Manuel
González Prada
(1844-1918)
* Pronunciado el 1° de Mayo de 1905 en
la Federación de Obreros Panaderos de Lima.
I
No
sonrían si comenzamos por traducir los versos de un poeta:
"En
la tarde de un día cálido, la Naturaleza se
adormece
a los rayos del Sol, como una mujer extenuada
por
las caricias de su amante.
"El
gañán, bañado de sudor y jadeante, aguijonea
los
bueyes; mas de súbito se detiene para decir
a
un joven que llega entonando una canción:
"—'¡Dichoso
tú! Pasas la vida cantando mientras
yo,
desde que nace el sol hasta que se pone, me
canso
en abrir el surco y sembrar el trigo.
"—¡Cómo
|te engañas, oh labrador!— responde el
joven
poeta. Los dos trabajamos lo mismo y podemos
decirnos
hermanos; porque, si tú vas sembrando
en la tierra, yo voy sembrando en los
corazones.
"
Tan fecunda tu labor como la mía: los granos de
"
trigo alimentan el cuerpo, las canciones del poeta
regocijan y nutren el alma."
Esta
poesía nos enseña que se hace tanto bien al sembrar trigo en los campos como al
derramar ideas en los cerebros, que no hay diferencia de jerarquía entre el
pensador que labora con la inteligencia y el obrero que trabaja con las manos,
que el hombre de bufete y el hombre de taller, en vez (de marchar separados y
considerarse enemigos, deben caminar inseparablemente unidos. Pero ¿existe
acaso una labor puramente cerebral y un trabajo exclusivamente manual? Piensan
y cavilan: el herrero al forjar una cerradura; el albañil al nivelar una pared;
el tipógrafo al hacer una compuesta; el carpintero al ajustar un ensamblaje; el
barretero al golpear en una veta; hasta el amasador de barro piensa y cavila.
Sólo hay un trabajo ciego y material: el de la máquina; donde funciona el brazo
de un hombre, ahí se deja sentir el cerebro. Lo contrario sucede en las faenas
llamadas intelectuales: a la fatiga nerviosa del cerebro que imagina o piensa,
viene a juntarse el cansancio muscular del organismo que ejecuta. Cansan y
agobian: al pintor; los pinceles; al escultor el cincel; al músico el
instrumento; al escritor la pluma; hasta al orador le cansa y le agobia el uso
de la palabra. ¿Qué menos material que la oración y el éxtasis? Pues bien: el
místico cede al esfuerzo de hincar las rodillas y poner los brazos en cruz.
Las
obras humanas viven por lo que nos roban de fuerza muscular y de energía
nerviosa. En algunas líneas férreas, cada durmiente representa la vida de un hombre.
Al viajar por ellas, figurémonos que nuestro vagón se desliza por rieles
clavados sobre una serie de cadáveres; pero al recorrer museos y bibliotecas,
imaginémonos también que atravesamos una especie de cementerio donde cuadros,
estatuas y libros encierran no sólo el pensamiento sino la vida de los autores.
Ustedes
(nos dirigimos únicamente a los panaderos), ustedes velan amasando la harina,
vigilando la fermentación de la masa y templando el calor de los hornos. Al
mismo tiempo, muchos que no elaboran pan velan también, aguzando su cerebro,
manejando la pluma y luchando con las formidables acometidas del sueño: son los
periodistas. Cuando en las primeras horas de la mañana sale de las prensas el
diario húmedo y tentador, a la vez que surge de los hornos el pan oloroso y
provocativo, debemos demandarnos: ¿quién aprovechó más su noche, el diarista o
el panadero? Cierto, el diario contiene la enciclopedia de las muchedumbres, el
saber propinado en dosis homeopáticas, la ciencia con el sencillo ropaje de la
vulgarización, el libro de los que no tienen biblioteca, la lectura de los que apenas
saben o quieren leer. Y ¿el pan?, símbolo de la nutrición o de la vida, no es
la felicidad, pero no hay felicidad sin él. Cuando falta en el hogar, produce
la noche y la discordia; cuando viene, trae la luz y la tranquilidad: el niño
le recibe con gritos de júbilo, el viejo con una sonrisa de satisfacción. El
vegetariano que abomina la carne infecta y criminal, le bendice como un
alimento sano y reparador. El millonario que desterró de su mesa el agua pura y
cristalina, no ha podido substituirle ni alejarle. Soberanamente se impone en la
morada de un Rothschild y en el tugurio de un mendigo. En los lejanos tiempos
de la fábula, las reinas cocían el pan y le daban de viático a los peregrinos
hambrientos; hoy le amasan los plebeyos, y como signo de hospitalidad, le
ofrecen en Rusia a los zares que visitan una población. Nicolás II y toda su
progenie de tiranos dicen cómo al ofrecimiento se responde con el látigo, el
sable y la bala.
