Comité Invisible (Francia)
Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No hace falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los poderosos, el reino de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación desnuda, el apocalipsis ecológico — nada nos lo ahorra, ni siquiera estar informados de todo esto. «Clima: 2016 supera un récord de calor», titula Le Monde como ya casi todos los años. Todas las razones están reunidas, pero las razones no son lo que hacen las revoluciones, son los cuerpos. Y los cuerpos se encuentran frente a las pantallas.
Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No hace falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los poderosos, el reino de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación desnuda, el apocalipsis ecológico — nada nos lo ahorra, ni siquiera estar informados de todo esto. «Clima: 2016 supera un récord de calor», titula Le Monde como ya casi todos los años. Todas las razones están reunidas, pero las razones no son lo que hacen las revoluciones, son los cuerpos. Y los cuerpos se encuentran frente a las pantallas.
Podemos contemplar cómo se va a pique una campaña presidencial. La transformación del «momento más importante de la vida política francesa» en un enorme juego de exterminio solo hace de la telenovela algo más cautivador. Nadie se imaginaría Survivor con tales personajes, ni giros de la historia tan vertiginosos, pruebas tan crueles, humillación tan generalizada. El espectáculo de la política se sobrevive como espectáculo de su descomposición. La incredulidad le va bien al inmundo paisaje. El Frente Nacional, esa negación politiquera de la política, esa negación de la política en el terreno de la política, ocupa de manera lógica el «centro» de este tablero humeante de ruinas. La humanidad asiste, embrujada, a su naufragio como a un espectáculo de primera calidad. Está tan apresada que no siente el agua que le cubre ya las piernas. Al final, transformará todo en salvavidas. Es el destino de los náufragos transformar todo lo que tocan en salvavidas.
No se trata de que este mundo siga siendo comentado, criticado, denunciado. Vivimos rodeados por una niebla de comentarios y de comentarios sobre los comentarios, de críticas y de críticas de críticas, de revelaciones que no desencadenan nada, si no es que revelaciones sobre las revelaciones. Y esta niebla nos arrebata de cualquier toma sobre el mundo.
No hay nada que criticar en Donald Trump. Lo peor que se puede decir sobre él, él mismo ya lo ha absorbido, incorporado. Lo encarna. Porta como un collar todos los reproches que se hayan pensado que es posible hacerle. Es su propia caricatura, y está orgulloso de esto. Hasta los creadores de South Park han tirado la toalla: «Es muy complicado ahora que la sátira se ha vuelto realidad. Realmente queríamos burlarnos de lo que estaba pasando, pero no hemos podido llevarle el ritmo. Lo que pasaba era mucho más gracioso que todo lo que podíamos imaginar. Así que decidimos olvidarnos de este asunto, dejar que interpreten su comedia, y nosotros haremos la nuestra». Vivimos en un mundo que se ha establecido más allá de cualquier justificación. Aquí, la crítica ya no puede nada, no más de lo que puede la sátira. No arrojan ningún efecto. Permanecer en la denuncia de las discriminaciones, de las opresiones, de las injusticias, y esperar recoger los frutos, es equivocarse de época. Los izquierdistas que creen que todavía puede sublevarse algo accionando la palanca de la mala conciencia se equivocan con una enorme torpeza. Pueden por cierto ir a rascarse sus costras en público y hacer escuchar sus lamentos creyendo suscitar simpatías, ya no suscitarán más que el desprecio y el deseo de destruirlos. «Víctima» se ha vuelto un insulto en todos los rincones del mundo.
