María T. Ayllón y Rafael Arias C.
El
cine no nos da apenas recursos para abordar la violación desde el punto de
vista social ni de la víctima. Más bien, ha sido lo contrario. Existe un
grandísimo grupo de películas que entrarían dentro del epígrafe «cine de
violación y venganza» [1], pero es la venganza el tema, quedando la violación
como la excusa. Excusa para la venganza de un hombre justo, caso de “Cuerno de
cabra” (Metodi Andonov, 1972) o “Irreversible” (Gaspar Noé, 2000), por citar
unas de las más conocidas por sus espeluznantes escenas de violación.
La
víctima puede ser la que decide tomarse la justicia por su mano, las menos
veces ya que ese no es el rol femenino: “La violencia de sexo” (Meir Zarchi,
1978), “Ángel de venganza (Abel Ferrara, 1981), pasando por Fóllame (Virginie
Despentes, Coralie Trinh Thi, 2000).Hay otro gran grupo de películas donde no
hay venganza, pero prima el punto de vista del violador o del abusador,
enmascarado muchas veces de secuestrador, caso de “El coleccionista” (William
Wyler, 1965), “Frenesí” (Alfred Hitchcock, 1972) o “La naranja mecánica”
(Stanley Kubrick, 1971), o bien son los policías los que llevan la trama, caso
de la reciente “Que Dios nos perdone” (Rodrigo Sorogoyen, 2016), por poner un
ejemplo.
En
otras, la violación está presente, pero es un episodio sin trascendencia
emocional para ninguno de los personajes de la película. Son aquellas donde
sucede una agresión sexual y se pasa página pronto, porque no es para tanto.
Muchas otras películas, que merecen una lectura actualizada, aparecen frases
del estilo «hoy no me apetece», «hoy no quiero», «me duele», dichas por la
mujer, y otras del estilo «si te va a gustar», «si va a ser solo un momentito»,
«¡no me vas a dejar así de caliente!», «solo un poquito», dichas por el varón,
antesala de una violación.
La violación (los violadores y los
animadores) como tema principal
Hasta
ahora, si quisiéramos hacer un debate sobre violación, sin dudarlo, usaríamos
la película “Acusados”, que analiza los diversos aspectos de una violación y su
proceso judicial y social. Treinta y un años han pasado desde que pudo verse y
todavía resuenan algunas de las coletillas de entonces: «ella se lo ha
buscado», «ella los puso cachondos», «es una violación, pero ella es una
calientapollas». Frases de ese estilo se dijeron y nada ayudaron al análisis de
la película ni del crimen. Porque cuando se lanzan semejantes exabruptos, la
masa se queda con eso, y habla de oídas, de generación en generación. “Acusados”
(Jonathan Kaplan, 1988) es una película de obligado visionado para todos, desde
violadores confesos hasta letrados y jueces, sin olvidar a la caverna
mediática. Es la única de las películas citadas que denota una reflexión total
del desarrollo de una violación, las consecuencias para la víctima y el difícil
acceso a la justicia.
Cuenta
la violación de una joven sobre una máquina de pinball de un bar por tres agresores y por un grupo de personas que
animaron el suceso. Magnífica la interpretación de Jodie Foster: es una joven
camarera, cansada de discutir con su pareja –que le pone los cuernos sin tener
un coste social por ello– que sale a pasárselo bien a un bar, donde baila de
forma sexy, conversa amistosamente con un joven que es amable con ella. Y en un
momento dado, la cacería se pone en marcha. Ante su desinhibición, la respuesta
machista es «esta quiere rollo». Y como lo quiere, pasa a ser de todo el que
quiera usarla, porque la joven se convierte en objeto. La violación, narrada al
principio y solo visualizada al final permite poner en duda la versión de ella
(tendencioso resulta ya el cuestiona-rio que se ve obligado a rellenar el
policía con preguntas como: ¿ha bebido?, ¿llevaba ropa sexy?, ¿ha consumido
drogas?), como la desconfianza de su abogada, quien pacta un acuerdo de 5 años
de cárcel (con libertad al año) a los tres violadores sin pasar por juicio,
para así salvar el buen nombre de los muchachos (uno de ellos es un
universitario), buenos chicos, como siempre se arguye.
