocirujano René Favaloro (1923-2000) debe armar, en algún sentido, un
capítulo de tu vida.
° Un antes y un después en mi vida. En 1978 había publicado, casi en
forma clandestina, Conversaciones con Luis Franco. A Franco lo conocí de
muchacho, y después de la figura de mi padre es la que más me enaltece. Un día,
escuché por televisión al Dr. René Favaloro hablar de Franco y de Ezequiel
Martínez Estrada. Dijo: “Los jóvenes deberían leerlos, son los dos escritores
más importantes de la Argentina”. Le llevé el libro al sanatorio y al mes me
llamó. Quería conocerme, hablar conmigo.
Esa primera entrevista duró más de una hora. Me contó su experiencia en
La Pampa como médico rural, en los Estados Unidos, la técnica del bypass, su
vida, su formación, sus padres, la inmigración siciliana…; yo le fui confesando
mis gustos, mi historia. Después de unos meses volvimos a vernos. Teníamos
almuerzos maravillosos. Se hablaba de todo: Alfredo Zitarrosa, Sarmiento, el
general Paz, Leopoldo Lugones, de actrices bellas, de cine…; al poco tiempo me
nombró Jefe de Relaciones Públicas de la Fundación.
Fui Jefe de Prensa, Subdirector del Centro Editor de la Fundación (el
director era él), Jefe de Coordinación de Pacientes, Miembro del Comité de
Ética. Una vida intensa, llena de sueños, de emprendimientos, de combates, de
pérdidas. Al mes de su suicidio renuncié a mi cargo, todo había pasado y
acumulaba una derrota más. El proyecto nunca pudo ser, el proyecto de
institución, de ejemplo, de investigación. Esos años, más de veinte, fue un
universo rico, pleno.
Conocí seres notables —médicos e investigadores—, hombres probos,
muchos de ellos desinteresados. En varias entrevistas afirmé que Favaloro pudo
cambiar la cardiología en el mundo, pero no pudo luchar contra la corrupción y
la mediocridad de su país. La corrupción se instaló, desde hace décadas, hasta
la médula.
Luego escribí, en 2003, Diario interior de René Favaloro, en
donde creo haber reflejado a un hombre, pero también a un país que no supo
comprenderlo en toda su dimensión. A la hora y media de su suicidio estaba en
su casa. Ese día, a las 20 horas, daba la noticia al mundo en una conferencia
de prensa que prefiero no recordar.Un golpe muy duro, tremendo. Recuerdo que
una vez me dijo: “Soy tu hermano mayor”.
- En tanto sos un insoslayable
investigador de la obra del escritor Luis Franco (1898-1988), acaso también
esta condición arme un otro capítulo.
° Sin lugar a dudas. Él era muy amigo de mi suegro, Luis Danussi,
destacado dirigente gráfico del anarcosindicalismo argentino, quien leía a
Pascoli y se escribió con Albert Camus. Pero fue el poeta Lucas Moreno, un
hombre que supo guiarme en lecturas, quien me lo presentó un sábado por la
tarde en su casa. Yo sabía de su obra, de su importancia, pero otra cosa fue
luego el trato casi cotidiano o semanal. Moreno me había presentado a Álvaro
Yunque, a Jorge Calvetti, a Francisco Gil, a don Roberto Guevara.
Pero con la llegada de Luis Franco el universo cambió. Otra manera de
ver la literatura, el descubrir autores, tendencias. Venía del Profesorado en
Letras en donde estudiábamos latín, griego, literatura medieval alemana,
inglesa, francesa, italiana, española…, una formación clásica y de primer
nivel. Con Franco descubrí no sólo autores fundamentales como Goethe o Henry
David Thoreau (en profundidad quiero decir), sino que me hizo conocer nuestros
escritores con otro concepto.
