Rafael Cid
“Hay que ir de la vida a la idea”
Bakunin
Hace ahora cuarenta años la revista Historia Libertaria (HL)
publicaba un artículo del mismo
título que nuestra cabecera.
Cuatro décadas por medio
durante la que ha sido la
última apuesta revolucionaria, la
más invocada por proyectarse desde
el ideal socialista, consumió su
periplo por inanición. La caída
del Muro de Berlín en 1989 y el
colapso de la URSS en 1991 han confirmado
lo que en el plano de la
teoría se exponía en ese intempestivo y amateur trabajo. Que el pathos
del estallido revolucionario, por totalitario y despótico, entraña una concepción místico-teológica de la política transformadora sin
referente en la vida real de
las personas.
Proudhon
pretendía que la revelación precede a la revolución, pero lo cierto es que revolución y revelación representan formas alternativas
y asimétricas del pensamiento mágico. El golpe de gracia de una vanguardia que cambia la base de la sociedad y posibilita el advenimiento del reino de la libertad, la
justicia y la fraternidad, así en
la tierra como en el cielo. Porque al “acontecimiento” revolución sigue de
manera inapelable una
estructura jerárquica, vertical
y burocrática. Quizás por eso Max
Stirner veía más entidad emancipadora
en la rebelión que en la
revolución. La revolución, dice
en El único y su propiedad,lleva a otro Estado, mientras que la rebelión lleva a «instituirnos a
nosotros mismos y no poner en
las instituciones grandes esperanzas».
Menos tomar Bastillas y más cambiar la vida, como deseaba el poeta
maldito Arthur Rimbaud.
El
impulso revolucionario, en su gen
totalitario, establece una dialéctica irreconciliable amigo-enemigo como activo
político, según tesis sugerida
por el ideólogo del nacionalsocialismo
Carl Schmitt, que exige el
exterminio del contrario-adversario para la propia afirmación. Como han
demostrado las desastrosas
experiencias históricas del
nazismo, el estalinismo y el maoísmo
durante el siglo XX, estas dos
últimas como formas pervertidas y criminales de la lucha de clases. Y eso, a su
vez, implica la destrucción de
cualquier hálito democrático por leve que sea.
A
continuación se transcribe “El mito moderno de la revolución” firmado por quien suscribe esta breve introducción.
«No
soy revolucionario porque soy
agnóstico. La Revolución es la
religión del hombre moderno.
Como
adiós, a la revolución al
otorgamos atributos excelsos e inefables vedados al ser humano: bondad absoluta, infalibilidad,
y ser principio y fin de todas
las cosas.
Como
la Religión, la revolución también
tiene su Anunciación, su Profeta,
su Dogma, sus Misterios, su
Liturgia, su Iglesias, sus Concilios, su Vaticano, su Mística, sus Órdenes, sus Herejes, sus Fieles, sus Creyentes y hasta su Guerra Santa, donde todo está permitido por el bien de la causa.
La
Revolución es, pues, la salvación y la vida, y como en la Teología tradicional
esta escatología crea a su vez
un principado antípoda absolutamente indispensable para afirmar su santidad urbi
et orbe: el genio del bien (Dios)=revolución
propiamente dicha (en realidad
la llamada revolución de izquierdas)
y el señor de la tinieblas (Lucifer)=contrarrevolución (en realidad revolución de derechas).
Asimismo, cada una de estas
dos realidades extremas en el
camino de la verdadera liberación, habitan en dominios que elocuentemente les ejemplariza y sirve igualmente de fértil promesa: el
reino del Todo (Paraíso) y el
de la Nada (Infierno), homologables en el espacio político al Capitalismo y al Comunismo. No obstante, entre ambas opciones existen otras alternativas temporales: tránsitos
(Purgatorio=Socialismo) y etapa de inocencia
(Limbo=Prehistoria según la teoría marxista), en la que los hombres, sin haber
alcanzado la gracia, tienen
futuro ante sí porque aún no han tomado conciencia de su alienación; la sombra
del pecado no ha mancillado a
las criaturas. También se dan
periodos en que reina el mal, en una
permuta de escarmiento para los
hombres, y un hedor de opresión
y de muerte asola la tierra. Pero
estos momentos solo son signos,
por exclusión, de lo que ha de
venir. Tras las etapas de expiación,
se vuelve con redoblado convencimiento al recto camino.
Pero
para que la religión impere soberanamente
tiene que ponerse en el centro
mismo de la existencia, impregnándola, en una palabra, ser la medida oficial de
todas las cosas habidas y por
haber. Es lo innombrable, el
paso a lo sobrenatural, a la fe: de un costillar se aventa un ideal, y no solamente se le instituye como par de todas las cosas —existentes— sino también de las que pudieran venir —posibles—, con
lo que queda admitida la imposibilidad
del más allá hasta entonces
pregonado por la escolástica al uso. Quiere esto decir que por más recalcitrante Teología de la Liberación que aparezca en los epígonos, con acendrado altruismo
animando el presupuesto religioso, nunca se
entregará hasta el límite de desmentirse ante los propios hechos contantes y sonantes, solo los explicará
acomodándose a ellos, deviniendo en última instancia en Totalitarismo, sin ética ni conciencia.
Este
iluminismo del movimiento reflejo universal que le acredita —serla medida de todas las cosas— produce
inevitablemente el aniquilamiento, la manumisión, de sus contrincantes. No son por sí mismos, sino
contra él. Y no tiene más identidad
ni personalidad que la que por
reacción les devuelve el Ente
Soberano. Así se instala un mundo
dual: derecha e izquierda; blanco y negro; religión y hastío; revolución y reacción, en donde solo una de las dos mitades tiene
vida propia, sentido, fines y
medios. Afuera, enfrente, nada.
La contra es, cuanto más, zurda.
Vemos,
por tanto, que la función crea necesariamente el órgano y lo deseado se toma por realidad. La quimera se ha instalado no ya
en el pensamiento de los
hombres sino en su voluntad ensoberbecida, y un término —Dios=Revolución— nos da la satisfacción suficiente para seguir viviendo y no tener que ser diariamente y para siempre verdaderamente dioses y revolucionarios, o
lo que estas expresiones deberían significar en el quehacer humano.
Hoy
la revolución es el opio de los
pueblos».
Texto
aparecido en Historia
Libertaria, número 5,
correspondiente a Mayo-Junio de 1979.
Actualmente ni siquiera el limbo
existe para los últimos creyentes.
Como la teodicea de la Revolución de las autodenominadas “democracias populares” (vulgo socialismo científico), se ha convertido en
una hipótesis sacramental que no necesita
demostración. Porque infieles y
herejes solo pueden redimirse mediante
la práctica de una “confesión”
(Arthur London) que se presenta
como autocrítica. El advenimiento, pues, del
comunismo después de muerto, en
la órbita de lo profetizado por
algunos catecúmenos recalcitrantes como Alain Badiou o Slavoj Zizek.
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 337, Madrid, septiembre 2019. Númerocompleto accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20337%20septiembre.pdf.]
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