La
novedad de la película es que en 1988 señala que hay otros culpables
necesarios, que son aquellos que miraron y jalearon y lo permitieron, esperando
presuntamente su turno. Es hacia ellos hacia donde dirige el dardo (es decir,
hacia todos los espectadores como sujetos pasivo-agresivos), al acusar a varios
de ellos de cómplices necesarios para que la violación se produjera. Los
abogados defensores intentan refutar a la víctima porque «se estaba
divirtiendo» y porque solo dijera «NO» cuando la golpeaban y violaban uno, dos
y tres hombres, hasta que pudo escapar, puesto que no quedaba claro que no
quisiera ser follada, después de lo que había bebido, fumado y lo que se había
contoneado.
Hace
31 años “Acusados” fue tildada de exagerada por culpar a quienes vieron y «no
intervinieron». En 2019, por desgracia, parece que estemos otra vez en 1988.
¡Menos mal que las últimas sentencias ven las cosas con mayor claridad!
En
España, allá por 1993, Pedro Almodóvar estrenó “Kika”, en donde la protagonista
sufría una violación muy comentada en su momento. Parece ser, y todavía hoy es
así, que la mujer al ser violada debe de cerrar todo lo que pueda las piernas,
tiene que sentir la gravedad del suceso, pelear con todas sus fuerzas, para que
se admita que ha sido violada. En “Kika”, la protagonista se resiste durante la
violación de tres formas diferentes, empujando y peleando hasta tener un
cuchillo en su cara y la evidente mayor fuerza física de violador, cuando
decide tratar de que acabe cuanto antes y hacer como que goza, y también usa
una estrategia de desarme: le habla en tono de psicoanalista y le invita a
sentarse y hablar. Lo que viene a decir Almodóvar es que en cualquier caso es
violación, tanto si se defiende como si juega al despiste o si simplemente
desea que acabe cuanto antes. El tono, quizá no el más afortunado, pero que sí
iba en consonancia con la sátira sobre el periodismo que es la película, no
ayudó a que pudiera entenderse (o quizá Almodóvar iba un poquito por delante).
Pero se merece verla con calma, y sin prejuicios.
Aparece el terror
Uno
de los síntomas recurrentes en toda agresión sexual es el terror, terror
impotente o paralizante duran-te la agresión, terror como consecuencia en la
cotidianidad, que rompe la misma porque la seguridad en el espacio conocido
desaparece. Antes de la agresión, traspasar una puerta era un acto rutinario,
ahora supone una alarma total que golpea tu corazón contra el pecho y te impide
respirar (agorafobia, ataques de pánico). Necesitas respirar profundamente y
ver qué hay ahí fuera. Y ahí fuera todas las caras te parecen las de aquel día.
Respirar profundamente, mirar hacia los lados, no alejarse de lugares
reconocibles y evitar, si se puede, la noche y espacios no concurridos, es todo
lo más que se ve en la mayoría de las películas.
En
“Elle” (Paul Verhoven, 2016), que se inicia con una brutal agresión, la
protagonista, una ejecutiva de una empresa de elaboración de videojuegos
violentos y eróticos, comienza a sentir demasiado grande su espaciosa casa. Ha
sido violada en ella, y lo será otras dos veces más. Mira las puertas
acristaladas y las ventanas con temblores. Lo que era el espacio seguro y
encantador de su casa, ahora es un espacio de desvalimiento y terror, la
víctima vive temiendo que su verdugo vuelva a entrar.
Igual
sucede en “La extraña que hay en ti”, ha quedado sin sentido su vida –no vive–
transita aletargada con un miedo, del que consigue desprenderse refugiándose en
la certeza de estar ya muerta; muerta en vida que solo podrá descansar cuando
consiga saber quiénes asesinaron a su novio, la agredieron y violaron. Aparece
la venganza dando sentido a su vida, a la vida de esa extraña de la que no sabe
casi nada.
