Nicole M. Aschoff
El automóvil fue en muchos aspectos la mercancía emblemática del siglo xx. Su importancia deriva no del ingenio tecnológico o de la sofisticación de la cadena de montaje sino de la capacidad de reflejar y moldear la sociedad. Nuestras formas de producir, consumir, utilizar y normalizar los automóviles eran una ventana sobre el capitalismo de aquella centuria, un atisbo del entrelazamiento y la tensión entre lo social, lo político y lo económico.
En una era caracterizada por la financiarización y la globalización, en la cual la “información” es oro, la idea que una mercancía defina una época puede sorprender. Sin embargo, las mercancías no son menos importantes hoy y nuestras relaciones con ellas siguen siendo primordiales para comprender la sociedad. Si el automóvil es fundamental para comprender el siglo pasado, el teléfono inteligente (en adelante smartphone) es la mercancía que define nuestra época.
El automóvil fue en muchos aspectos la mercancía emblemática del siglo xx. Su importancia deriva no del ingenio tecnológico o de la sofisticación de la cadena de montaje sino de la capacidad de reflejar y moldear la sociedad. Nuestras formas de producir, consumir, utilizar y normalizar los automóviles eran una ventana sobre el capitalismo de aquella centuria, un atisbo del entrelazamiento y la tensión entre lo social, lo político y lo económico.
En una era caracterizada por la financiarización y la globalización, en la cual la “información” es oro, la idea que una mercancía defina una época puede sorprender. Sin embargo, las mercancías no son menos importantes hoy y nuestras relaciones con ellas siguen siendo primordiales para comprender la sociedad. Si el automóvil es fundamental para comprender el siglo pasado, el teléfono inteligente (en adelante smartphone) es la mercancía que define nuestra época.
La gente pasa demasiado tiempo en sus teléfonos. Los revisan constantemente a lo largo del día y los mantienen cerca del cuerpo. Duermen con ellos, los llevan al baño y los miran mientras caminan, comen, estudian, trabajan, esperan y conducen. De los jóvenes adultos, el 20 por ciento admite que lo consulta incluso durante sus relaciones sexuales.
¿Qué significa que las personas tengan un teléfono en las manos o los bolsillos donde vayan? Para dar sentido a nuestra supuesta adicción colectiva al teléfono, sigamos el consejo de Harry Braverman y examinemos la “máquina, por un lado, las relaciones sociales, por el otro, y la manera en que se unen en la sociedad”.
Máquinas portátiles
Informantes de Apple se refieren a la ciudad de ensamblaje de Foxconn en Shenzhen como Mordor –el infierno de la Tierra Media de J. R. R. Tolkien–. Como trágicamente develó una ola de suicidios en 2010, el apodo dramatiza apenas las condiciones de las fábricas en que jóvenes trabajadores chinos ensamblan iPhones.[1] La cadena de suministro de Apple enlaza colonias de ingenieros de software con cientos de proveedores de componentes en Norteamérica, Europa y Asia Oriental: Gorilla Glass de Kentucky, coprocesadores de movimiento de los Países Bajos, chips de cámara de Taiwán, y módulos transmisores de Costa Rica canalizados en decenas de plantas de ensamblaje en China.
Las tendencias simultáneamente creativas y destructivas del capitalismo impulsan cambios constantes en las redes de producción global y, en éstas, nuevas estructuras del poder empresarial y estatal. En los viejos tiempos, las cadenas de suministro impulsadas por el productor, ejemplificadas por industrias como la automotriz y la del acero, eran dominantes. Personajes como Lee Iacocca y Bill Allen decidían qué hacer, dónde hacerlo, y en cuánto venderlo.[2]
Pero a medida que las contradicciones económicas y políticas del auge de posguerra se intensificaron en las décadas de 1960 y 1970, una cantidad creciente de países del hemisferio sur adoptaron estrategias de exportación para lograr sus metas de desarrollo. Surgió un nuevo tipo de cadena de suministro (en particular en ciertas industrias ligeras, como las de ropa, juguetes y electrónica) donde los «minoristas» llevan las riendas a expensas de los fabricantes. En estos modelos, dirigidos por el comprador, empresas como Nike, Liz Claiborne y los productos de diseño de Walmart imponen precios a los fabricantes y ganan a menudo más en la cadena de producción que con sus marcas comerciales.
