Periódico Solidaridad Obrera
Muchas
décadas lleva avisándose de los problemas derivados de los combustibles
fósiles. Demasiadas. Los efectos dañinos al medio ambiente y a nuestra salud,
después de más de un siglo de utilización, son palpables y van desde el cambio
climático hasta las muertes prematuras como resultado de la inhalación de aire
contaminado. Ahora parece que la era de quemar residuos fósiles para generar
energía llegará a su fin, dejando atrás bosques quemados por la lluvia ácida,
aumento de la temperatura y ciudades encapotadas de partículas cancerígenas.
Eso por no hablar de los residuos plásticos, hijos también de una era del
petróleo a la que ahora, al fin, parece que se quiere poner fecha de caducidad.
Quienes
durante todo este tiempo cuestionaron las investigaciones científicas y al
movimiento ecologista, tachándoles de falsos profetas, han tenido que ceder, no
sin antes haberse llenado bien los bolsillos a cambio de llevar al planeta a
límites insalubres y de provocar miles de muertes. Cierto es que las reservas
se van agotando, pero también que aún quedan las necesarias para seguir
asfixiándonos y que el criticado «fracking» –esa técnica tan peligrosa que
utiliza la inyección de agua a presión para fracturar el subsuelo con el
objetivo de extraer gas o petróleo– les da cancha para seguir explotando
reservas fósiles. Así pues, si parecía que el deterioro ambiental nunca les
había importado, es de suponer que las decisiones internacionales que se están
tomando obedecen más a una decisión económica que ambiental. Los intereses de
las multinacionales en seguir explotando recursos petrolíferos están entrando
en choque con los de unos países industrializados que cada vez han de destinar
más recursos a paliar los efectos que provocan los derivados del petróleo. No obstante,
su peso a la hora de influir en las decisiones de los gobiernos es tal que han
de garantizarse suficiente margen de tiempo para hacerse con el control del
nuevo modelo energético –si es que no lo tienen ya– o rentabilizar su
reconversión.
En
esa propuesta de cambio de modelo energético están interviniendo distintos
organismos, entre ellos la ONU. Ya hace algunos meses, en un informe de su
Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático, estimaron que el
aumento de temperatura superará los 1,5 grados a partir de 2030 y advirtieron
de que es necesaria una transformación sin precedentes. También durante el Acuerdo
de París, de enero de 2017 y firmado por 195 países, se avisó de que el cambio
climático era ya irreversible y que se debía optar por la «descarbonización».
Es más, desde 2009, la Unión Europa (UE) empezó a dar los primeros pasos al
marcarse como objetivo una reducción de hasta el 95% de las emisiones que
provocan el llamado efecto invernadero para 2050, planteándose que hasta el 85%
de la producción de electricidad para ese año se obtenga mediante energías
renovables, correspondiendo el 15% restante a la nuclear. De alcanzarse esa
pretensión se desmantelarán todas las centrales térmicas, que utilizan gas y
carbón en su proceso de transformación. En teoría, la Cumbre de Katowice,
celebrada en esa ciudad polaca a finales de 2018, va en la línea de desarrollar
los Acuerdos de París, aunque ya veremos cómo se traduce en la práctica.
Respecto
a la UE, aún no se ha multado a ningún país comunitario por la mala calidad de
su aire. Algunas ciudades van tomando medidas restrictivas al tráfico, pero
poco más, pese a la gravedad del tema y a los altos costes económicos que comporta.
Según el Comisario de Energía y Acción Climática de la Comisión de Europa –un
tal Arias Cañete–, de alcanzarse el plan que propone se reducirían «las muertes
prematuras por contaminación del aire en más de un 40% y los costes sanitarios
se rebajarán en 200.000 millones de euros anuales», eso sin contar el ahorro
que supondría dejar de depender de las importaciones de petróleo, que se ha
estimado hasta en 3 billones –con b– de euros sólo entre 2030 y 2050. No es una
alarma que se haya inventado, pues el Tribunal de Cuentas de la UE también
avisó en septiembre de que la contaminación «cada año causa alrededor de
400.000 muertes prematuras en la UE y genera cientos de miles de millones de
euros en costes externos relacionados con la salud».