Si
el periodista blasonara de realizar un trabajo más fecundo, nosotros le
contestaríamos: sin el vientre no funciona la cabeza; hay ojos que no leen, no
hay estómagos que no coman.
II
Cuando
preconizamos la unión o alianza de la inteligencia con el trabajo no
pretendemos que a título de una jerarquía ilusoria, el intelectual se erija en
tutor o lazarillo del obrero. A la idea de que el cerebro ejerce función más
noble que el músculo, debemos el régimen de las castas: desde los grandes
imperios de Oriente, figuran hombres que se arrogan el derecho de pensar, reservando
para las muchedumbres la obligación de creer y trabajar.
Los
intelectuales sirven de luz; pero no deben hacer de lazarillos, sobre todo en
las tremendas crisis socíales donde el brazo ejecuta lo pensado por la cabeza. Verdad,
el soplo ¡de rebeldía que remueve hoy a las multitudes, viene de pensadores o
solitarios. Así vino siempre. La justicia nace de la sabiduría, que el
ignorante no conoce el derecho propio ni el ajeno y cree que en la fuerza se
resume toda la ley del Universo. Animada por esa creencia, la Humanidad suele
tener la resignación del bruto: sufre y calla. Más de repente, resuena el eco de
una gran palabra, y todos los resignados acuden al verbo salvador, como los
insectos van al rayo de sol que penetra en la oscuridad del bosque.
El
mayor inconveniente de los pensadores: figurarse que ellos solos poseen el
acierto y que el mundo ha de caminar por donde ellos quieran y hasta donde ellos
ordenen. Las revoluciones vienen de arriba y se operan desde abajo. Iluminados
por la luz de la superficie, los oprimidos del fondo ven la justicia y se
lanzan a conquistarla, sin detenerse en los medios ni arredrarse con los
resultados. Mientras los moderados y los teóricos se imaginan evoluciones
geométricas o se enredan en menudencias y detalles de forma, la multitud simplifica
las cuestiones, las baja de las alturas nebulosas y las confina en terreno
práctico. Sigue el ejemplo dé Alejandro: no desata el nudo; le corta de un
sablazo.
¿Qué
persigue un revolucionario? Influir en las multitudes, sacudirlas, despertarlas
y arrojarlas a la acción. Pero sucede que el pueblo, sacado una vez de su
reposo, no se contenta con obedecer el movimiento inicial, sino que pone en
juego sus fuerzas latentes, marcha y sigue marchando hasta ir más allá de lo
que pensaron y quisieron sus impulsores. Los que se figuraron mover una masa
inerte, se hallan con un organismo exuberante de vigor y de iniciativas; se ven
con otros cerebros que desean irradiar su luz, con otras voluntades que quieren
imponer su ley. De ahí un fenómeno muy general en la Historia; los hombres que
al iniciarse una revolución parecen audaces y avanzados, pecan de tímidos y
retrógrados en el fragor de la lucha o en las horas del triunfo. Así, Lutero
retrocede acobardado al ver que su doctrina produce el levantamiento de los campesinos
alemanes; así, los revolucionarios franceses se guillotinan unos a otros porque
los unos avanzan y los otros quieren no seguir adelante o retrogradar. Casi todos
los revolucionarios y reformadores se parecen a los niños: tiemblan con la
aparición del ogro que ellos solos evocaron a fuerza de chillidos. Se ha dicho
que la Humanidad, al ponerse en marcha, comienza por degollar a sus
conductores; no comienza por el sacrificio, pero suele acabar con el
ajusticiamiento, pues el amigo se vuelve enemigo, el propulsor se transforma en
remora.