Poder y gobierno se localizan en varios puntos de la cadena de smartphones. De manera simultánea, la producción y el diseño se hallan hondamente integrados a una escala mundial. Sin embargo, las nuevas configuraciones de poder tienden a reforzar las jerarquías de riqueza existentes: los países pobres y de ingresos medios intentan con desesperación entrar en los nódulos más lucrativos desarrollando infraestructuras y ofertas comerciales; las oportunidades innovadoras son escasas y distantes entre sí; el carácter global de la producción dificulta al extremo la lucha de los trabajadores para mejorar sus condiciones y salarios.
Los mineros de coltán congoleses están separados de los ejecutivos de Nokia por más que un océano: se hallan divididos por la historia y la política, por la relación de su país con las finanzas, así como por décadas de barreras de desarrollo que con frecuencia remontan hasta el colonialismo.
La cadena de valor de smartphones es un mapa útil para la explotación global, la política comercial, el desarrollo desigual y la destreza logística. Pero el verdadero significado del producto está en otra parte. Y para descubrir los cambios más sutiles introducidos e ilustrados por el smartphone en la acumulación, debemos abandonar el proceso de creación de celulares con máquinas para identificar el uso del teléfono mismo como máquina.
Considerar máquina el teléfono es en algunos aspectos algo intuitivo. De hecho, la palabra china para el teléfono móvil es shouji, o “máquina de mano”. Las personas utilizan a menudo sus máquinas de mano como cualquier otra herramienta, en particular en el centro laboral. Las exigencias neoliberales para disponer de trabajadores flexibles, móviles y conectados los hacen esenciales.
Los smartphones extienden el lugar de trabajo en el espacio y el tiempo. Los correos electrónicos pueden ser respondidos en el desayuno y revisados en el tren camino a casa, o las reuniones del día siguiente confirmadas antes de apagar las luces. Internet se convierte en el lugar de trabajo; y la oficina, sólo en un punto dentro del vasto mapa de posibles áreas laborales.
La dilatación de la jornada laboral merced a los smartphones se ha vuelto tan imperiosa y perniciosa que las organizaciones laborales responden. En Francia, los sindicatos y las empresas de tecnología firmaron un acuerdo en abril de 2014 que reconoce el “derecho a desconectarse” tras finalizar la jornada a los 250 mil trabajadores del sector. Alemania considera una legislación que prohíba correos electrónicos y llamadas telefónicas luego del trabajo. La ministra alemana del ramo, Andrea Nahles, explicó a un periódico que hay “una conexión indiscutible entre la disponibilidad permanente y los desórdenes psicológicos”.
Por otra parte, los smartphones han facilitado la creación de formas de trabajo y de ingresar en los mercados laborales. Empresas como TaskRabbit y Postmates, por ejemplo, han construido modelos de negocio para abastecer el “mercado de pequeños empleos” mediante la “fuerza de trabajo distribuida” por smartphone.
TaskRabbit conecta a quienes optarían por evitar la molestia de desempeñar sus tareas con gente exasperada por pequeños trabajos mal remunerados. Los que desean efectuar quehaceres –como el lavado de ropa o la limpieza luego de la fiesta de cumpleaños del hijo– se conectan con taskers[3] mediante la aplicación móvil de TaskRabbit. Se espera que los taskers monitoreen continuamente sus teléfonos al acecho de posibles empleos; la demora en la respuesta determina quién lo tomará. Los consumidores pueden ordenar o cancelar un trabajador sobre la marcha; y tras completar con éxito la labor, el tasker puede ser pagado directamente a través de su teléfono.
Postmates –el favorito de la gig economy– es una nueva estrella en ascenso en el mundo de los negocios, sobre todo después que Spark Capital ganara 16 millones de dólares a inicios de 2015. Persigue a sus “mensajeros” en ciudades como Boston, San Francisco y Nueva York mediante una aplicación móvil en sus iPhones, mientras se apuran en la entrega de tacos artesanales y cafe lattes de vainilla sin azúcar a hogares y oficinas. La aplicación informa y envía el nuevo encargo al mensajero más cercano, quien debe responder inmediatamente y completar la tarea en una hora para recibir el pago.
