Rafael Cid
“Es mejor encender una vela que maldecir
la oscuridad”
(Dicho popular)
Una
década antes de su muerte, en una entrevistaahora vertida en el libro Anarquistas...
¡Y orgullosos de serlo! (Fundación Salvador Seguí, 2019), el libertario
milanés Amedeo Bertolo (1941-2016) esbozaba un proyecto de “reformismo radical”
como mochila para la escalada anarquista. Lo denominó metafóricamente Elogio de
la sidra. Con esta expresión, que sirve de cabecera a uno de los capítulos del
volumen, pretendía llamar la atención sobre el indispensable aprendizaje que
conllevan los humanos saberes de estirpe transformadora. Según Bertolo, igual que
para poder disfrutar de un buen vino lo aconsejable es comenzar con caldos de
menor grado alcohólico, la meta de abrazar el ideal ácrata exige una iniciación
pautada en el espacio-tiempo, y ponderada en el conocimiento. «La anarquía
pura, cien por cien, es imposible de beber»(p. 361), argumentaba el que ha sido
una de las cabezas más lúcidas del movimiento antiautoritario italiano. Para
luego dar paso a su teoría del “anarquismo posible” sin renuncias ni complejos,
a muchas leguas de distancia del sedentarismo ideológico y el conformismo
político.
Mutatis mutandis pisamos el terreno de aquel dictum evolucionista del
botánico y zoólogo Carlos Linneo “la naturaleza no avanza a saltos” (natura non facit saltus). O, y ya metidos en
filosofías, de la “ruptura epistemológica” diseñada por Gastón Bachelard que
hiciera fortuna definitiva a través de su recepción dogmática por Louis
Althusser para justificar el cisma entre el Marx de los Manuscritos y el
de El Capital, juventud y madurez con taxonomías en abierto conflicto.
Que es tanto como decir que en el curso de una vida las circunstancias y los
avatares moldean personas y convicciones, y no siempre resultan conciliables en
un único y monolítico discurso. «Mi anarquismo actual no es idéntico al de hace
veinte o treinta años. Siempre soy anarquista, pero de una forma diferente. Y
ya no creo que el anarquismo tradicional siga siendo útil. Por ejemplo, creo
que la revolución anarquista es en realidad una gran mutación cultural y no una
insurrección» (p. 361), admitía Bertolo en el citado encuentro periodístico.
Aunque
en Bertolo nunca palideció el impulso revolucionario que inspiraba su activismo
libertario, en sus escritos tempranos ya se atisbaba un empeño por diferenciar
lo radical político de la simple emergencia insurreccional, aflorando el
talante de su honestidad intelectual. Su particular fidelidad al sapere aude kantiano. Así en el artículo
“Compromiso histórico, lucha armada y nuevo disenso”, escrito a los 31 años, Bertolo
marcaba distancia con los “años de plomo” y abogaba por cimentar una
alternativa entre la lucha armada y el neorreformismo. Una llamada al
reagrupamiento en los ideales ácratas capaz de superar el carácter episódico de
esa violencia espasmódica. «Un esfuerzo que podría dar, en un futuro cercano,
los frutos de claridad y recuperación al área puramente libertaria de elementos
antiinstitucionales y potencial o confusamente antiautoritaria del “nuevo
disenso”» (Interrogations, núm. 11,
1977).
El
estatuto de la “renovación” que en Anarquistas... ¡Y orgullosos de serlo!
explora el pensador Amedeo Bertolo, ejemplo de socratismo anarquista y
paradigma a tiempo completo de la mejor “propaganda por el hecho”, confronta
directamente con una cierta escolástica todavía muy influyente en la cancha
libertaria. La que pretende que todo está en lo que ya dijeron los “padres fundadores”,
y que lo demás es anatema. El apego crédulo en la fe “revolucionaria” que suele
acompañar a la praxis anarquista, entendiendo el término “revolución” como
“big-bang social”, alumbramiento de algo diferente sin vínculo con el pasado. Ante
esa retórica maximalista levanta su argumentación el texto aquí referenciado,
posiblemente hurgando en los intersticios menos visibles de la típica
formulación revolucionaria. Pongamos por caso su carácter contingente, reflejado
por Hannah Arend en su clásico Sobre la revolución, al recordarnos su
origen en el ámbito de la astronomía a través de la obra De la revolución de
los cuerpos celestes de Nicolás Copérnico. O en un plano más cotidiano en la
muy feliz expresión de Buenaventura Durruti, «llevamos un mundo nuevo en
nues-tros corazones que crece a cada instante», enunciado alusivo al carácter
de continuum legado del hálito
emancipador.