Allí venía Lugones, Rafael Barret, Horacio Quiroga, Rubén Darío,
Domingo F. Sarmiento, el manco Paz y la mirada de la América mestiza. Luego
conocí a Enrique Molina, Juan L. Ortiz (viajé hasta Paraná para verlo y
entrevistarlo), Juan José Manauta, David Viñas, Osvaldo Bayer, Alfredo Llanos,
Lysandro Galtier… Con Franco escuchaba la voz de la insurrección, pero también
la voz del decoro, de la decencia, del coraje civil. En 1978 publicamos por
nuestra cuenta y con el apoyo de unos pocos amigos Conversaciones con Luis
Franco. Luego se editó a través del sello Torres Agüero y debe andar por la
quinta o sexta edición. Franco es uno de nuestros grandes escritores, casi
desconocido. Ensayista, cuentista, poeta. Y los libros sobre pájaros u otros
animales que son bellísimos. Una prosa donde la tinta aún está fresca. Un ser
único. Él me llevó a leer, además, textos sobre biología, botánica, zoología.
Franco y más tarde Luis Alberto Quesada, Hugo Cowes, José Conde,
Ricardo E. Molinari y Héctor Ciocchini fueron fundamentales en mi vida, hombres
que me guiaron, que iluminaron mi trayectoria. Ejemplos de ética, de honestidad
y además con vidas intensas. Franco concurría a cenar a casa, pasaba los fines
de año en lo de mi suegro. Era el maestro, el hombre que seguimos admirando y
amando.
- Los poetas Juan L. Ortiz
(1896-1978), en una primera ocasión, y Ricardo E. Molinari (1898-1996) en una
segunda, te sorprenden preguntándote si eras pariente o conocías al poeta
uruguayo Walter González Penelas (1913-1983). Es en 2001 cuando publicás tu
estudio y antología titulado El regreso de Walter González Penelas (con
el auspicio de la Embajada de la República Oriental del Uruguay).
° Efectivamente. El trato de Walter con don Ricardo fue de una
vinculación muy grande. Recordemos, de paso, que Molinari no trataba con
cualquiera. Te cuento cómo empezaron las cosas. Un día, revolviendo en una
librería de la calle Corrientes, descubro un libro que se titula “La escalera”.
Su autor, Walter González Penelas. Una dedicatoria, las páginas sin abrir. No
era un detalle menor. Había una dirección de Montevideo. Lo compré por el
segundo apellido, si se hubiera llamado López o Fernández lo hubiera dejado.
Cuando comencé a leerlo me impresionó. Una poética de altura, una
sensibilidad exquisita. Entre mis amigos nadie lo conocía. En un programa de
radio que yo tenía se me ocurre hablar de él y leer algunos poemas. El lunes me
llaman a mi casa. La hermana había escuchado el programa, estaba muy
emocionada, quería conocerme, darme ejemplares, una antología que un amigo le
había publicado en España. A partir de allí continúo mis investigaciones, ese
año viajo dos o tres veces a Montevideo.
Una amiga de mi hijo mayor, estudiaba antropología, me ayudó mucho,
conoció a la viuda, a algunos profesores. Pero la guía real me la fueron dando
escritoras, mujeres que llegaron a adorarlo, mujeres que lo recordaban en
anécdotas, en poemas, en encuentros. Escritoras uruguayas y argentinas, mi
mundo rioplatense. Un descubrimiento de aquellos. González Penelas era muy buen
mozo y un hombre refinado, culto, de conversación agradable, obsesionado con la
creación.
Había buceado en la literatura clásica, en la mirada social del
Uruguay. Era sociólogo. Se mofaba de la gran mayoría de sus contemporáneos por
la mediocridad, lo bajito que volaban, las reuniones en cuartos espejados, la
pobreza intelectual. Eso le costó, qué duda cabe, el olvido, el menosprecio. Lo
ignoraron. Es, reitero, una poética que vertebra una cosmovisión, una mirada
atenta y sensible. En su lectura, de alguna manera, nos advierte de esa
literatura que se vuelve peligrosamente literaria donde la palabra es
suplantada por manipuladores de vocablos. Su poética está contra la falacia,
contra la novedad, lo banal.
Por esa razón, entre otras, es casi desconocido. Es un gran autor, un
hombre profundo que vivió alejado de círculos, de fetichismos, de los objetos
del mundo exterior. En uno de los homenajes que se hicieron en Montevideo,
Rocío Danussi leyó poemas suyos y la poeta Selva Casal analizó conmigo su
poética.