Toda
revolución arribada tiende a convertirse en gobierno de fuerza, todo
revolucionario triunfante degenera en conservador. ¿Qué idea no se degrada en
la aplicación? ¿Qué reformador nò se desprestigia en el poder? Los hombres
(señaladamente los políticos) no dan lo que prometen, ni la realidad de los
hechos corresponde a la ilusión de los desheredados. El descrédito de una revolución
empieza el mismo día de su triunfo, y los deshonradores son sus propios
caudillos.
Dado
una vez el impulso, los verdaderos revolucionarios deberían seguirle en todas
sus evoluciones. Pero modificarse con los acontecimientos, expeler las
convicciones vetustas y asimilarse las nuevas, repugnó siempre al espíritu del
hombre, a su presunción de creerse emisario del porvenir y revelador de la
verdad definitiva. Envejecemos sin sentirlo, nos quedamos atrás sin notarlo,
figurándonos que siempre somos jóvenes y anunciadores de lo nuevo, no
resignándonos a confesar que el venido después de nosotros abarca más horizonte
por haber dado un paso más en la ascensión de la montaña. Casi todos vivimos
girando alrededor de féretros que tomamos por cunas o morimos de gusanos, sin
labrar un capullo ni transformamos en mariposa. Nos parecemos a los marineros
que en medio del Atlántico decían a Colón: "No proseguiremos el viaje
porque nada existe más allá" Sin embargo, más allá estaba la América.
Pero
al hablar de intelectuales y de obreros, nos hemos deslizado a tratar de
revolución. ¿Qué de raro? Discurrimos a la sombra de una bandera que tremola entre
el fuego de las barricadas, nos vemos rodeados por hombres que tarde o temprano
lanzarán el grito de las reivindicaciones sociales, hablamos el l.o de mayo, el
día que ha merecido llamarse pascua de los revolucionarios. La celebración de
esta pascua, no sólo aquí sino en todo el mundo civilizado, nos revela que la
Humanidad cesa de agitarse por cuestiones secundarias y pide cambios radicales.
Nadie espera ya que de un parlamento nazca la felicidad de los desgraciados ni
que de un gobierno llueva el maná para satisfacer el hambre de todos los
vientres. La oficina parlamentaria elabora leyes de excepción y establece
gabelas que gravan más al que posee menos; la máquina gubernamental no funciona
en beneficio de las naciones, sino en provecho de las banderías dominantes.
Reconocida la
insuficiencia de la política para realizar el bien mayor del individuo, las
controversias y luchas sobre formas de gobierno y gobernantes quedan relegadas
a segundo término, mejor dicho, desaparecen. Subsiste la cuestión social, la
magna cuestión que los proletarios resolverán por el único medio eficaz: la
revolución. No esa revolución local que derriba presidentes o zares y convierte
una república en monarquía o una autocracia en gobierno representativo; sino la
revolución mundial, la que borra fronteras, suprime nacionalidades y llama la
Humanidad a la posesión y beneficio de la tierra.
III
Si antes de
concluir fuera necesario resumir en dos palabras todo el jugo de nuestro
pensamiento, si debiéramos elegir una enseña luminosa para guiarnos rectamente
en las sinuosidades de la existencia, nosotros diríamos: Seamos justos. Justos
con la humanidad, justos con el pueblo en que vivimos; justos con la familia que
formamos y justos con nosotros mismos, contribuyendo a que todos nuestros
semejantes cojan y saboreen su parte de felicidad, pero no dejando de perseguir
y disfrutar la nuestra.
La
justicia consiste ien dar a cada hombre lo que legítimamente le corresponde;
démonos, pues, a nosotros mismos la parte que nos toca en los bienes de la Tierra.
El nacer nos impone la obligación de vivir, y esta obligación nos da el derecho
de tomar, no sólo lo necesario, sino lo cómodo y lo agradable. Se compara la
vida del hombre con un viaje en el mar. Si la Tierra es un buque y nosotros somos
pasajeros, hagamos lo posible por viajar en primera clase, teniendo buen aire, buen
camarote y buena comida, en vez de resignarnos a quedar en el fondo de la cala,
donde se respira una atmósfera pestilente, se duerme sobre maderos podridos por
la humedad y se consumen los desperdicios de bocas afortunadas. ¿Abundan las
provisiones?, pues todos a comer según su necesidad. ¿Escasean los víveres? pues
todos a ración, desde el capitán hasta el ínfimo grumete.