Ese
sería el haz de la apuesta regeneradora ofrecida por Bertolo en las páginas de Anarquistas
¡Y orgullosos de serlo! Su envés aludiría a la existencia de micro anarquismos
actuantes como razones de hecho, a los que un libertario no puede sustraerse sin
secar las fuentes de su percepción. O si se quiere, a la pertinaz presencia de
posos de anarquía más allá de los anarquismos con denominación de origen, ese
parvulario que disciplina creyentes en la devoción establecida. Paradójicamente
la debilidad que arrastra hoy la teorización libertaria se acompaña de una más
que indudable y vigorosa vigencia militante. Siendo como es la acracia una
fuerza minoritaria, genera con diferencia mayor transgresión social que ninguna
otra ideología de superior cuantía y recursos. Basta ver el ingente número de publicaciones,
ateneos, centros libertarios y acontecimientos afines a la Idea (el eidos platónico antropologizado en
ideología de la utopía) que dinamiza sin vigilia. El punto crítico de tanta
plétora, sin embargo, está en su circularidad, el aspecto autorreferencial de
muchas de esas escenificaciones, casi siempre ensimismadas en la apología
enaltecida de figuras, tesis, hechos históricos y lugares comunes. En la
estéril pretensión de que está todo sabido y visto para sentencia en su campo.
Anarquismo arqueológico que, a menudo, anula la creatividad que circula por la
venas del pensar anárquicamente.
Una
limitación infecunda con espléndidas excepciones, ciertamente, pero siempre sin
llegar a desbordar la ortodoxia del marco identitario de pertenencia.
Encerrados con un solo juguete, se menosprecian aportaciones, conocimientos y
reflexiones de otros mundos epistemológicos que, sin ser específicamente
anarquistas ni pretenderlo, enriquecen su potencial por una suerte de
serendipia. A ello contribuyen filósofos y politólogos contemporáneos como Karl
Popper, Isaac Berlin o Giovanni Sartori, rastreando esos “parecidos de familia”
a que se refería Ludwig Wittgenstein. Todos ellos, en mayor o menor medida,
poseen la cualidad de haber “pensado anárquicamente” en algún momento sobre aspectos
básicos de lo que constituye el código fuente libertario. Vetas de la
polisémica tradición libertaria (como el vaivén ideología-utopía;
personal-colectivo; autonomía-heteronomía o democracia-Estado), registran
sugerentes reflexiones en su producción que Bertolo incorpora a su experiencia
intelectual más allá de la estricta observancia militante.
Aparte
de esta fecunda retroalimentación de ideas, en el trabajo intelectual no es
infrecuente que pensadores alejados ideológicamente planteen cuestiones
parecidas, esquemas de trabajo que operan como rectas paralelas en la analogía.
Esta especie de clinamen se observa, por ejemplo, en el interesante ensayo de
Tomás Ibáñez, uno de los dos introductores del libro comentado, autor de Anarquismo
es movimiento (Virus, 2014), donde reivindica la permanente renovación de
un anarquismo al que «muchos habían relegado al museo de la historia». Punto de
encuentro disímil con lo expuesto en 2013 por el francés Alain Badiou para la
validación de su “hipótesis comunista”, al incidir en que «el comunismo no puede
ser una forma de poder, tiene que ser un movimiento [...]algo aparte, como lo
es el Estado, o, en última instancia, el partido, o el partido del Estado» (Filosofía
frente al comunismo. De Sartre a hoy. P. 46).
