Franklin Rosemont
No es casualidad que todo lo que tiene de
revolucionaria y escandalosa la obra de Georg Wilhelm Friedrich Hegel sea
simbolizada, de modo excepcional -en vísperas de la segunda masacre
imperialista mundial-, por un pequeño y gris conejo cuyo nombre encarna una de
las resoluciones dialécticas de la contradicción: Bugs (mote de un famoso
gángster); Bunny (casi un sinónimo de amabilidad).
Más o menos descendiente urbano de Br’er Rabbit, Bugs
Bunny (entre cuyos antepasados se encuentra el excéntrico White Rabbit de Lewis
Carroll y el psicótico March Hare) se opone decididamente al esclavismo
asalariado en todas sus formas. A gusto con una modesta subsistencia en la
linde del bosque, solo un buzón de correo en el que está escrito Bugs Bunny
Sq., indica su lugar de residencia. Aparte de maravillosas aventuras a las que
sólo una rigurosa práctica de la pereza puede conducir, su mayor “vocación”
consiste en robar zanahorias de un jardín de un tal Elmer Fudd, y, en un
sentido más general, incordiarle de todos los modos posibles al no parar de
hacerles preguntas.
Es imposible reconocer el genio del mayor conejo del mundo sin entender a Elmer, a este calvo, lerdo, temperamental y tímido pequeño burgués con un defecto en el habla cuya principal actividad es la de defender su propiedad privada. Elmer es la perfecta encarnación de una cierta tipología moderna: el pequeño burócrata, el mediocre autoritario, sobrino o nieto del Padre Ubú. Si los Ubús (Mussolini, Hitler, Stalin) dominaron el periodo de entreguerras, en los últimos treinta años han sido los Elmers los que han dirigido nuestra miseria. Elmers y más Elmers en la Casa Blanca; Elmers y más Elmers en los comités centrales de los así llamados partidos comunistas; todos los papas son Elmers; los novelistas de best-sellers son todos Elmers; Louis Aragon y Salvador Dalí, un día anti-Elmers, degeneraron en dos de los peores Elmers entre todos los Elmers. Enfrentándose casi en solitario a todos ellos, Bugs Bunny se erige en verdadero símbolo de una recalcitrancia irreductible.
Si la coreografía Bunny/Elmer es el reflejo de un momento histórico particular en la lucha de clases (un periodo de “simetría” de clases en el que los trabajadores de cualquier lugar apenas consiguen algunas de sus demandas para a continuación ser de nuevo aprisionados en sus agujeros en el suelo), el mítico contenido de su drama excede, sin embargo, la limitación primera de sus formas. La aparición en el escenario de la historia de un personaje como Bugs Bunny es la prueba de que un día los Elmers serán vencidos; de que un día todas las zanahorias del mundo serán nuestras.
Hasta que llegue ese día, no puede uno imaginarse
mejor ejemplo para enseñar a nuestros hijos que a esta osada criatura que, sobre
sus cuatro patas de conejo, se erige en el amuleto de la buena suerte de la
revuelta total. Encarándose con todos y cada uno de los apologistas del status
quo, Bugs Bunny tiene siempre la última palabra: “No creáis que ha sido
divertido, porque no lo ha sido”.
[Texto extraído del libro del Grupo Surrealista de
Chicago: ¿Qué hay de nuevo, viejo? Textos y declaraciones del Movimiento
Surrealista de Estados Unidos (1967-1999), Madrid,
Pepitas de Calabaza 2008.]
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