Rafael Cid
"Nada de lo que haya acontecido ha de
darse por perdido para la historia"
Walter Benjamin
Entre
«acracia» y «democracia» discurre una larga historia de encuentros y
desencuentros. En realidad, más de desavenencias que de connivencias (y no digamos
ya de confluencias). Aunque ambos términos, nombres femeninos, tiene la misma
raíz, en este caso el hábito no hace a la causa. El sufijo griego «kratia»,
equivalente a fuerza, autoridad o gobierno, compromete a los dos conceptos.
Pero justamente a la inversa. Incorporado al prefijo «a», se traduce «sin
gobierno», y precedido de «demos» significa «el gobierno del pueblo». En ese
contexto sintáctico y epistemológico se ubica la tarea de explorar potenciales
afinidades entre «acracia» y «democracia». Algo que, a priori y desde las categorías
del presentismo dominante, viene ya de fábrica prejuzgado con vehemente
hostilidad. La mala reputación de la voz «democracia», hoy asociada con el
capitalismo en su formato de «neoliberal y/o representativa», inspira un
negacionismo militante para buena parte de la izquierda, ya sea libertaria y/o
autoritaria.
Lo
de «acracia», como su más genérica «anarquía», definida por el geógrafo Eliseo Reclus
como «la más alta expresión del orden», entraña otras opacidades. Se refiere, a
pesar de la abundante polisemia que incorpora, a un sistema de organización de la
sociedad (el «demos» ampliado de la antigüedad clásica) que prescinde del
«gobierno» (del gobierno del Estado, con mayor precisión) para constituirse.
Definición que adquiere perspectiva cognoscente si la enriquecemos en la
comparativa con los otros dos sinónimos de «kratos» que mejor le cuadran:
«autoridad» y «fuerza». Así cotejada, la «acracia» sería un modelo de convivencia
que difumina la fuerza coactiva (otra vez, del aparato del Estado, que como sabemos
desde Max Weber es el artefacto que ostenta la patente de su uso legítimo)y el
principio de autoridad (nicho donde anida la servidumbre voluntaria) para
definir su régimen. Lo que conlleva, desde su haz, a negar la necesidad de un
orden vertical y jerárquico de arriba-abajo (descendente de menos a más), y,
visto desde su envés, la confianza en la capacidad de auto organización
(regulación directa) de las personas para administrarse en común.
Recalcando
lo de «en común», porque un «individuo» aislado (se me permitirá la
redundancia) carece de vínculos, es como un náufrago a la deriva en la
inmensidad de un océano estéril, sin eticidad. Como sostiene el filósofo Emmanuel
Levinas «el ser no existe nunca en singular», una actualización de aquel «zoon
politikón» de Aristóteles, que en Bakunin cristaliza en forma de solidaridad al
enunciar su idea de libertad: «Soy libre solo cuando todos los seres humanos
que me rodean son igualmente libres. La libertad de los demás, lejos de restringir
o de negar mi libertad, es por el contrario su condición necesaria y su
confirmación». Posicionamiento el del gran agitador ruso que pivota en las
antípodas del positivismo jurídico que al modo de Isaiah Berlin discrimina (ojo
a la curiosa semaforización maniquea) entre «libertades positivas» (las
autorizadas desde y por el Poder) y «libertades negativas» (las que nacen de la
propia autonomía de la persona en su interacción social). Lo que en la vida
corriente se asimila con esa especie de reserva del derecho de admisión, sensu contrario, que predica «mi
libertad termina donde comienza la libertad de los demás» y viceversa. Hoy
declamada a la oriunda manera ultra populista «los nuestros, primero».
Hablamos
ciertamente desde la profundidad de los tiempos en que las ideas ensamblaron
palabras y cosas. En nuestro entorno cultural el término «acracia» apareció por
primera vez en el Diccionario de la Lengua Castellana de D. M. Núñez de Taboada,
editado en París en 1825. Por su parte, la voz «democracia» venía de antaño, mostrándose
en letra impresa en el lejano 1607 a través del Tesoro de las Lenguas Francesa
y Española, debido a Cesar Oudin. Como Napoleón ante las pirámides de
Egipto, podemos decir que «muchos siglos les contemplan». Con todo y eso, ambas
propuestas no son unívocas, tanto «acracia» como «democracia» están transidas
por acepciones varias, que aplicadas a la política cotidiana derivan en
tergiversaciones que se despliegan a gusto del consumidor.