Existe un uso social del lenguaje. Ya nadie cree en él. Su cotización ha caído por los suelos. De ahí esta burbuja inflacionista de habladuría mundial. Todo lo que es social es engañoso, todos lo saben ahora. Ya no son únicamente los gobernantes, los publicistas y las personalidades públicas los que «hacen comunicación», es cada uno de los empresarios de sí mismos que esta sociedad intenta hacer de nosotros quien no deja de practicar el arte de las «relaciones públicas». Convertido en un instrumento de comunicación, el lenguaje no es ya una realidad propia, sino una herramienta que sirve para operar sobre lo real, para obtener efectos en función de estrategias diversamente conscientes. Las palabras no son ya puestas en circulación más que con el objetivo de travestir las cosas. Todo navega bajo pabellones falsos. La usurpación se ha vuelto universal. No vacilamos ante ninguna paradoja. El estado de emergencia es el estado de derecho. Se hace la guerra en nombre de la paz. Los jefes «ofrecen empleos». Las cámaras de vigilancia son «dispositivos de videoprotección». Los verdugos se lamentan de que son perseguidos. Los traidores proclaman su sinceridad y su fidelidad. Los mediocres son citados por todas partes como un ejemplo. Está la práctica real por un lado, y por el otro el discurso, que es su contrapunto implacable, la perversión de todos los conceptos, el engaño universal de sí mismo y de los demás. Por todas partes no se da otra cuestión que la de preservar o extender intereses. A cambio, el mundo se puebla de silenciosos. Algunos de ellos explotan con acciones locas en fechas cada vez más próximas. ¿Quién puede sorprenderse de esto? Ya no digas «Los jóvenes ya no creen en nada». Di: «¡Mierda! Ya no se tragan nuestras mentiras». Ya no digas «Los jóvenes son nihilistas». Di: «¡Carajo! Si las cosas continúan así van a sobrevivir al derrumbamiento de nuestro mundo».
La cotización del lenguaje ha caído por los suelos, y sin embargo nosotros escribimos. En realidad, existe también otro uso del lenguaje. Se puede hablar de la vida, y se puede hablar desde la vida. Se puede hablar de los conflictos, y se puede hablar desde el conflicto. No es la misma lengua ni el mismo estilo. Tampoco es la misma idea de la verdad. Existe un «coraje de la verdad» que consiste en refugiarse detrás de la neutralidad objetiva de los «hechos». Existe otro más que considera que una palabra que no se compromete a nada, que no vale en cuanto tal, que no toma riesgos de su posición, que no cuesta nada, no vale gran cosa. Toda la crítica del capitalismo financiero se constituye como una figura pálida en comparación con el escaparate roto de un banco y tachado con el grafiti: «¡Ten tus comisiones!». No es por ignorancia que los «jóvenes» desvían el sentido de los punchline de raperos en sus eslóganes políticos en vez de las máximas de algún filósofo. Y es por decencia que no retoman los «¡No cedemos nada!» que los militantes gritan justo cuando lo ceden todo. Sucede que unos hablan del mundo, pero los otros hablan desde un mundo.
La verdadera mentira no es aquella que uno hace a los demás, sino aquella que uno se hace a sí mismo. La primera es, en comparación con la otra, relativamente excepcional. La mentira es rehusarse a ver ciertas cosas que se están viendo, y rehusarse a verlas como se las está viendo. La verdadera mentira son las pantallas, todas las imágenes, todas las explicaciones, que uno deja entre sí y el mundo. Es el modo en que pisoteamos cotidianamente nuestras propias percepciones. Tanto es así que, en la medida en que no sea una cuestión de verdad, no será cuestión de nada. No habrá nada. Nada más que este asilo de chiflados planetario. La verdad no es algo hacia lo cual habría que dirigirnos, sino una relación que no se dedica a esquivar lo que está ahí. Es un «problema» solo para aquellos que ven ya la vida como un problema. No es algo que se profese, sino una manera de estar en el mundo. No se detenta, por tanto, ni se acumula. Se da en situación y de momento en momento. Quien siente la falsedad de un ser, el carácter nefasto de una representación o las fuerzas que se mueven bajo el juego de las imágenes, les retira toda posibilidad de dejarse apresar por tales. La verdad es plena presencia con respecto a sí y el mundo, contacto vital con lo real, percepción aguda de lo que la existencia nos da. En un mundo en el que todo el mundo actúa, en el que todo el mundo se pone en escena, en el que se comunica tanto como no se dice realmente nada, la simple palabra de «verdad» congela, molesta o provoca risas. Todo lo que esta época contiene de sociable ha tomado la costumbre de apoyarse en las muletas de la mentira, hasta el punto de no poder ya deshacerse de ellas. No hay que «proclamar la verdad». Predicar la verdad a aquellos que ni siquiera soportarían dosis ínfimas de verdad es solamente exponerse a su venganza. En lo que sigue, nosotros no pretendemos en ningún caso decir «la verdad», sino la percepción que tenemos del mundo, aquello a lo que nos atenemos, aquello que nos mantiene de pie y vivos. Hay que retorcerle el cuello al sentido común: las verdades son múltiples, pero la mentira es una, porque está universalmente coaligada contra la más mínima verdad que salga a superficie.