Los mensajeros que no son empleados ni reconocidos por Postmates son menos entusiastas que Spark Capital. Reciben 3.75 dólares por entrega, más propina, y no están protegidos por las leyes sobre el salario mínimo, pues se les clasifica como contratistas independientes.
De ese modo, nuestras máquinas de mano encajan perfectamente en el mundo moderno del empleo. El smartphone facilita los modelos de empleo basados en la “fuerza laboral contingente” (contingent worforce), así como en la autoexplotación: vincular a los trabajadores y a los capitalistas sin los costos fijos y la inversión emocional propios de las relaciones de trabajo más tradicionales.
Sin embargo, los smartphones son mucho más que una herramienta de tecnología para el trabajo asalariado. Se han convertido en parte consustancial de nuestra identidad. Cuando utilizamos nuestros teléfonos para mensajear a amigos y a enamorados, publicar comentarios en Facebook o navegar en Twitter, no trabajamos. Estamos relajándonos, divirtiéndonos, creando. Sin embargo, a través de estos pequeños actos terminamos generando algo único y valioso, una mercancía sui géneris: nuestros seres digitales.
Venderse a si mismx
Erving Goffman, el influyente sociólogo estadounidense, se interesó en el “ser uno mismo” (self) y en cómo los individuos producen y presentan su self a través de la interacción social. Admitía su carácter un tanto shakesperiano: para el autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana, “el mundo entero es un teatro (o escenario)”. Sostuvo que las interacciones sociales pueden considerarse actuaciones y que el proceder de las personas varían con su audiencia.
Realizamos esas actuaciones “en el escenario” para la audiencia –conocidos, compañeros de trabajo, familiares, críticos– que deseamos impresionar. Las representaciones confieren la apariencia de que nuestros actos “mantienen y representan ciertos estándares”. Convencen a la audiencia de que somos quienes decimos: personas inteligentes, morales y responsables.
Pero las actuaciones escénicas pueden ser inestables o frecuentemente perturbadas por errores: la gente se pone el pie en la boca, malinterpreta las señales sociales, tiene un trozo de espinaca atorado en el diente, o se le descubre en una mentira. Goffman estaba fascinado por lo duro que trabajamos para perfeccionar y mantener nuestras actuaciones en el escenario y con cuánta frecuencia fracasábamos.
Los smartphones constituyen un regalo celestial para encarar esas dimensiones dramáticas de la vida. Nos permiten administrar las impresiones provocadas en los demás con un nivel de precisión rayano en la locura. En lugar de hablar con el otro, podemos enviar mensajes de texto, planificar ocurrencias y estrategias de evasión de antemano. Podemos ostentar nuestro gusto impecable en Pinterest, nuestras habilidades en CafeMom y nuestro talento de artiste en herbe en Instagram; todo ello en tiempo real.
New York Magazine publicó un artículo sobre las cuatro personas más deseables en esa ciudad según OkCupid.[4] Estos individuos elaboran perfiles de citas tan atractivos que son objeto de peticiones y solicitudes constantes. Sus teléfonos tintinean continuamente con mensajes de enamorados potenciales. Tom, uno de los cuatro elegidos, efectúa pequeños cambios periódicos en su perfil: sube nuevas fotografías y reformula su descripción. Utiliza incluso el servicio de optimización de perfil de OkCupid: MyBestFace.
Tom supone que todo ese esfuerzo es necesario en nuestra actual “cultura de likes”. Considera su perfil de OkCupid “una extensión de sí mismo”. Y se refiere a su perfil en tercera persona: “Quiero que se vea bien y limpio; así que le hago practicar abdominales y esas cosas”.
El asombroso alcance de los medios de comunicación social y su rápida adopción por las personas para producirse e interpretarse fomentan el surgimiento de nuevos rituales tecnológicamente mediatizados. En adelante, los smartphones son fundamentales para la “generar, conservar, reparar, renovar y, también… refutar las relaciones y resistirse a ellas”.
Los mensajes de texto desempeñan –con sus complejas reglas no escritas– un papel regente en la dinámica de las relaciones de la mayoría de los adultos jóvenes. Resulta innecesario ser un nostálgico fanático para conceder que los nuevos rituales tecnológicamente mediatizados desplazan o al menos, modifican las antiguas convenciones.