- ¿Qué recuerdos tenés de las
numerosas entrevistas que has realizado para el Museo de la Palabra?
° Bueno, muchos, una época muy
hermosa para mi crecimiento. En 1983, instalada la democracia, me llaman de
Radio Nacional para cubrir la Feria del Libro de Buenos Aires. Todo estaba por
hacer. Contábamos con muy pocos elementos, casi no había una estructura
técnica. Un solo auricular, transmisiones en directo desde una cabina
elemental. En ese momento era uno de los pocos, conduciendo programas de radio,
que conocía a los autores extranjeros y argentinos.
Estamos hablando de Radio Nacional y de Radio Municipal. Quiero decir,
los había leído, siempre leí con voracidad. Ahí obtuve el Premio a la Mejor
Cobertura Radial, cerca de treinta y cinco entrevistas durante la Feria. Yo
hacía las entrevistas, se las pasaba a Antonio Pérez Prado —un hombre de
excepción, galleguista, guionista de cine, un notable investigador médico,
además—, quien realizaba la traducción al inglés y la enviaba a la RAE Radio
Nacional al Exterior. Ese premio, compartido, lo gastamos en una comida en la
cual invitamos a los técnicos de Radio Nacional.
Otro mundo, otra vida. En esas entrevistas, durante cinco años,
conversé con Gonzalo Torrente Ballester, Martha Lynch, Roberto Fernández
Retamar, Juan Rulfo, Alberto Girri, Héctor Ciocchini, Miguel Barnet, Juan José
Sebreli, Carlos Alberto Brocato, Antonio Di Benedetto, Gustavo Soler, José
Donoso, Carmen Orrego, Luis Rosales, Ana
María Matute, Néstor Taboada Terán, Javier Villafañe, Dardo Cúneo, Juan Carlos
Merlo, Dalmiro Sáenz, Manuel Mujica Lainez, Carlos Gorostiza, Mempo
Giardinelli, Mario Benedetti, Antonio Dal Masetto…, la lista es muy extensa.
Lo triste, lo lamentable, es que años después, como la emisora no tenía
cintas, se grabaron entrevistas o conciertos en ellas. Se perdió un material
impensable. La cosa era así: yo realizaba dos o tres preguntas, ellos
contestaban y luego se borraba mi pregunta. Quedaba sólo la voz de los
entrevistados. En algunos casos leyendo algún fragmento de su obra o un poema.
Cada entrevista tenía la duración de cinco minutos.
- ¿Qué características han tenido los
homenajes a escritores y artistas plásticos que has realizado en teatros y
centros culturales?
° Durante más de quince años fui realizando actos de poesía. Luis
Alberto Quesada [1919-2015] fue el que me inició; fui aprendiendo en la
práctica el tema de la organización, los contactos, la planificación. Él había
luchado en la Guerra Civil Española, peleó contra los alemanes en Francia,
estuvo en un campo de concentración, del cual pudo escapar. Al regresar para
unirse a la lucha clandestina, estuvo preso en España durante diecisiete años.
Condenado a muerte, logró salir en libertad durante el gobierno de
Arturo Frondizi. Bueno, aquí formé parte —por supuesto, siendo mucho más joven
que él— del Instituto Argentino Hispano de Cultura Antonio Machado, del que él
era el presidente. Casi todos los actos se realizaban en la Oficina Cultural de
España. Allí organizábamos las conferencias, pero también presentaciones de
libros y recitales. En el teatro de la Federación de Sociedades Gallegas o en
el Teatro Margarita Xirgu efectuábamos los actos mayores.
Los homenajes eran a los relevantes poetas españoles: Federico García
Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti,
Luis Cernuda, León Felipe… Las voces:
María Rosa Gallo, Alejandra Boero, Alfredo Alcón, Fernando Labat, Alicia
Berdaxagar, Juana Hidalgo, Onofre Lovero, Ernesto Bianco, Dora Prince, Livia
Fernán… Eso significaba selección de poemas, ensayos, guitarristas, en fin,
actos donde la entrada era gratuita y se llenaban las plateas. La colectividad,
el sector republicano, y muchos amigos nos acompañaron. Más tarde organicé
actos con Rocío Danussi, mi compañera, que lee muy bien.