Se nos protege todo el año de mil amenazas que nos rodean — los terroristas, los alborotadores endocrinos, los migrantes, el fascismo, el desempleo. Así se perpetúa la imperturbable rutina diaria de la normalidad capitalista: sobre el fondo de mil complots no realizados, de cien catástrofes repelidas. Ante la ansiedad lívida que intentan, día tras día, inocularnos, con el impacto de patrullas de militares armados, de breaking news y de anuncios gubernamentales, es crucial reconocer en el motín la virtud paradójica de que nos libera de todo esto. Esto es lo que no pueden comprender los aficionados de esas procesiones fúnebres llamadas «manifestaciones», todos aquellos que saborean en un trago el placer amargo de ser siempre derrotados, todos aquellos que arrojan un flatulento «Si no ¡todo esto va a reventar!» antes de entrar tranquilamente en el autobús. En el enfrentamiento callejero, el enemigo tiene un rostro definido, ya sea vestido de civil o con una armadura. Tiene métodos ampliamente conocidos. Tiene un nombre y una función. Es, además, un «funcionario», como lo declara sobriamente. También el amigo tiene gestos, movimientos y una apariencia reconocibles. En el motín se da una incandescencia de la presencia con respecto a sí y a los otros, una fraternidad lúcida que la República es completamente incapaz de suscitar. El motín organizado es capaz de producir lo que esta sociedad no tiene aptitud de engendrar: vínculos, vivos e irreversibles. Quienes se detienen en las imágenes de violencia pierden de vista lo que se juega en el hecho de tomar juntos el riesgo de romper, de grafitear, de enfrentar a los policías. Nadie sale nunca indemne de su primer motín. Es esta positividad del motín la que el espectador prefiere no ver, y que en el fondo lo atemoriza bastante más que los destrozos, las cargas y las contracargas. En el motín, hay producción y afirmación de amistades, configuración franca del mundo, posibilidades nítidas de actuar, medios al alcance de la mano. La situación tiene una forma y uno puede moverse en ella. Los riesgos están definidos, a diferencia de todos esos «riesgos» nebulosos que los gobernantes disfrutan haciendo volar por encima de nuestras existencias. El motín es deseable como momento de verdad. Es suspensión momentánea de la confusión: en el gas, las cosas están curiosamente claras y lo real es al fin legible. Difícil, entonces, no ver quién es quién. Hablando de la jornada insurreccional del 15 de julio de 1927 en Viena, en el curso de la cual los proletarios quemaron el palacio de justicia, Elias Canetti decía: «Es lo más cercano a una revolución que haya vivido. Cientos de páginas no bastarían para describir todo lo que vi». De ella sacó la inspiración para su obra maestra Masa y poder. El motín es formador por cuanto hace ver.
En la marina inglesa existía este viejo brindis: «Confusion to our enemies!». La confusión tiene un valor estratégico. No se debe a la casualidad. Dispersa las voluntades y les prohíbe reunirse de nuevo. Tiene el sabor de las cenizas de la derrota aunque la batalla no haya ocurrido aún, y probablemente no ocurrirá. Cada uno de los recientes atentados en Francia estuvo así seguido por una cola de confusión, que venía oportunamente a incrementar el discurso gubernamental respectivo. Quienes los reivindican, quienes llaman a la guerra contra aquellos que los reivindican, a todos ellos les interesa nuestra confusión. En lo que concierne a quienes los ejecutan, muy a menudo son los hijos — los hijos de la confusión.
