Murray
Bookchin
(1921-2006)
*Capítulo final del libro de igual título.
Mi visión del anarquismo personal está
lejos de ser completa; la
tendencia personalista de este cuerpo ideológico permite moldearlo de muchas
maneras, siempre y cuando haya
palabras como imaginación, sagrado, intuitivo, éxtasis y primitivo
que embellezcan su superficie.
El anarquismo social, a mi entender,
está hecho de una materia fundamentalmente diferente, heredera de la tradición de la Ilustración,
con la debida consideración a
sus límites e imperfecciones. Según cómo se defina la razón, el anarquismo
social defiende la mente humana pensante sin negar
de forma alguna la pasión, el éxtasis, la imaginación, la diversión y el arte.
Pero, en vez de materializarlos en categorías nebulosas, trata de incorporarlos a la vida cotidiana. Está
comprometido con la racionalidad, oponiéndose a la vez a la racionalización de
la experiencia; lo está con la tecnología, oponiéndose a la vez a la «mega máquina»;
con la institucionalización
social, oponiéndose a la vez al
sistema de clases y a la jerarquía; con una política
genuina, basada en la coordinación confederal de municipios o comunas por el
pueblo, con democracia directa
cara a cara, oponiéndose a la vez
al parlamentarismo y al Estado.
Esta «comuna de comunas», para utilizar
un eslogan tradicional de revoluciones anteriores, puede denominarse de manera
apropiada comunalismo. Pese a
la opinión contraria de quienes se oponen a la democracia como «sistema»,
describe la dimensión democrática
del anarquismo como una administración mayoritaria
de la esfera pública. De manera consecuente, el comunalismo busca la libertad
más que la autonomía, en el
sentido en que las he contrapuesto. Rompe categóricamente con el ego
psicopersonal stirneriano
—bohemio y liberal—, en cuanto que soberano
contenido en sí mismo, afirmando que la individualidad no surge de la nada, con
unos «derechos naturales»
conferidos desde el nacimiento, sino que es
considerada en gran medida el producto en constante evolución del desarrollo social
e histórico, un proceso de
autoformación que no puede ser petrificado por el biologismo ni preso de dogmas
limitados temporalmente.
El «individuo» soberano y autosuficiente
siempre ha sido una base precaria sobre la que fundamentar una
perspectiva libertaria de izquierdas. Como observó Max Horkheimer,:
“ ...
la individualidad se perjudica cuando
alguien decide tornarse autónomo [...].
El individuo totalmente aislado ha sido
siempre una ilusión. Las cualidades personales
que más se estiman, como la independencia,
la voluntad de libertad, la
comprensión y el sentido de justicia,
son virtudes tanto sociales como individuales.
El individuo plenamente desarrollado
es la realización cabal de una sociedad
plenamente desarrollada”. [1]
Para que una visión libertaria de
izquierdas de una futura
sociedad no desaparezca en un submundo bohemio y marginal, tiene que ofrecer
una solución a los problemas
sociales, no revolotear arrogantemente de un eslogan a otro, evitando la racionalidad
con mala poesía e imágenes vulgares. La democracia
no es antitética al anarquismo, ni el gobierno
por mayoría y las decisiones no consensuadas son incompatibles con una sociedad
libertaria.
Que ninguna sociedad puede existir sin
unas estructuras
institucionales es algo evidente para cualquiera
que no haya quedado alelado por Stirner y los de su especie.
Al negar las instituciones y la
democracia, el anarquismo
personal se aísla de la realidad social para
poder dejarse llevar por una rabia fútil, y queda
reducido así a una travesura subcultural para
jóvenes crédulos y consumidores aburridos de ropa
negra y pósteres excitantes. Argumentar que la
democracia y el anarquismo son incompatibles porque
cualquier oposición a los deseos de incluso «una
minoría de uno» constituye una violación de la
autonomía personal no es defender una sociedad libre,
sino al «conjunto de personas» de Brown: en breve,
a un rebaño. La «imaginación» dejaría de llegar
al «poder». El poder, que siempre existirá, pertenecerá
o bien a la comunidad en una democracia cara a cara y claramente
institucionalizada, o bien a
los egos de unos pocos oligarcas que crearán una «tiranía de falta de
estructura».