Ella les puso voz a los poemas de Alejandra Pizarnik y a los de Rosalía
de Castro: están en el Museo de la Palabra y por Internet. Junto a ella y
Osvaldo Cané hicimos “El amor en la poesía”, “Homenaje a León Felipe”, “Poetas
rebeldes”, “Cuatro poetas y la libertad”, “Poetas surrealistas”…
Muchos de esos actos fueron dedicados a Fernando Pessoa, Enrique
Banchs, Rosalía de Castro, Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Blas de Otero,
Gloria Fuertes, Fernando Arrabal, Raúl González Tuñón, Luís de Camoens, poetas
gallegos medievales, Enrique Molina, Conrado Nalé Roxlo, Francisco Madariaga,
Bertolt Brecht, Pier Paolo Pasolini, Manuel J. Castilla, Jorge Luis Borges,
Juan Gelman, Oliverio Girondo… Y a artistas plásticos: Rubén Rey, Miguel
Viladrich, Antonio de Ferrari…
Algunos comencé a hacerlos durante la dictadura, en librerías, en
trastiendas. Luego, en la inolvidable Sala Taller, en el Centro Betanzos de
Buenos Aires, en La Gran Aldea, en la Sociedad Argentina de Escritores, en
salones culturales de la capital e interior. Nunca hubo menos de sesenta
personas en cualquiera de ellos. El homenaje a León Felipe lo efectuamos en la
Federación Libertaria Argentina, con más de doscientos espectadores, con un
escenario en donde la silla de paja vacía era el lugar del poeta, la voz de
Felipe, la música de Falla.
Se entraba de a poco y se salía de dos en dos. El año: 1979. En primera
fila estaban sentados Diego Abad de Santillán y Luis Franco. Entre el público,
René Favaloro y el director cinematográfico José Martínez Suárez. Una emoción
que aún perdura en mí. Pero el trascendente, el más importante es el que
organizamos en el cincuentenario del asesinato a Federico. Nos llevó seis meses
armarlo. Quesada era el Presidente de la Comisión. El afiche, que vendíamos
para procurar fondos, era de Ricardo Carpani.
Realizamos cerca de treinta y cinco actos en un mes. Conferencias,
mesas redondas, recitales, muestras de grabadores y plásticos. Siempre lo
pensábamos con música, a veces con baile. Guitarristas, flamenco. Mientras duró
fue una maravilla, una alegría permanente, un placer inimaginable. Durante ese
mes lorqueano, artistas, poetas y pintores repartíamos claveles en las mesas de
los bares en homenaje a Federico. Más tarde, el olvido.
- ¿Qué relevamiento nos proporcionarías de tu
actividad radial en distintos programas y emisoras?
° Trabajé mucho en Radio Nacional y en Radio Municipal, en diferentes
programas culturales. Era una época donde todavía existían voces, magia,
utopías. Hice, además, comentarios de libros para Biblioteca de Radio Nacional;
nos reuníamos con amigos de la radio hasta la madrugada. Agustín Tavitián era
un poeta que congregaba afectos, sueños y el gusto por el jazz. Muchas de las
iniciativas en la radio fueron suyas. Fue un ciclo en donde intentaba llevar,
divulgar autores pocos conocidos o autores nóveles.
Estuve en ambas emisoras desde 1984 hasta 1989. A veces me llamaban
como columnista en otras audiciones de las mismas emisoras o de Radio Belgrano,
Radio Palermo, etc. En mis programas daba cabida sobre todo a autores
argentinos, del interior o de principios de siglo. A veces abordaba la
literatura griega o latina. Planificaba cada programa y a veces lograba tener
un encuentro breve antes de cada audición para ir formando el clima. Fue un
tiempo muy interesante, el país se abría a la democracia y se necesitaba
fomentar aquello que estuvo censurado.
Hablamos de libertad, de comunicación, involucrando al creador con su
mundo. En Nacional llevé un programa que me gustó mucho: “Nuestros ilustres desconocidos”.