En
“Desgracia” (Steve Jacobs, 2008) uno de los protagonistas es John Malkovich, un
académico blanco de una universidad sudafricana en los años 90 que abusa de su
puesto de profesor para el acoso, extorsión sexual y violación de una joven
estudiante negra –y seguramente no sería la primera–, provocando que uno de los
espacios sociales que más les costó conquistar a las mujeres negras
sudafricanas tras el apartheid sea un espacio indeseable, de desconfianza, de
huida, de pánico a encontrarse con el profesor... con cualquier profesor que
quiera ponerlas en tal situación. Desde ese momento va a acompañada por su
novio a la universidad.
El
miedo continuado, más difícil de imaginar, se produce cuando el violador o
violadores son padres o tutores, incluso cuando es el marido o pareja sin la
esperanza de obtener socorro pues las violaciones se producen dentro de casa,
disfrazadas de afecto familiar. Llegar así a casa se convierte en entrar a la
casa del ogro, al lugar de mayor tensión y sufrimiento, tal como sucede en “No
tengas miedo” (Montxo Armendáriz, 2011), donde se muestra a una mujer joven que
no tuvo infancia ni juventud por ser violada constantemente desde niña por su
padre: «Cómo pensar que la persona que más me ha querido en la vida es quien me
ha destrozado la vida» afirma ella, mientras inventa todo tipo de actividades
para retrasar la hora de llegar a casa. Por mucho que crezca, y la vemos con 25
años, la herida no cicatriza, igual que le pasaba a Tim Robbins en “Mystic
River” (Clint Eastwood, 2003): violado en su infancia, sigue siendo zombie en
su adultez.
Miedo
similar –más sorprendente por no ser visible habitualmente entre hombres– se
produce en la película “Defensa” (John Boorman, 1972): un grupo de cuatro
varones, heterogéneo, pero muy masculinos, se marchan un fin de semana con la
intención aventurera de bajar en canoa el cañón de un río que atraviesa un
bosque, que pronto será inundado por una presa. En medio de dicha aventura, dos
lugareños violan a uno y a punto están de conseguirlo con otro del grupo. Desde
ese instante, el miedo se apodera de ellos, de los cuatro: el cañón se
convierte en una trampa mortal, el río se percibe como mortalmente peligroso,
entre los árboles todo parecen criminales con rifles; torpezas e inseguridad en
sus actos, miradas hacia el vacío, la vegetación, como si debieran temer lo
peor... No hay comentarios sobre lo sucedido, apenas se atreven a expresar sus
temores, pero es evidente que el viaje ha finalizado en el momento de la
violación: se han vuelto violables. El mundo ha dejado de ser seguro y es una
trampa.
Mi cuerpo es mío
Tan
obvio que pareciera y qué poco partido han sacado los cineastas de esta
obviedad. Casi de tapadillo aparece en la filmografía que la persona violada lo
es porque accedieron a su cuerpo, a su vida, a su autonomía sin ningún derecho,
sin permiso y con premeditación y alevosía generalmente. Da igual si la víctima
era joven o mayor, virgen o promiscua, vestía tal o cual ropa, frecuentaba unas
u otras compañías o lugares.
En
casi todas las películas alguien o mucha gente, además de los violadores y sus
cómplices y defensores, intentan poner el foco en la moralidad o prácticas de
la víctima como si alguna de ellas justificara la violación o la anulara. “Acusados”
es la que mejor lo defiende. También “Thelma y Louise” (Ridley Soctt, 1991), y
han pasado 28 años desde su estreno, mantiene una enorme actualidad en sus
propuestas, especialmente en el enorme espacio que recorren física, pero sobre
todo, emocionalmente, dos mujeres, una de las cuales ha sido violada mientras
la segunda, que nos da a entender que ya ha pasado por eso, dispara sin dudar
al violador. Resulta ambivalente el aclamado final, un plano congelado del coche
de las dos mujeres cayendo por el cañón del Colorado, poniendo fin al acoso.
Emociona porque parece ser la única salvación. Pero la pregunta es: ¿es la
muerte la única salvación de las mujeres una vez han sido violadas? «¿Cuántas
veces tienen que violar a esas mujeres?», se pregunta el policía incapaz de
controlar el tropel policial que las acosa.