En
ese rastrear cadenas de equivalencias con otros pensadores independientes es
donde el talento del anarquista italiano Amedeo Bertolo, recientemente fallecido,
resulta pionero y osado. Ante el Sartori de «una democracia bien entendida solo
puede serlo una sociedad sin Estado», esgrime su concepción de la «anarquía
como una forma extrema de democracia». Frente al Popper del anarquismo como «una
exageración de la idea de la libertad», la tesis de la sociedad anarquista como
sociedad abierta. Y sobre el Berlín de las libertades positivas y negativas según
estén reguladas o libres, erige una libertad integral «ligada de forma
inextricable a lo que constituye sus prerrequisitos y consecuencias sociales:
la igualdad, solidaridad y diversidad». Lástima que se haya mantenido el título
original del libro (Anarquistas... ¡Y orgullosos de serlo!), aunque justificado
en el contexto político de la Italia de finales de los setenta en que se publicó,
visionado hoy limita su despliegue en valores al encorsetarlo en un endogámico
“numerus clausus” para colegas e iniciados.
No sé si esa íntima satisfacción libertaria podría emular en la actualidad
retrospectivaa lo que declaró a la prensa Diego Abad de Santillán nada más
regresar del destierro: «Si San Juan de la Cruz viviera hoy sería de la FAI».
Un
ejemplo de la necesidad de complejizar esas inteligencias compartidas lo
hallamos en el caso del “principio de representación”, uno de los baluartes del
vademécum anarquista. La constante ha sido su rechazo, por considerar la acción
directa como el medio válido de hacer política y la «representación
parlamentaria una argucia del sistema para retener el poder en manos de las
élites». Opinión certera en sus conclusiones pero inconexa en su desarrollo por
estar sometida a priori al troquel
ácrata. Porque si bien la cacareada sociedad a escala no justifica la
suplantación de la experiencia política y moral que entraña el concepto de
representación, se deja en el camino su esencia rizomática. La representación
es una alienación de parte, originada en aquella desigualdad de género inscrita
democráticamente en la Atenas de Pericles, al disponer que las mujeres
estuvieran tuteladas por los hombres. Luego vendría la brecha social que
excluía a los esclavos, y la censitaria limitadora del ejercicio del sufragio a
los propietarios. Pero la segregación femenina fue históricamente la primera en
instituirse y la última manumisión en abolirse.
Esta
suerte de metonimia inoculada explicaría que preclaros anarquistas, como el
padre del término Pierre Josep Proudhon, pudieran reconocerse sin rubor con un
pie en ambas orillas. Haciendo compatible en una única voz la extrema
horizontalidad de la Idea y la infame verticalidad jerárquica de la condición
misógina, expuesta esta última con virulencia en su libro Pornocracia.
Estigma del que muchos hombres sabios no se libraron: desde Aristóteles a
Rousseau, pasando por Darwin, Hegel y Schopenhauer. Otros ilustrados como Voltaire,
Montesquieu o Hume defendieron el tráfico de esclavos. Y salvo a fanáticos del
tres al cuarto a nadie se le ocurriría por eso apearlos del podio
civilizatorio. Este “Elogio de la sidra” es perfectamente compatible con lo expuesto
por la Premio Nobel de Medicina Rita Levi-Montalcinien en su autobiografía Elogio
de la imperfección. Porque el anarquismo posible del ilustrado Bertolo es
un anarquismo ético vivido razonablemente en primera persona: «Un anarquismo entendido
como gran transformación de lo imaginario social, que niegue la dominación en todas
sus formas, en todos los lugares culturales en los cuales se ha instalado desde
hace milenios, desde las relaciones sexuales a las instituciones políticas, del
lenguaje a la tecnología, de la economía a la familia, de los sentimientos a la
racionalidad. Este anarquismo no conocería las crisis» (p. 163). Lo que Bertolo
llama la “gramínea subversiva” y algunos modestamente decimos “polinización
libertaria” y “demo-acracia”.
[Artículo
originalmente publicado en el periódico Rojo
y Negro # 335, Madrid, junio 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20335%20junio.pdf.]
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