Allí iban desde una profesora de ballet del Teatro Colón hasta el mozo de un
bar que había sido extra en Hollywood. En Municipal, “Los intelectuales hablan
en primera persona”. Esas fueron dos creaciones mías que tuvieron cierta
repercusión en el mundillo cultural. Salían al aire una vez por semana, se
dialogaba con amplitud.
Sólo preguntaba, el entrevistado era siempre el personaje importante.
Además, como te conté antes, invitados relacionados con la Feria del Libro, que
por alguna razón no había podido entrevistarlos en el stand de la Feria.
También, años después, conduje un programa de medicina por Nacional —“Curar en
salud”—, pero éste era de la Fundación Favaloro y trataba sobre la prevención
en salud.
- Leo en tu sitio de autor que has realizado
viajes culturales a numerosos países europeos.
° Sí, tuve la fortuna de viajar
mucho. Siempre sentí una gran admiración por los eubeos, como Adriano. La
literatura, como sabrás, no me dio dinero, pero me otorgó prestigio y viajes.
Casi todo el país lo recorrí dando conferencias, presentando libros,
participando de ferias literarias del interior. Provincias de Chaco, Catamarca,
La Rioja, La Pampa, Entre Ríos, Santa Fe, ciudades bonaerenses como San Pedro,
Azul, San José, Pergamino, Chivilcoy, Mar del Plata, Tres Arroyos, Bahía
Blanca, San Nicolás, San Antonio de Areco, son algunos de los sitios donde me
invitaron en diferentes oportunidades. Casi siempre lo hice con Rocío
preparando alguna lectura poética. Lo mismo ocurrió con invitaciones a Universidades
o centros culturales en Chile y Uruguay. Estuve en La Habana, en Santiago de
Cuba, en Paraguay.
Con Europa no fue diferente. Fui invitado sobre todo a Galicia, Málaga
y Madrid. He realizado quince o dieciséis viajes a Europa. Y nunca menos de un
mes. Una vez allá —por mi cuenta— comencé a moverme, por amistades o por
recomendaciones de escritores. Eso ocurrió en Oviedo, Málaga, Trieste. Después,
como las distancias no son tan abismales como acá, y los contactos empezaron a
surgir, llegaba a París o Londres o Edimburgo, a Roma o Sicilia, Viena o
Colonia, Lubliana o Pola.
A Marruecos, por ejemplo, desde Málaga. También quise conocer el Museo
Hermitage, en San Petersburgo. De allí, Copenhague, Helsinki, Oslo, Tallín,
Estonia, Berlín… Insisto: las invitaciones fueron muchas y también comenzaron a
publicarme. Siento que en ciertos lugares de España o de Italia soy más
conocido que aquí. Las invitaciones, además, las hacen incluyendo viaje y
hotel. Como debe ser, por otra parte. A veces hasta con publicación. Ciocchini,
Quesada, algunos profesores en su momento, me abrieron puertas, ciertas
instituciones académicas hicieron lo mismo.
No hace mucho he regresadode Trieste, otra vez, pues se está
traduciendo mi obra poética al italiano. Antes había estado en Bérgamo, una
ciudad de ensueño. De allí viajé a Bologna, a la Universidad de Letras, donde
hay libros de mi autoría; un lugar lleno de belleza, cultura y emoción. Berger
hizo que conociera el Palazzo Re Enzo. En ese mágico encuentro conversé con
Rocío, en sus muros. Y de Bologna llegué a Rímini hasta la casa de Federico
Fellini. De allí, media hora en bus, y llegamos a la Serenísima República de
San Marino.
Y luego otra vez Roma. Uno viaja acompañado de lecturas, de autores, de
conciertos, con obras pictóricas, con esculturas. Pocas veces soy turista.En
los años setenta recorrí con Rocío casi todo Chile, durmiendo hasta en
estaciones de tren y en hoteluchos. Todo es empezar y tener espíritu de
aventura. Lo demás, llega. Debemos pensar que el viaje es un viaje literario,
pero también un monólogo. El próximo año daré conferencias en Santiago de
Compostela, en Betanzos de los Caballeros, en Madrid y seguramente otra vez,
Oviedo. He firmado un contrato por un libro que se editará en los próximos
meses.