Conservar digitalmente, generar y discutir de relaciones a través de los smartphones difiere del uso de los teléfonos para completar tareas asociadas al trabajo asalariado. Nadie cobra por su perfil Tinder o por subir en Snapchat fotos de sus aventuras de fin de semana. No obstante, los seres digitales y rituales que producen se hallan sin duda en venta. Cuando una persona utiliza su smartphone para conectarse con otra o una comunidad digital imaginaria, resulta cada vez más posible que el producto de sus acciones amorosas sea vendido como una mercancía, aun cuando no fuese su intención.
Empresas como Facebook son precursoras en el cercamiento (enclosures) y la venta de seres digitales. Aquélla contaba con 945 millones de usuarios que ingresaron en el sitio a través de sus teléfonos inteligentes en 2013. De los ingresos en el mismo año, 89 por ciento provenía de la publicidad (la mitad de la publicidad móvil). Toda su arquitectura está diseñada para orientar la producción móvil de cada individuo-usuario a través de una plataforma que convierte sus seres digitales en mercancías vendibles.
He aquí la razón por la cual Facebook instituyó su política de “nombres reales”: “fingir ser cualquiera o nadie no está permitido”. Esa red necesita que los usuarios usen los nombres legales para adecuar seres reales y seres digitales, pues los datos producidos por –y conectados a– un ser humano real son más rentables.
Los usuarios del sitio de citas OkCupid acuerdan un intercambio similar: “datos para una cita”. Terceras empresas se sientan en el fondo de la página para observar las fotografías de los usuarios, sus puntos de vista políticos y religiosos y hasta las novelas de David Foster Wallace que dicen amar. Posteriormente, los datos son vendidos a los publicistas que idean anuncios personalizados.
El grupo de personas que tiene acceso a los datos de OkCupid resulta notablemente grande. OkCupid es, con compañías como Match y Tinder, propiedad de iac/InterActiveCorp, la sexta mayor red en línea del mundo. Elaborar un self en OkCupid puede llevar al amor, o no, pero produce sin duda ganancias para las corporaciones.
La toma de conciencia de que nuestros seres digitales son mercancías se extiende. Profesora en The New School, Laurel Ptak publicó recientemente el manifiesto Los salarios de Facebook. Asimismo, en marzo de 2014 Paul Budnitz y Todd Berger crearon Ello, una alternativa popular a Facebook.
Proclama: “Creemos que una red social puede ser una herramienta para el empoderamiento. No es una herramienta para engañar, obligar y manipular sino un lugar para conectarse, crear y celebrar la vida. Usted no es un producto”. Ello promete no vender sus datos a publicistas, al menos por ahora. Se reserva el derecho de hacerlo en el futuro.
Sin embargo, las discusiones sobre el tráfico de seres digitales en el mercado gris (gray market) de las empresas de datos y de los gigantes de la Silicon Valley no incluyen por lo general consideraciones respecto a las condiciones de explotación cada vez más pavorosas o el floreciente mercado para trabajos precarios y degradantes. Y lejos de constituir fenómenos separados, están estrechamente vinculados. Son piezas del rompecabezas del capitalismo moderno.
Mercantilización
El capital debe reproducirse y generar nuevas fuentes de ganancias a lo largo y ancho del tiempo y el espacio. Debe crear y reforzar constantemente la separación entre los trabajadores asalariados y los propietarios de los medios de producción, aumentar el plusvalor extraído de los trabajadores y colonizar nuevas esferas de la vida social para convertirlas en mercancías. El sistema y las relaciones que lo componen están en movimiento constante.
La expansión y reproducción cotidiana del capital y la colonización de nuevas esferas de la vida social no siempre son evidentes. En cuanto dispositivo que facilita y apuntala nuevos modelos de acumulación, la reflexión sobre el smartphone permite armar el rompecabezas.
La evolución del trabajo durante las últimas tres décadas ha sido dominado por una serie de tendencias: el alargamiento de la jornada y semana laborales, la disminución de los salarios reales, el decremento o la eliminación de las protecciones no salariales del mercado (como las pensiones fijas o las normas de seguridad y de la salud), la proliferación del empleo a tiempo parcial y el declive de los sindicatos.