En
cuanto a la ciudadanía europea, el punto de mira se ha puesto en los vehículos
diésel, pero los datos, cifras y velocidades que se están proponiendo para
abandonar ese combustible difieren según los intereses de cada país. El sector
automovilístico también pesa mucho y uno de los países más reticentes, por el
peso de sus factorías, es Alemania, que junto a la República Checa, Eslovaquia,
Hungría, Bulgaria y Rumanía pretenden que los recortes de emisiones sean más
paulatinos. En el otro lado estarían Francia, Irlanda, Dinamarca y Holanda. En
el caso de España, pese a ser el segundo país europeo que más automóviles fabrica,
la apuesta por revertir el modelo productivo, al menos antes de convocarse las
elecciones generales, parecía ser firme.
Curiosamente,
para contentar a la industria del automóvil, hasta hace poco se concedían
ayudas fiscales a quien comprara un vehículo sin distinción del carburante
empleado. Ahora, la estrategia va a pasar por penalizar a quien tenga uno y
facilitar la adquisición de vehículos que no contaminen. Eso es, entre otras
cosas, lo que contemplaba el proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética:
prohibir la matriculación y venta de los vehículos diésel, de gasolina,
híbridos y de gas natural. En su apuesta implicaba también a los ayuntamientos para
que no permitan la circulación en sus ciudades de vehículos contaminantes.
Desgraciadamente, nada más anunciarse ese proyecto de ley el alarmismo corrió
como la pólvora. Analizando esa alarma desde un punto de vista ecologista, duele
comprobar la reacción que se está creando pese a que los plazos que se han
marcado para esa «desconexión», el 2040, sean más lejanos de los deseables,
aunque más duele si lo miramos desde una óptica anarcosindicalista, porque se
está anteponiendo el empleo asalariado al bien común.
Hace
décadas que a la clase obrera se le puso la zanahoria del vehículo privado en
los morros, convirtiéndolo en un bien de consumo imprescindible con el que
acudir a su centro de explotación. Luego se producen los atascos porque en la
mayoría de automóviles sólo viaja una persona porque la mayoría de asalariados
no tienen –o prefieren no tener– la más mínima conciencia ambiental. Nada más
difundirse la intencionalidad de esa ley, los comités de empresa y los
sindicatos a los que pertenecen hicieron piña con la patronal del sector, unos por
defender el empleo asalariado y otros sus beneficios económicos. Como si no
hubiera tiempo –¡en 22 años!– para ir preparando la reconversión de los
trabajadores afectados hacia la industria de motores no contaminantes o
cualquier otro sector. Como si fuese más importante morir prematuramente siendo
esclavos o provocar daños irreversibles al planeta que cambiar de empleo.
En
esta especie de fin de ciclo, otro elemento a tener en cuenta será el derivado
de la no dependencia de los países productores de petróleo, que se irá
sustituyendo por la de aquellos que hayan apostado por la investigación y el
desarrollo de nuevas tecnologías, provocando que quienes no hayan hecho los
deberes, queden rezagados. Ante algo que parece evidente, cabe preguntarse si el
despertar de conciencia de ciertos países –y de las multinacionales del sector
que gobiernan en la trastienda– pasa también por ser un simple pulso destinado
a cambiar el sistema de producción energética que permita reajustar la balanza
de países dependientes.
Sea
como sea, parece que la era del petróleo tiene sus años contados. Cuando se
finiquite nos habrá dejado millones de toneladas plástico, dioxinas por
doquier, micropartículas contaminantes en nuestro organismo y un mundo «algo
distinto». De no tomar conciencia, de poco o nada servirán las protestas
estudiantiles como la celebrada el 15 de marzo –ahora a casi todas las protestas
se les llama huelga– pues además de la conciencia ecológica, si no se tiende a
una conciencia de clase, los institutos y universidades seguirán siendo el
purgatorio por el que han de pasar tanto explotados como explotadores. Ambas
luchas, la medioambiental y la obrera, han de encontrar el nexo común para
transformar la sociedad eliminando las desigualdades a la par que preservando
el planeta. Y es que de no ser capaces de autogestionar nuestras vidas, en
todos los sentidos, seguiremos vinculados al sistema energético que quieran
imponernos y a la explotación como individuos.
[Publicado
originalmente en el periódico Solidaridad
Obrera # 373, Barcelona, abril 2019.]
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