No le faltaba razón a Kropotkin, en su
artículo de la Enciclopedia Británica, cuando consideraba el ego stirneriano como elitista y lo censuraba por
jerárquico. Se hacía eco, en términos positivos, de la actitud crítica de V. Basch respecto al anarquismo
individualista de Stirner como una forma de elitismo, al mantener que “el
objetivo de toda civilización superior no es
hacer que todos los miembros de la comunidad se desarrollen
de modo normal, sino permitir a ciertos individuos
mejor dotados desarrollarse
plenamente, aun a costa de la felicidad y de la
existencia misma de la gran
mayoría de los seres humanos”. En el anarquismo, esto genera en efecto un
regreso
“al individualismo más ordinario, defendido por todas las minorías que se creen superiores, para las cuales, ciertamente, el
hombre necesita en su historia
precisamente del Estado y de
todo lo demás que los individualistas
combaten. Su individualismo va
tan lejos que conduce a la negación de su propio
punto de partida, y eso sin hablar de la
imposibilidad para el individuo de alcanzar
un desarrollo realmente completo en las
condiciones de opresión de las masas por parte
de las «bellas aristocracias»”. [2]
En su amoralidad, este elitismo se
presta fácilmente a la falta de libertad de las «masas», poniéndolas en última
instancia bajo la custodia de los «únicos»,
una lógica que podría dar lugar a un principio
de liderazgo característico de la ideología fascista.
[3]
En Estados Unidos y gran parte de Europa,
precisamente en un momento en que el desprestigio del Estado ha alcanzado unas proporciones
sin precedentes, el anarquismo
va de capa caída. La insatisfacción
con el gobierno como tal es profunda a
ambos lados del Atlántico, y pocas veces en el pasado
reciente ha habido un sentimiento popular más
clamoroso demandando una nueva política, incluso
un nuevo reparto social que pueda dar a la gente
un sentido de dirección que permita compatibilizar la seguridad y los valores
éticos. Si el fracaso del anarquismo para afrontar esta situación puede atribuirse a un único motivo, la
estrechez de miras del
anarquismo personal y sus fundamentos individualistas
deben ser considerados como los responsables
de impedir que un potencial movimiento libertario de izquierdas entre en una
esfera pública cada vez más
reducida.
A favor del anarcosindicalismo cabe
decir que en el momento de su
apogeo trató de practicar lo que predicaba
y crear un movimiento organizado —tan ajeno
al anarquismo personal— dentro de la clase obrera.
Sus principales problemas no radican en su deseo
de estructura e implicación, de programas y movilización
social, sino en el declive de la clase obrera
como sujeto revolucionario, en particular después
de la Revolución española. No obstante, afirmar
que al anarquismo le faltaba una política, entendiendo
el término en su sentido original del griego
como «autogestión de la comunidad» —la histórica «comunidad de comunidades»—,
es repudiar una práctica
histórica y transformadora que trata de
radicalizar la democracia inherente a cualquier república
y crear un poder confederal municipalista para
contrarrestar al Estado. [4]
El aspecto más creativo del anarquismo
tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados,
una firme oposición al estatismo, una creencia
en la democracia directa y un proyecto de
sociedad comunista libertaria. El problema
más importante al que el libertarismo de izquierdas —tanto
el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué
hará con estos cua-ro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y
contenido social? ¿De qué maneras y con qué medios los convertiremos en relevantes para
nuestra época y haremos que
sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento
y la libertad?
El anarquismo no debe disiparse en un
comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los adamistas primitivistas del siglo XVI, que «vagaban por los bosques desnudos, cantando y
bailando», como Kenneth Rexroth
observó con desdén, pasando «el tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan Zizka y
exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados, cuyas
tierras habían saqueado. [5] No
debe retroceder al submundo
primitivista de los John Zerzans
y George Bradfords. No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no
deberían vivir su anarquismo en
la medida de lo posible en el día a día,
tanto personalmente como social, estética y pragmáticamente.