Este mundo que tanto parlotea no tiene nada que decir: está vacío de afirmación. Tal vez ha creído volverse de este modo inatacable. Se ha puesto principalmente a merced de toda afirmación consecuente. Un mundo cuya positividad se eleva sobre tantos estragos merece sin duda que todo aquello vivo que se afirme en él adopte ante todo la forma del saqueo, de los destrozos, del motín. No faltará que se nos haga pasar por desesperados, con motivo de que actuamos, construimos, atacamos sin esperanza. La esperanza, esa es al menos una enfermedad de la que esta civilización no nos habrá infectado. Por otra parte, no estamos desesperados. Nadie ha actuado nunca por esperanza. La esperanza se atribuye en parte a la espera, en parte a rehusarse a ver lo que está ahí, en parte al temor a hacer efracción en el presente, en resumen: al temor a vivir. Esperar es declararse por adelantado sin una toma o influencia sobre aquello de lo que no obstante se espera algo. Es ponerse al margen del proceso para no tener que atenerse a su resultado. Es querer que las cosas sean de otro modo sin desear los medios para hacerlo. Es una cobardía. Hace falta saber a qué se atiene uno, y atenerse a ello. A riesgo de hacerse enemigos. A riesgo de hacerse amigos. Desde que sabemos lo que queremos, nosotros ya no estamos solos, el mundo se vuelve a poblar.
Por todas partes, aliados, proximidades y una gradación infinita de amistades posibles. Nada le es cercano a quien flota. La esperanza, ese ligerísimo pero constante impulso hacia mañana que nos es comunicado día a día, es el mejor agente de mantenimiento del orden. Nos informan cotidianamente de problemas hacia los cuales no podemos nada, pero hacia los cuales habrá seguramente mañana soluciones. Todo el sentimiento aplastante de impotencia que esta organización social cultiva en cada uno con la vista perdida no es más que una inmensa pedagogía de la espera. Es una huida del ahora. Ahora bien, nunca ha habido, no hay y nunca habrá más que el ahora. E incluso si el antaño puede ejercer una acción sobre el ahora, es porque ese antaño nunca fue él mismo sino un ahora. Como lo será el mañana. El único modo de comprender algo en el pasado es comprender que fue también un ahora. Es sentir el débil soplo del aire en el cual vivían los hombres de ayer. Si somos tan propensos a huir del ahora es porque es el lugar de la decisión. Es el lugar del «acepto» o del «me niego». Es el lugar del «lo dejo pasar» o del «me quedo». Es el lugar del gesto lógico que sigue inmediatamente a la percepción. Es el presente, y por tanto el lugar de la presencia. Es el instante, sin cesar renovado, de la toma de partido. Pensar en términos remotos es siempre más cómodo. «Al final», las cosas cambiarán; «al final», los seres serán transfigurados. Mientras se espera todo esto, continuemos así, sigamos siendo lo que somos. Una mente que piensa en términos de porvenir es incapaz de actuar en el presente. No busca la transformación: la evita. El desastre actual es como la acumulación monstruosa de todos los diferimientos del pasado, a los cuales se agregan en un derrumbe permanente los de cada día y de cada instante. Pero la vida se juega siempre ahora, y ahora, y ahora.
Todos ven con facilidad que esta civilización es como un tren que se dirige hacia el precipicio, y que acelera. Cuanto más acelera, más son de esperar los hurras histéricos de los borrachos del vagón-discoteca. Haría falta acercar la oreja para notar el silencio tetanizado de las mentes racionales que ya no comprenden nada, el de los angustiados que se roen las uñas y el tono de falsa serenidad en las exclamaciones intermitentes de los que juegan a las cartas, esperando. Interiormente, muchísima gente ha elegido saltar del tren, pero se mantiene en los estribos. Sigue estando apresada por muchas cosas. Se siente apresada porque así lo ha elegido, pero la decisión es lo que falta. Pues la decisión es lo que traza en el presente el modo y la posibilidad de actuar, de dar un salto que no sea al vacío. Esta decisión es la de desertar, la de salir de las filas, la de organizarse, la de hacer secesión, incluso si es de modo imperceptible, pero, en todos los casos, ahora.
La época es de los tenaces.
[Tomado de https://es.theanarchistlibrary.org/library/comite-invisible-ahora.]
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