David
Graeber
¿Es
la “democracia” un concepto inherentemente occidental? ¿Hace referencia a una
forma de gobernanza (un modo de auto-organización comunal) o a una forma de
gobierno (una manera particular de organizar el aparato del Estado)? ¿Implica la
democracia necesariamente el gobierno de la mayoría? ¿Es la democracia representativa
una auténtica democracia? ¿Está el término permanentemente empañado por sus
orígenes en Atenas, una sociedad militarista, esclavista y fundada en la represión
sistemática de las mujeres? ¿O tiene alguna conexión real lo que hoy llamamos
“democracia” con la democracia ateniense? ¿Es posible para aquellos que tratan
de desarrollar formas de democracia directa descentralizadas basadas en el consenso,
reclamar el término? De ser así, ¿cómo convencer a la mayoría de la población
de que la “democracia” no tiene nada que ver con la elección de representantes?
De no ser así, si, en cambio, aceptamos la definición estándar y preferimos
hablar de democracia directa para referirnos a algo más, ¿cómo podemos afirmar
que estamos contra la democracia, un término que tiene aparejadas universalmente
tantas ideas positivas?
Esto
son discusiones sobre palabras, más que discusiones sobre prácticas. Existe, de
hecho, una mayor convergencia en relación a las prácticas; especialmente entre
los sectores más radicales del movimiento. Tanto si uno está hablando con
miembros de las comunidades zapatistas de Chiapas, piqueteros desempleados de
Argentina, okupas holandeses o activistas contra los desahucios en los barrios
negros de Sudáfrica, casi todos coinciden en la importancia de las estructuras
horizontales en lugar de verticales; la necesidad de iniciativas para rebelarse
desde grupos relativamente pequeños, autónomos y auto-organizados en lugar de
transmisiones descendentes a través de una cadena de mando, el rechazo a las
estructuras permanentes llamadas de liderazgo, y la necesidad de mantener algún
tipo de mecanismo para asegurarse de que las voces de aquellos que normalmente
se encuentran marginados o excluidos de los procedimientos participativos sean
oídas –como los “facilitadores” norteamericanos, los comités de mujeres y
jóvenes del estilo zapatista o cualquier otra de las infinitas posibilidades. Algunos
de los conflictos más agrios del pasado, por ejemplo, entre los partidarios del
voto por mayoría y los partidarios del consenso, se han resuelto en buena
medida, o, mejor dicho, parecen cada vez más irrelevantes, en la medida en que
cada vez más movimientos sociales emplean el consenso total entre grupos
pequeños y adoptan varias formas de “consenso modificado” para grandes
coaliciones. Algo está emergiendo. El problema es cómo denominarlo. Muchos de
los conceptos clave del movimiento (autoorganización, asociación voluntaria,
ayuda mutua, negación del poder estatal, etc.) provienen de la tradición
anarquista; sin embargo, muchos de los que defienden estas ideas se muestran
reticentes o completamente reacios a llamarse a sí mismos “anarquistas”. Lo
mismo ocurre con la democracia. Mi propia perspectiva ha sido normalmente de
utilizar abiertamente ambos términos, para argumentar que anarquismo y
democracia son –o deberían ser– en gran medida idénticos, pero como digo, no hay
consenso en este asunto, ni siquiera una visión mayoritaria.
Me
da la impresión de que son cuestiones tácticas, políticas más que nada. La palabra
“democracia” ha tenido múltiples significados a lo largo de la historia. Cuando
se acuñó, hacía referencia a un sistema en el que los ciudadanos de una
comunidad tomaban decisiones con la misma capacidad de voto en asambleas
colectivas. La mayor parte de su historia, ésta significó desorden, motines,
linchamientos y violencia entre facciones (de hecho, la palabra tenía las
mismas connotaciones que la palabra “anarquía” en la actualidad). Sólo
recientemente se ha identificado con un sistema en el que los ciudadanos de un
Estado eligen a sus representantes para que ejerzan el poder estatal en su
nombre. Está claro que no hay una esencia verdadera de la democracia que encontrar
aquí. Lo único que todos estos significados tienen en común es, quizás, que todos
implican en cierto sentido que los asuntos políticos que generalmente
conciernen a una reducida élite se amplían a todo el mundo, y que esto es algo
muy bueno o muy malo. En ambos casos, la palabra ha estado tan cargada
moralmente que escribir una historia de la democracia desapasionada y
desinteresada es casi una contradicción en sí mismo. La mayoría de los autores
que pretenden mantener un halo de desinterés, tratan de evitar el término.
Aquellos que realizan generalizaciones sobre la democracia tienen inevitablemente
sus motivaciones particulares.