Aunque
en puridad anfibología «democracia» parece tener aristas inmarcesibles. El
saber convencional admite como patrón que así denominamos a un sistema político
basado en el «gobierno del pueblo». Incluso, y para mayor abundamiento, este
registro se suele completar añadiendo el correlato que Abraham Lincoln
universalizó en su discurso del 19 de noviembre de 1863 para conmemorar la
batalla de Gettysburg: «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo». Algo que recuerda a otro hecho de guerra, la oración fúnebre de
Tucídides tras la derrota ante los espartanos donde apareció por primera vez la
expresión «democracia». Aquí, pues, la clave, al contrario que en la «acracia»,
estaría en el calificativo «pueblo». ¿Quién compone el «pueblo»? ¿Es una
estadística demográfica? ¿Cuáles son sus atributos? Sin recurrir a demasiados
artificios ni sofisticaciones, parece lógico afirmar que el «pueblo» lo integra
la mayoría de la población (activada o silente). Cuando no el sector de la
población más desfavorecido y pobre, que por esa condición doliente suele ser
la clase más numerosa. En la democracia así rotulada el poder de gestión lo
detentarían los de abajo, el estamento con mayor base de la pirámide social. El
laberinto del minotauro, no obstante, se complejiza aún más cuando se mimetiza en
proyecciones espacio-temporales como «democracia burguesa», «democracias
populares», donde el adjetivo coyuntural de-vora al sustantivo perenne.
Establecido
y desarrollado este pautado, podemos entrever que entre «acracia» y
«democracia» existe más que un aire de familia, por utilizar la conocida
expresión, aunque ciertamente no puede hablarse de parentesco. El
horizontalismo que implica el sesgo abajo-arriba (una casa no se empieza por el
tejado sino por los cimientos), consignado en la «acracia», goza de parangón y
proximidad con el gobierno de la mayoría que singulariza la «democracia», ambos
términos idealmente considerados. Parece coherente, pues, deducir que si en
democracia son los más los que deciden, nadie en particular manda. Justamente
el espíritu que fecunda a la acracia. De ahí que, en un ejercicio que tiene
mucho de experimental y proyectivo, hace tiempo me haya arriesgado a pensar la
«acracia» y la «democracia» como realidades paralelas condenadas a entenderse,
vasos comunicantes malgré lui, porque
en ambas mana idéntico alfaguara. Atando cabos. Razón por la cual considero que
cabría hablar de un hibrido llamado «demo-acracia», al que supondríamos una
democratización de la acracia y una acratización (o anarquización, si mejor se quiere)
de la democracia. Un ayuntamiento dúplex con lo mejor de cada microcosmos. Algo
que podría servir para explorar nuevas posibilidades políticas cara al siglo
XXI, superando las limitaciones de la «acracia» como opción de minorías
escasamente representativas (el clásico sambenito de utópica) y rescatar
valores de la democracia en cuanto a proveedor de participación política, más
allá del anquilosamiento que supone su constante parasitación por los partidos
y la cosificación del voto como valor de cambio.
Y
vayamos del lado de las inclemencias. Lo que aquí y ahora aleja a la «acracia»
de la «democracia» es que la primera se estructura y escalona confederalmente,
bajo el signo de la acción directa y, causa y efecto a la vez de ese
esquematismo en la intermediación, sin protagonismo de liderazgos inhibidores y
jibarizantes de la propia autonomía. Mientras la segunda exige la prótesis de
la representación entendida como delegación e, inherente a esa especie de
cheque en blanco de los más hacia los menos, encarnado en la maximización y
disciplinamiento de un tipo de paternalismo solo consentido en el universo
infantil y en el operativo castrense. El simulacro de elección sobre el panel
de listas cerradas y bloqueadas; el ascendente del partido sobre los
representantes electos; el cortoplacismo gubernamental afecto en primera
instancia a capitalizar rendimientos para el grupo político vencedor; y los
barreras de salida levantadas para dificultar la expulsión de la función representativa
a electos que han sobrevenido corruptos, fraudulentos o venales, son las señas
de identidad del modelo de democracia realmente existente frente al ideal de
democracia de proximidad anatemizado como irrealizable.