Al mismo tiempo, cambian las normas que rigen la organización del trabajo. En particular, proliferan nuevas formas de labor temporal como los empleos-proyectos (project-oriented employment). Ya no se espera a que los empleadores ofrezcan una seguridad laboral o que regulen las horas de trabajo; por su parte, los empleados ya no cultivan ese tipo de expectativas.
Pero la degradación del empleo no es un parámetro objetivo. El aumento de la explotación y de la miseria son tendencias y no productos ineluctables de las leyes del capitalismo. Resultan de las batallas perdidas por los trabajadores y ganadas por los capitalistas.
El uso generalizado de smartphones para prolongar la jornada laboral y ampliar el mercado de empleos deplorables, de mierda (shits jobs), resulta de la debilidad de los trabajadores y de los movimientos de la clase a que pertenecen. La compulsión y disposición de un creciente número de trabajadores a interactuar con sus empleadores a través de sus teléfonos normaliza y justifica el uso de smartphones como herramienta de explotación. Opera como acicate de una constante disponibilidad convertida en requisito para obtener un salario.
El aumento constante de las tasas de ganancias de las grandes corporaciones desde finales de la década de 1980 hasta la Gran Recesión no sólo resulta del retroceso de la conquistas del movimiento obrero como resultado de la acción del capital (y del Estado). Se ha ensanchado y profundizado el alcance de los mercados globales, así como el ritmo de desarrollo de nuevas mercancías.
La reproducción y expansión del capital dependen del desarrollo de estas nuevas mercancías, muchas de las cuales emergen del acoso incesante del capital por cercar nuevas esferas de la vida social. O como resumió el economista político Massimo de Angelis: “Pongan [estas esferas] a trabajar para las prioridades e impulsos del [capital]”.
El smartphone es crucial en este proceso. Proporciona un artefacto físico que permite el acceso constante a nuestros seres digitales y abre una frontera aún desconocida para la mercantilización.
Los individuos no cobran salario alguno por crear y conservar seres digitales. Su paga consiste en la satisfacción que procura participar en rituales y ejercer cierto control sobre sus interacciones sociales. Ganan en la sensación de flotar en la gran conectividad virtual, aun cuando sus máquinas de mano median los lazos sociales, ayudando a la gente a imaginarse como colectivos mientras se mantienen separados como entidades productivas distintas. El carácter voluntario de estos nuevos rituales no los vuelve menos importantes o rentables para el capital.
Braverman decía que “el capitalista encuentra en [el] carácter infinitamente maleable del trabajo humano el recurso esencial para la expansión de su capital”. Los últimos 30 años de innovación demuestran la verdad de esta afirmación. El teléfono se ha convertido en uno de los principales mecanismos para activar, obtener y canalizar la maleabilidad del trabajo humano.
Los smartphones aseguran que producimos más y a lo largo de nuestra vida despierta. Borran los límites entre el trabajo y el ocio. De ahora en adelante, los empleadores disponen de un acceso prácticamente ilimitado a su plantilla de personal. De tal suerte, la disponibilidad permanente y el alistamiento del trabajador sirven de palanca de chantaje para mantener altos niveles de precariedad y salarios cada vez más bajos. Al mismo tiempo, esos dispositivos proporcionan a la gente un acceso móvil y constante a los bienes comunes digitales y a su filosofía transparente de conectividad, pero sólo a cambio de su ser digital.
Diluyen, los smartphones, la línea entre la producción y el consumo, entre lo social y lo económico, entre lo precapitalista y lo capitalista. El uso del teléfono, sea por trabajo o placer, se plasma cada vez más en un mismo resultado: beneficios para los capitalistas.
¿Es el smartphone el anunciante del momento debordiano[5] o “colonización [completa] de la vida social” por la mercancía? ¿En qué medida nuestra relación con las mercancías ya no es lo único que salta a la vista sino, más bien, “las mercancías son ahora lo único visible?”
Lo siguiente puede parecer un poco duro. El acceso a las redes sociales y la conectividad digital a través de smartphones ocultan sin duda elementos liberadores. Esos aparatos pueden ayudar a luchar contra la anomia, a promover cierto sentido de conciencia ambiental y, al mismo tiempo, facilitar la generación y conservación de relaciones reales entre las personas.