Interesa
aquí analizar las dos versiones de “Perros de paja”. En la versión dirigida por
Sam Peckinpah en 1971, la protagonista, Susan George, es apocada, subestimada
por su marido, Dustin Hoffman, con una relación de pareja en crisis. Regresan
de Estados Unidos al pueblo de ella, en Gran Bretaña. La versión reciente, de
2011, presenta a una pareja de tú a tú. Ella está autoafirmada, no duda que su
cuerpo es suyo y de nadie más, y lo exhibe o lo oculta cuando quiere, sin
vergüenza alguna, porque es su derecho. La emigración va del norte al sur, de
la urbe a lo rural, en los Estados Unidos, regresando al pueblo de infancia de
ella. Diferentes contextos producen reacciones humanas similares, no iguales, y
dos violaciones, diferentes.
En
la versión de 1971, se discutió mucho si era o no violación, ya que la
protagonista parecía dejar ver por sus gestos que goza. Evidentemente la
lectura es machista. No porque goce deja de ser una violación y las razones por
las que pueda o no gozar se circunscriben al deseo de ella de que finalice la
violación, puesto que reiteradamente ha dicho que no. Se produce una violación
doble, pero no grupal, a diferencia de la versión de 2011. En aquella, entra
primero el ex novio de Susan George y, creyéndose el propietario de ella, la
viola porque le pertenece, no considera que haya algo malo en el acto. Pero sí
piensa que la segunda persona que entra en la habitación, rifle en mano, y
viola a la mujer ante sus ojos, está agrediéndole a él, porque toma algo que es
de su posesión. En cambio la versión de 2011, el ex novio y otro de la pandilla
–apoyados por un grupo de secuaces- entran en la casa con el objeto claro de
violar a la joven, que ha abandonado las costumbres del pueblo y parece
«provocarles» con su autoafirmación y la voluntad de controlar al cien por cien
su cuerpo.
Queda
claro en ambas, a ojos del espectador de 2019, que las dos son brutales
violaciones. Sí resulta curioso que la visceral y violenta reacción de cada uno
de los novios, en las dos versiones, no sea en ninguno de los dos casos porque
ella haya sido violada, ya que este suceso queda semioculto a ojos de los
protagonistas masculinos. ¿Será que, otra vez más, no es tan relevante la
violación?
El otro, el agresor
Cuando
la violación la realiza un individuo caben todo tipo de posibilidades de
personalidad (fobias, crueldad, rencor de clase, ideología, etnia, salud
mental, etc.). En todo caso, el violador tiene desprecio al dolor ajeno e ideas
misóginas. La violación grupal es un crimen de otro calibre, es la expresión
más violenta de la guerra de sexos machista, hay una mayor gravedad, mayor daño
y consecuencias al multiplicarse el terror, el abuso de fuerza y el daño físico
y sobre todo supone crimen organizado, es el acto de una banda criminal.
En
el cine, a lo largo de su historia, aparece una delimitación entre la violación
perpetrada por una única persona, o bien por un grupo. La idea de la soledad
del agresor va asociada con la enfermedad mental del mismo. Suele ser una
persona enferma mentalmente, que quizá ha pasado por una infancia donde ha sido
abusado y actúa casi escondido, a espaldas de todos. Desde los años 70 hay
mayor presencia de películas donde la violación se comete en grupo. Podríamos
situar como primigenia “El manantial de la doncella” (Ingmar Bergman, 1958), y
detrás vendrían “Defensa”, “Perros de paja”, “Cuerno de cabra”, “La naranja
mecánica”, “Acusados”, “Corazones de hierro” (Brian de Palma, 1989) y ya en el
siglo XXI resultan interesantes “Redacted” (Brian de Palma, 2007), “Animales
nocturnos” (Tom Ford, 2016). Todas ellas presentan una necesidad masculina de
desahogo, una pulsión masculina irrefrenable, y desde esa mirada, la mujer
queda cosificada. Deja de ser persona. Pero ¿es persona un ser con instintos
violentos irrefrenables?.