Pero no deberían vivir un anarquismo que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido al
anarquismo como movimiento,
práctica y programa del socialismo de Estado. El anarquismo hoy en día debe mantener
resueltamente su carácter de movimiento social
—tanto programático como activista—, un movimiento
que conjugue su disposición a luchar por
una sociedad comunista libertaria con su crítica directa
del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como
«sociedad industrial».
En resumen, el anarquismo social debe
reafirmar con rotundidad sus diferencias con el anarquismo personal. Si un
movimiento social anarquista no puede
traducir sus cuatro principios —confederalis-mo
municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo
libertario— en una práctica
real, en una nueva esfera pública; si esos principios
se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros
ceremoniosos; peor aún, si son
subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos
quietistas, entonces su esencia
socialista revolucionaria tendrá que
restablecerse bajo un nuevo nombre.
Ciertamente, ya no es posible, en mi
opinión, llamarse a sí mismo anarquista
sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas
personales. Como mínimo, el anarquismo social está
radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la
invocación neosituacionista del
éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito.
Ambos divergen completamente en
los principios que los definen:
socialismo o individualismo. Entre un cuerpo
revolucionario de ideas y prácticas comprometidas, por una parte, y el anhelo
deambulante de placer y
autorrealización personal, por otra, no puede
haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir
al lumpen fascista con el
lumpen stirneriano, un fenómeno que
no carecería de precedentes históricos.
Notas:
[1] Max Horkheimer: The Eclipse of Reason, Oxford University Press, Nueva York, 1947, p. 135. [En castellano: Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid, 2002.]
[2] Piotr Kropotkin, op. cit., pp. 287, 293.
[3]Ibid., pp. 292-293.
4. En su odiosa «crítica» sobre mi obra The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship, retitulada más tarde Urbanization Without Cities, John Zerzan repite el despropó-sito de que la Atenas clásica es «desde hace tiempo el modelo de Bookchin para la revitalización de la política urbana». De hecho, me esforcé mucho en apuntar los fallos de la polis ateniense (la esclavitud, el patriarcado, los antagonismos de clase y las guerras). Mi eslogan «Democratizar la república, radicalizar la democracia», que subyace en la república —con el objetivo explícito de crear un poder dual—, queda reducido cínicamente a la interpretación: «Tenemos que [Bookchin] nos aconseja ampliar y expandir gradualmente las “instituciones existentes” y “tratar de democratizar la república”». Esta manipulación engañosa de ideas es elogiada por Lev Chernyi (seudónimo de Jason McQuinn), de las publicaciones Anarchy: A Journal of Desire Armed y Alternative Press Review, en su prólogo exhortatorio de Futuro primitivo de Zerzan.
5. Kenneth Rexroth: Communalism, Seabury Press, Nueva York, 1974, p. 89.
[1] Max Horkheimer: The Eclipse of Reason, Oxford University Press, Nueva York, 1947, p. 135. [En castellano: Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid, 2002.]
[2] Piotr Kropotkin, op. cit., pp. 287, 293.
[3]Ibid., pp. 292-293.
4. En su odiosa «crítica» sobre mi obra The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship, retitulada más tarde Urbanization Without Cities, John Zerzan repite el despropó-sito de que la Atenas clásica es «desde hace tiempo el modelo de Bookchin para la revitalización de la política urbana». De hecho, me esforcé mucho en apuntar los fallos de la polis ateniense (la esclavitud, el patriarcado, los antagonismos de clase y las guerras). Mi eslogan «Democratizar la república, radicalizar la democracia», que subyace en la república —con el objetivo explícito de crear un poder dual—, queda reducido cínicamente a la interpretación: «Tenemos que [Bookchin] nos aconseja ampliar y expandir gradualmente las “instituciones existentes” y “tratar de democratizar la república”». Esta manipulación engañosa de ideas es elogiada por Lev Chernyi (seudónimo de Jason McQuinn), de las publicaciones Anarchy: A Journal of Desire Armed y Alternative Press Review, en su prólogo exhortatorio de Futuro primitivo de Zerzan.
5. Kenneth Rexroth: Communalism, Seabury Press, Nueva York, 1974, p. 89.
[Sección final del libro de igual
nombre, que en versión completa es accesible en https://viruseditorial.net/paginas/pdf.php?pdf=anarquismo-social-o-anarquismo-personal-2019.pdf.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.