La
generalización de las sociedades a escala, propias del desarrollismo
demográfico y la masiva urbanización, se argumenta como razón de ser de esa mediación
política. Y, a la inversa, como atavismo obsolescente, propio de etapas «prepolíticas»,
en el caso de la democracia vis a vis
que se pregona del estereotipo ácrata. Pero es precisamente en esta encrucijada
donde en la actualidad postmoderna refulge una cadena de valores compartidos.
La creciente incapacidad del modelo vigente para atender la demanda de una
sociedad organizada sobre vectores de libertad, igualdad, solidaridad,
prosperidad y respeto de los derechos humanos, un formato que hurta la
experiencia de autogobierno de las personas en favor de la profesionalización
política, está ya en la diana del debate intelectual. Son muchos los sociólogos
y politólogos que alertan sobre el proceso de destrucción de la democracia por
su subordinación al capitalismo neoliberal, hasta el punto de producir
auténticas mutaciones en su ecosistema. El caso de la China, megapotencia a la
vez capitalista y comunista, sería el referente más capcioso. De ahí que estos
expertos y teóricos estén desandando el camino de la heteronomía imperante,
descubriendo un decrecimiento político (que conlleva otro similar económico)
sobre los sillares de la «vieja» democracia directa inserta en la
autorrealización individual y colectiva.
En
ese plantel, cuya exposición rigurosa requeriría otras tribunas, encontramos
opiniones sobre la desescalada de la democracia neoliberal, como la de André
Blais, director del Centro de Investigación en Estudios Electorales en la
universidad canadiense de Montreal («Hay que probar el sorteo, en pequeñas
dosis, para elegir a nuestros representantes», o la de Christian Salmon, autor
de Story tellingy La era del enfrentamiento, un suma y sigue sobre la brecha
abierta entre representantes y representados («Solo podemos contar con la
entropía del propio sistema, con el hecho de que, llegado cierto punto, nos
demos cuenta que resulta imposible comunicarnos»). Pero sobre todo son
especialmente relevantes las aportaciones contenidas endos obras de reciente
publicación: Vida y muerte de la democracia, de John Keane, profesor de
política en Sidney (Australia) y en el Wissenschaftszentrum de Berlín, y Demópolis,
de Josiah Ober, catedrático de Clásicas, Teoría Política y Filosofía en
Stanford (EE.UU.). A los efectos de nuestra exploración demo-acrática, del
voluminoso trabajo donde Keane desarrolla el concepto de «democracia
monitorizada» reseñamos lo que define como «regla número: tratar el re-cuerdo
de las cosas pasadas de la democracia de manera tan vital como sus presentes y
futuras» (pág. 850). De Ober su énfasis en repensar la teoría y la práctica de
la democracia existente antes del liberalismo, cuando primaba el autogobierno
colectivo, porque «[...] en la medida en que una sociedad democrática reduce la
presión de la jerarquía del estatus y del control relacionada con la
autocracia, se convierte, en general, en un elemento favorecedor para el bienestar
humano» (pág.139).
La
fructífera trabazón pasado-presente que consignan estos dos investigadores tiene
también su huella en los anales del pensamiento anarquista. Desde un Pierre Josep
Proudhon, el «padre» de la idea ácrata, que anunciando el contenido de su libro
La capacidad política de la clase obrera, escrito en 1864, sentenció:
«No encontrarán en él más que una sola idea: la Idea de la nueva democracia»,
hasta lo expresado más de un siglo después por un libertario no menos
talentoso, el italiano Amedeo Bertolo, al identificar la anarquía como «una
forma extrema de democracia».
Acracia
y democracia: eppur si muove.
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 340, Madrid, diciembre 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20340%20diciembre_0.pdf.]
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