La negación de lo sucedido
Son
diversas las actitudes que pueden tomar –o aparentar- las víctimas. Su
biografía, su formación, su capacidad personal y de carácter, su diferente
ritmo en las fases del proceso de shock postraumático... Sin que pueda negarse
el inmenso daño que infringe la violación. «Que bien ha superado el trauma», dice
asombrado un policía a la víctima en “La extraña que hay en ti”, «No lo he
hecho», responde esa mujer que ya no sabe ni quien es, no duerme en las noches,
no desea ni espera nada y está dispuesta a matar y a matarse. En “Elle” la
ejecutiva que acaba de ser asaltada, golpeada y violada en su casa, se cambia y
acude a trabajar y solo cuenta lo sucedido al día siguiente; es como si pudiera
borrarlo: ¡no me ha pasado! Pero altera su vida y su seguridad. En “Defensa” el
grupo no habla de la violación –como si pudiera desaparecer aquel cuadro
horrendo de humillaciones y terror– mientras aquellos hombres han dejado de ser
los que eran.
En
“Desgracia” y en “Paulina” (Santiago Mitre, 2015), ambas mujeres violadas
acuden a sus quehaceres, a cuidarse sus heridas físicas y renuncian a denunciar
porque hacen una valoración del contexto y deciden que sería peor la denuncia.
Como estamos, viendo razones hay para dárselas. En “Desgracia”, la hija del
académico decide individual y socialmente no presentar denuncia, adoptando
estr-tegias de defensa que socavan sus intereses. Su padre, desde su puesto
universitario, ha abusado de mujeres; su país, Sudáfrica, ha hecho lo mismo
durante décadas con la población negra, sin que pudieran defenderse por ningún
cauce legal. En “Paulina”, la hija de un abogado decide renunciar a la
denuncia, porque asume que el proyecto solidario en el que se ha enfrascado
quedará perjudicado ante la denuncia y el mal uso periodístico que se har de la
misma. Sabe que, en los medios, no se hablará de una violación en un lugar por
unas personas concretas, sino en contra de los marginados por quienes ella
trabaja. Dirán que se utiliza dinero público para un proyecto en el que una de
las impulsoras ha sido violada por sus alumnos. La violación las deja también
atrapadas en su proyecto vital. La única forma de olvidar es negar lo sucedido.
El
fenómeno social de la violación hunde sus raíces en la enorme desigualdad que
se ha llegado a construir como un muro entre hombres y mujeres, pero no se
puede simplificar, es necesario detenerse a reflexionar, con rigor, la multitud
de aristas que nos muestra este horrendo crimen. La prevención del daño tiene
por tanto su base en el trabajo comprometido y prioritario de construir
relaciones de respeto (lo que entraña igualdad, equidad, radicalmente) entre
los seres humanos. ¡Y todo esfuerzo es poco!
Hemos
centrado este artículo en la violación, sus daños y trato en la justicia, en la
violación en grupo, pues parecen proliferar las bandas de violadores. Tocamos
de paso los abusos sexuales a menores, que cinematográficamente han proliferado
últimamente, sobre todo los abusos sexuales dentro de la Iglesia Católica, que
dan para otro artículo de gran interés. Y hemos decidido centrarnos en un
discreto grupo de películas que tratan con más profundidad este grave problema
desde una visión adulta, desprejuiciada y matizada. Las sinopsis de todas estas
películas se encuentran, para facilidad del lector en www.filmaffinity.com.
Creemos,
como en “Acusados”, que si se acabaran las voces que jalean o justifican a
estos criminales, se acabaría o casi con la violación. Y recordamos que en el
centro del problema está –no la sexualidad, en absoluto- la credibilidad a las
mujeres. Es de justicia honrar su palabra, mientras no se demuestre lo
contrario.
[Texto
extraído del artículo “Yo sí te creo... aunque
demasiadas películas no lo hagan”, que en versión original completa es
accesible en la revista Libre Pensamiento
# 99, Madrid, verano 2019. El número completo de la revista es accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2019/10/LP-N%C2%BA-99-web.pdf#new_tab.]
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