H. E. Kaminski
* Texto incluido como Prólogo en la edición española de la novela de Hans M. Ensenzberger El corto verano de la anarquía. Este libro, en versión integral, es accesible en https://www.todoporhacer.org/wp-content/uploads/2017/06/el-corto-verano-de-la-anarquia.pdf.
El
cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche. Había llovido todo el día, y los coches que escoltaban el
féretro estaban llenos de barro.
La bandera rojinegra que cubría el coche fúnebre estaba sucia. En la casa de los anarquistas, que antes de
la revolución había sido la
sede de la Cámara de Industria y Comercio, los preparativos ya habían comenzado el día anterior. El
vestíbulo había sido transformado
en capilla ardiente. Como por milagro, todo se había hecho a tiempo. La ornamentación era simple,
sin pompa ni detalles artísticos.
De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color, algunos candelabros,
flores y coronas: eso era todo. Sobre las dos puertas laterales, por
donde debía pasar la multitud
en duelo, se habían colocado, a la usanza española, grandes letreros donde se
leía: “Durruti os dice que
entréis” y “Durruti os
dice que salgáis”.
Unos
milicianos vigilaban el féretro, con los fusiles en posición de descanso. Después, los hombres que habían
venido con el ataúd desde
Madrid, lo condujeron a la casa. A nadie se le había ocurrido abrir los grandes batientes del portal, y
los portadores del féretro tuvieron
que estrecharse al pasar por una pequeña puerta lateral. Les había costado abrirse paso a través de
la multitud que se agolpaba
ante la casa. Desde las galerías del vestíbulo, que no habían sido decoradas, miraban unos curiosos. El
ambiente era de expectativa,
como en un teatro. La gente fumaba. Algunos se quitaban la gorra, a otros no se les ocurría hacerlo.
Había mucho ruido. Algunos milicianos, que venían del frente, eran saludados
por sus amigos. Los centinelas
trataban de hacer retroceder a los presentes. También esto causaba ruido. El
hombre encargado de la ceremonia daba indicaciones. Alguien tropezó y cayó
sobre una corona. Uno de los
que llevaban el ataúd encendió cuidadosamente su pipa, mientras la tapa del féretro era
levantada. El rostro de Durruti yacía
sobre seda blanca, bajo un vidrio. Tenía la cabeza envuelta en una bufanda blanca que le daba aspecto de
árabe.
Era
una escena trágica y grotesca a la vez. Parecía un aguafuerte de Goya. La describo tal como la vi, para que
se pueda entrever lo que
conmueve a los españoles. La muerte, en España, es como un amigo, un compañero, un obrero que se conoce
en el campo o el taller. Nadie
se alborota cuando viene. Se quiere a los amigos, pero no se los importuna. Se los deja ir y venir
como quieran. Quizá sea el
viejo fatalismo de los moros que reaparece aquí, después de encubrirse durante
siglos bajo los rituales de la Iglesia católica.
Durruti
era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy
querido, y de corazón. Todos
los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto. Y sin embargo, aparte
de su compañera, una francesa,
sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había trabajado en esa casa cuando todavía iban y
venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había conocido
personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos
con sencillez. Callarse,
quitarse la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua
bendita.
Miles
de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas
filas. Su amigo y su líder había
muerto. No me atrevería a decir hasta qué punto era dolor y hasta qué punto curiosidad. Pero estoy
seguro de que un sentimiento
les era completamente ajeno: el respeto ante la muerte.
El
entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que
había matado a Durruti había
alcanzado también al corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada
cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban
las calles, miraban por las ventanas y ocupaban las azoteas e incluso los
árboles de las Ramblas. Todos
los partidos y organizaciones sindicales, sin distinción, habían convocado a sus miembros. Al lado de
las banderas de los anarquistas
flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un
espectáculo grandioso, imponente
y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. Nada salía de acuerdo con
lo planeado. Reinaba un caos inaudito.
El
comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la
casa del Comité Regional Anarquista.
Nadie había pensado en bloquear el camino que el cortejo
fúnebre recorría. Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se
entreveraban y se impedían mutuamente el paso. El escuadrón de caballería y la
escolta motorizada que debían
haber encabezado el cortejo fúnebre, se hallaban totalmente
bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores.
Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados e imposibilitados de avanzar o
retroceder. Con un esfuerzo
mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el féretro.
A
las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los
anarquistas llevado en hombros por
los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en
alto. Entonaron el himno anarquista “Hijos
del pueblo”. Se despertó una gran emoción. Por alguna
razón, o por error, se había
hecho venir a dos orquestas: una tocaba muy bajo, y la otra muy alto. No lograban tocar al
mismo compás. Las motocicletas
rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y
los portadores del féretro no podían
avanzar. Era imposible organizar el paso de una comitiva en medio de ese tumulto. Ambas orquestas
volvieron a ejecutar la misma
canción una y otra vez. Ya habían renunciado a mantener el mismo ritmo. Se
escuchaban los tonos, pero la melodía era irreconocible. Los puños seguían en
alto. Por último cesó la música, descendieron
los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros
de sus compañeros, reposaba Durruti.
Pasó
por lo menos media hora antes de que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su
marcha. Transcurrieron varias
horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes
del escuadrón se abrieron paso,
cada uno por su lado. Los músicos, dispersados entre la multitud, trataron de volver a reunirse. Los
coches que habían errado el
camino dieron marcha atrás para encontrar una salida. Los automóviles cargados
de coronas dieron un rodeo por calles laterales para
incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder.
No,
no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría
espontáneamente. Reinaba lo
imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspectos
extravagantes, pero en ningún momento perdía su grandeza extraña y lúgubre.
Los
discursos fúnebres se pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy lejos del sitio donde una vez
había luchado y caído a su
lado el mejor amigo de Durruti.
García
Oliver, el único superviviente de los compañeros, habló como amigo, como anarquista y como ministro
de Justicia de la República
española.
Después
tomó la palabra el cónsul ruso. Concluyó su discurso, que había pronunciado en catalán, con el lema: “¡Muerte al fascismo!”El presidente de la Generalitat, Companys,
habló al final: “¡Compañeros!”,
comenzó, y terminó con la
consigna: “¡Adelante!”
Se
había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de
Durruti debían acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no
pudo cumplirse. Las masas no se
movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio,
y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues, para colmo, miles de
coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio.
Caía
la noche. Comenzó a llover otra vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio se convirtió en
un pantano donde se ahogaban
las coronas. En el último momento se decidió postergar el sepelio. Los portadores del féretro
regresaron de la tumba y condujeron
su carga a la capilla ardiente.
Durruti fue enterrado al día siguiente.
Anexo:
Documental de CNT-FAI sobre los funerales de Durruti
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