Una conexión compartida a través de seres digitales puede asimismo alimentar la resistencia a la jerarquía de poder existente, cuyos mecanismos internos aíslan y silencian a los individuos. Es imposible imaginar las protestas desencadenadas en Ferguson contra la brutalidad policial [estadounidense] sin smartphones y redes sociales. Y, por último, el grueso de la gente no está obligado aún a utilizar smartphones en su trabajo ni a producir sus personas a través de la tecnología. La mayoría podría lanzar sus teléfonos al mar mañana si lo desease.
Pero no lo harán. Las personas aman sus máquinas de mano. La comunicación con smartphones se está convirtiendo en una norma aceptada a medida que una cantidad creciente de rituales son tecnológicamente mediatizados. La conexión constante a las redes sociales y a la información que llamamos “ciberespacio” se vuelve indispensable a la identidad. El porqué de este acontecimiento es objeto de especulaciones laberínticas.
¿Es simplemente otra manera de “evitar el vacío, la falta de sentido de la existencia”, como sugiere el experto en medios de comunicación y tecnología Ken Hillis? ¿O nuestra capacidad para manipular nuestros avatares digitales proporciona una solución para nuestro profundo sentimiento de impotencia ante la injusticia y el odio, según expuso recientemente la novelista y profesora Roxane Gay? ¿O todos nos estaremos convirtiendo en cyborgs –pregunta Amber Case, un gurú de la tecnología–?
Probablemente no, aunque la respuesta depende de cómo se defina al cyborg. Si éste es un ser humano que utiliza una pieza de tecnología o una máquina para restaurar las funciones perdidas o mejorar sus capacidades y conocimientos, entonces la gente ha sido cyborgs por mucho tiempo, y el uso de un smartphone no difiere del de una prótesis de brazo, de conducir un coche o de trabajar en una línea de montaje.
Si definimos una sociedad cyborg como una donde las relaciones humanas están mediadas y moldeadas por la tecnología, entonces nuestra sociedad cumple el criterio, nuestros móviles juegan un papel protagonista. Pero nuestras relaciones y rituales durante mucho tiempo han sido mediados por la tecnología. El auge de centros urbanos masivos –focos de conectividad e de innovación– habría sido imposible sin los ferrocarriles y los automóviles.
Máquinas, tecnología, redes e información no dirigen ni organizan a la sociedad. La gente lo hace. Creamos y utilizamos de acuerdo con la malla existente de relaciones sociales, económicas y políticas y del equilibrio de poder.
El smartphone –la forma en que moldea y refleja las relaciones sociales– no es más metafísico que las Ford Ranger salidas de la línea de montaje en Edison (Nueva Jersey). Es a la vez una máquina y una mercancía. Su producción es un mapa de poder global, de logística y explotación. Su utilización le imprime su forma y refleja la confrontación perpetua entre las tendencias totalitarias del capital y la resistencia del resto de nosotros.
Actualmente, la necesidad de los capitalistas de explotar y mercantilizar es apremiada por las formas en que se producen y consumen los smartphones. Pero las ganancias del capital no resultan seguras ni inatacables. Se deben renovar y defender a cada paso. Tenemos poder para impugnar y negar las ganancias del capital, y deberíamos. Tal vez nuestros teléfonos serán útiles a lo largo de ese camino.
Notas:
[1] Longhua, apodada “iPhone City”, es una urbe de la subprovincia china de Shenzhen. Aloja el mayor parque industrial de Foxconn, uno de los líderes mundiales en la fabricación de productos electrónicos.
[2] Lido Anthony “Lee” Iacocca fue un ejecutivo comercial y, luego, alto directivo de Ford Motor Company entre 1946 y 1978. Se le atribuye el lanzamiento del modelo Mustang en 1964. William McPherson “Bill” Allen fue el máximo patrón de la industria aeronáutica estadounidense. Entre otros cargos, se desempeñó como presidente de Boeing Company entre 1945 y 1968.
[3] Neologismo que hay que entender en el doble sentido de candidato a una tarea (task) determinada y de usuario de la aplicación TaskRabbit (del lado de la oferta de trabajo, o demanda de empleo).
[4] http://goo.gl/IM47hu
[5] En el sentido de Guy Debord.
[Tomado de https://www.briega.org/es/opinion/sociedad-smartphone.]
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