- “Este poeta viene de Boscán”
(Juan Boscán, español, 1487-1542) dejó asentado de tu hálito poético Ricardo E.
Molinari. ¿Coincidís? ¿Por qué? ¿Y de qué otros poetas “venís”, Carlos?…
° Había recibido cartas y frases auspiciosas de poetas y escritores a
quienes admiraba desde adolescente. Pero bueno, en palabras de don Ricardo fue
en su momento un estímulo enorme, impensable. Era muy parco con los elogios y,
en general, huraño en el trato. Me llenó de alegría y respiré. Él ponderaba
mucho mi poemario “Cantigas”, lo tenía en su mesita de luz. Poseía una
formación muy sólida; desde la poesía primitiva galaico-portuguesa, la poesía
del romancero español hasta la lírica inglesa e italiana.
Al nombrar a Boscán evocaba el clasicismo, el humanismo, la influencia
italiana en la poética española, pero también el hilo que va uniendo una
trayectoria trascendente en la poética universal. Su ojo era muy sensible y
descubrió esa fuente en mi poesía. Sí, coincido pues me unía a él —entre otras
cosas— esa mirada de lo poético, esa búsqueda de lo clásico, esa pincelada
evanescente. Estudié y leí, leí y estudié con pasión a los poetas medievales
españoles, renacentistas y, por supuesto, la generación del 98 y la del 27.
Ellos fueron fuente de estilos, de análisis, de estructuras formales.
Y la poesía italiana de principios del siglo XX: Salvatore Quasimodo,
Giuseppe Ungaretti, Pier Paolo Pasolini, Eugenio Montale, Cesare Pavese, Mario
Luzi, Umberto Saba… Uno viene de esos poetas, sin duda. Pero sería injusto si
dejara de nombrar a Giuseppe Bellini, Thorpe Running, José Filgueira Valverde,
Enrique Molina, Eduardo Blanco Amor, Ernesto Sábato, María Elena Walsh, Frank
Dauster, Raúl González Tuñón,Lily Litvak, Jorge Luis Borges, Xesús Alonso
Montero, Manuel J. Castilla y tantos otros que con sus lecturas o con sus
consejos nos fueron formando el espíritu, la fineza interior, esa respiración
sutil del poema.
- No debe ser fácil hallar a
otro argentino más imbuido que vos de la doctrina ácrata. Anarquía y
creación es el título de un libro de 1997 del que sos autor.
° Sí, estudié el tema en profundidad, me eduqué con una mirada
libertaria, con una conducta que rechaza el totalitarismo, el dogmatismo, el
populismo, en fin…, lo que ya sabés. Pero fundamentalmente conocí a muchos
anarquistas, a viejos anarquistas que lucharon en la Guerra Civil Española, en
Latinoamérica o en la Revolución Rusa. Compañeros de La Protesta, de La
Antorcha, de Brazo y cerebro. Anarquistas individualistas,
naturalistas, anarcosindicalistas, anarcocomunistas, tolstoianos…
Seres únicos, irremplazables. Por su trayectoria, su moral, su
combatividad, su coraje. Eran vitalistas y por lo tanto uno aprendía hablando,
escuchando anécdotas, hechos. El anarquismo no es una ideología, es un Ideal.
Es complejo, es una posición que me agrada comentar. “Anarquía y creación” es
en verdad una suerte de arte poética, una búsqueda de la mirada libre y amplia
del acto creador, una transparencia desde la verdad y lo ético, el universo sin
dogmas, sin límites, sin prejuicios.
Me llevó mucho tiempo escribirlo, es un libro breve, pero con
intensidad. A veces fue utilizado, no sé si correctamente, en talleres y
seminarios. Quise, además, extenderme en la formación del creador y del lector,
una cultura que nos lleve a comprender la grande bellezza, la eternidad
del objeto, la utopía de sabernos soñadores. Siempre afirmé que me sentía
existencialista, camusiano. Eso y lo libertario hicieron el resto. La libertad
tiene su precio. Nos sostiene la identidad, el asombro, los hijos, el mar, una
mirada entrañable, la memoria de nuestros ancestros, la amistad. Y fumar una
pipa tomando un café en un pueblo de Galicia. En soledad.
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