La
resignación y el sacrificio innecesariamente practicados, nos volverían
injustos con nosotros mismos. Cierto, por el sacrificio y la abnegación de
almas heroicas, la Humanidad va entrando en el camino de ¡a justicia. Más que
reyes y conquistadores, merecen vivir en la Historia y en el corazón de la
muchedumbre los simples individuos que pospusieron su felicidad a la felicidad de
sus semejantes, los que en la arena muerta del egoísmo derramaron las .aguas
vivas del amor. Si el hombre pudiera convertirse en sobrehumano, lo conseguiría
por el sacrificio. Pero el sacrificio tiene que ser voluntario. No puede
aceptarse que los poseedores digan a los desposeídos: sacrifíquense y ganen el
cielo, en tanto que nosotros nos apoderamos de la Tierra.
Lo
que nos toca, debemos tomarlo porque los monopolizadores difícilmente nos lo
concederán de buena fe y por un arranque espontáneo. Los 4 de agosto encierran más
aparato que realidad: los nobles renuncian a un privilegio, y en seguida
reclaman dos; los sacerdotes se despojan hoy del diezmo, y mañana exigen el diezmo
y las primicias. Como símbolo de la propiedad, los antiguos romanos eligieron
el objeto más significativo: una lanza. Este símbolo ha de interpretarse así: la
posesión de una cosa no se funda en la justicia sino en la fuerza; el poseedor
no discute, hiere; el corazón del propietario encierra dos cualidades del
hierro: dureza y frialdad. Según los conocedores del idioma hebreo, Caín
significa el primer propietario. No extrañemos si un socialista del
siglo XIX, al mirar en Caín el primer detentador del suelo y el primer
fratricida, se valga de esa coincidencia para deducir una pavorosa conclusión: La
propiedad es el asesinato.
Pues
bien: si unos hieren y no razonan, ¿qué harán los otros? Desde que no se niega
a las naciones el derecho de insurrección para derrocar a sus malos gobiernos, debe
concederse a la Humanidad ese mismo derecho para sacudirse de sus inexorables
explotadores. Y la concesión es hoy un credo universal: teóricamente, la
revolución está consumada porque nadie niega las iniquidades
del régimen actual, ni deja de reconocer la necesidad de reformas que mejoren
la condición del proletariado. (¿No hay hasta un socialismo católico?)
Prácticamente, no lo estará sin luchas ni sangre, porque los mismos que
reconocen la legitimidad de las reivindicaciones sociales, no ceden un palmo en
el terreno de sus conveniencias: en la boca llevan palabras de justicia, en el
pecho guardan obras de iniquidad. Sin embargo, muchos no ven o fingen no ver el
movimiento que se opera en el fondo de las modernas sociedades. Nada les dice
la muerte de las creencias, nada el amenguamiento del amor patrio, nada la
solidaridad de los proletarios, sin distinción de razas ni de nacionalidades. Pyen
un clamor lejano, y no distinguen que es el grito de los hambrientos lanzados a
la conquista del pan; sienten la trepidación del suelo, y no comprenden que es
el paso de la revolución en marcha; 'respiran en atmósfera saturada por hedores
de cadáver, y no perciben que ellos y todo el mundo burgués son quienes exhalan
el olor a muerto.
Mañana,
cuando surjan olas de proletarios que se lancen a embestir contra los muros de
la vieja sociedad, los depredadores y los opresores palparán que les llegó la
hora de la batalla decisiva y sin cuartel. Apelarán a sus ejércitos; pero los
soldados contarán en el número de los rebeldes; clamarán al cielo, pero sus
dioses permanecerán mudos y sordos. Entonces huirán a fortificarse en castillos
y palacios, creyendo que de alguna parte habrá de venirles algún auxilio. Al
ver que el auxilio no llega y que el oleaje de cabezas amenazadoras hierve en
los cuatro puntos del horizonte, se mirarán a las caras y sintiendo piedad de
sí mismos (los que nunca la sintieron de nadie) repetirán con espanto: ¡Es
la inundación de los bárbaros! Mas una voz, formada por el estruendo de
innumerables voces, responderá: No somos la inundación de la barbarie; somos
el diluvio de la justicia.
[Texto tomado del libro Anarquía, que en
versión completa es accesible en http://www.cervantesvirtual.com/obra/anarquia.]
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