Por
supuesto, yo las tengo. Por eso he creído justo explicar mis motivaciones al lector
desde el principio. Creo que existe una razón por la que la palabra
“democracia”, independientemente de cuántos tiranos y demagogos abusen de ella,
aún conserva ese tenaz aclamo popular. La mayoría de la gente todavía
identifica democracia con cierta noción de gestión colectiva de los propios
asuntos por parte de la gente corriente. Esto ya parecía ser así en el siglo
XIX y por esa razón los políticos de la época, que en un principio rechazaron
el término, empezaron con reticencias a utilizarlo y a presentarse a sí mismos
como “demócratas” –y gradualmente a remendar una historia en la que se representaban
a sí mismos como herederos de una tradición que se remontaba a la antigua
Atenas. Voy a asumir –por ninguna razón en particular o ninguna razón académica
particular, puesto que esto no son cuestiones académicas sino morales y políticas–
que la historia de la “democracia” debe ser tratada como algo más que la historia
de la palabra “democracia”. Si la democracia es simplemente un asunto de comunidades
que gestionan sus propios asuntos a través de un proceso abierto e igualitario
de discusión pública, no hay razón para que formas igualitarias de toma de decisión
de las comunidades rurales en África o Brasil no deban ser al menos tan dignas del
nombre que los sistemas constitucionales que en la actualidad gobiernan a la mayoría
de los Estados-nación.
De
este modo, propondré una serie de argumentos relacionados, y quizás la mejor
forma de hacerlo sea presentarlos ya:
1)
Casi todo el que escribe sobre el tema asume que la “democracia” es un concepto
“occidental” que comienza en la antigua Atenas, y que lo que los políticos de los
siglos XVIII y XIX rescataron en Europa Occidental y América del Norte era esencialmente
la misma cosa. La democracia es vista, por tanto, como algo cuyo hábitat natural
es Europa Occidental y sus colonias anglófonas y francófonas. Ninguna de estas asunciones
está justificada. “Civilización occidental” es un concepto particularmente incoherente
pero si hace referencia a algo, es a una tradición intelectual. Y esta
tradición intelectual es tan hostil hacia cualquier cosa que podíamos reconocer
como democracia, como la India, la China o la Mesoamericana.
2)
Las prácticas democráticas –procesos de toma de decisión igualitarios– tienen
lugar, sin embargo, en todas partes, y no son característicos de ninguna
“civilización”, cultura o tradición dada. Tienden a brotar allí donde la vida
humana transcurre fuera de estructuras sistemáticas de coerción.
3)
El “ideal democrático” tiende a emerger cuando, bajo ciertas circunstancias históricas,
intelectuales y políticas, generalmente navegando en uno u otro sentido entre los
Estados y los movimientos y prácticas populares, se cuestionan las propias tradiciones
–siempre en diálogo con otras– tirando de casos pasados y presentes de práctica
democrática para argumentar que su tradición tiene una base fundamental de democracia.
Denomino a esos momentos de “refundación democrática”. En relación a las
tradiciones intelectuales, ellas son también momentos de recuperación, en las
que ideales e instituciones que son frecuentemente el producto de formas
increíblemente complejas de interacción entre gentes de muy diversas historias
y tradiciones, aparecen representadas como emergiendo a partir de la lógica de
esa misma tradición intelectual. A lo largo de los siglos XIX y XX
especialmente, esos momentos ocurrieron no sólo en Europa sino en casi todas
partes.
4)
El hecho de que este ideal está siempre fundado en (por lo menos en parte) tradiciones
inventadas no significa que no sea auténtico o legítimo, o por lo menos, menos
auténtico o legítimo que otros. La contradicción es, sin embargo, que este
ideal estaba basado siempre en el sueño imposible de casar los procedimientos o
prácticas democráticas con los mecanismos coercitivos del Estado. El resultado
no son “Democracias” en un sentido significativo, sino Repúblicas con unos
pocos, normalmente muy limitados, principios democráticos.
5)
Lo que estamos viviendo hoy no es una crisis de la democracia sino una crisis
del Estado. En los últimos años ha habido un resurgimiento masivo del interés
en las prácticas y procedimientos democráticos dentro de los movimientos
sociales globales, pero esto ha tenido
lugar casi por completo al margen de los marcos estatales. El futuro de la
democracia reside, precisamente, en esta área.
[Fragmento
del texto “Nunca ha existido Occidente
ó la democracia emerge de los espacios intermedios”, incluido en la compilación
Anarquismo y Antropología, que en
versión original íntegra es accesible en https://anarkobiblioteka3.files.wordpress.com/2016/08/anarquismo_y_antropologc3ada_-_varios.pdf.]
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