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miércoles, 6 de marzo de 2019

Debate (A) - Militancia social: Cruzar el Rubicón



Ruyman Rodríguez

Nota preliminar: reconozco que he dudado si publicar este artículo. Los ambientes estentóreos, masculinistas, militaristas, han marcado demasiadas veces la militancia del resto. “Al activismo se viene llorado de casa”, he oído alguna vez. Es el discurso propio de círculos donde se rinde culto a la fuerza bruta desde la débil postura del espectador. Expresar los propios fracasos, límites, vulnerabilidades, contradicciones, es algo que incomoda a un sector del movimiento libertario que afincado voluntariamente en la derrota tiene la necesidad de vender propaganda triunfalista. Después de consultar a varias compañeras ajenas a mi círculo más cercano, me he decido finalmente a publicarlo. Creo que puede servir para reflexionar y para arropar a todas aquellas náufragas que se sienten solas en el océano de la militancia.

En la antigua Roma el río Rubicón marcaba la frontera que ninguna legión podía cruzar sin autorización del Senado. En el año 49 a.C., Julio César ignoró la prohibición y cruzó el río con su ejército, sabiendo que suponía de facto una declaración de guerra. Cruzar el Rubicón significa desde entonces tomar una resolución que se sabe irreversible a pesar de las consecuencias.

El activismo social obliga muchas veces a sus militantes a cruzar el Rubicón. Yo he vadeado esa orilla, he meditado los riesgos y la he atravesado sabiendo que no habría marcha atrás. Da vértigo porque al menos en mi caso he dejado muchos cosas a mi espalda: trabajo, casa, familia, vida. Echando la vista atrás no puedo afirmar que hiciera lo correcto, sólo que entonces lo creía.

Muchas de nosotras estamos metidas en círculos de retroalimentación y autocomplaciencia. Pero cuando decidimos salir de ahí, lo habitual es que fuera haga mucho frío. La gente que suele ir más allá vive intoxicada por una épica alentada por las que nunca se mueven de su sitio. Muchas jóvenes han dado lo mejor de sus vidas y se han convertido en carne de indigencia, cárcel, cementerio o depresión seducidas por aquel latiguillo que nos invita a “morir por las ideas”. Más valdría hacerle caso a Georges Brassens cuando nos decía que para morir por las ideas siempre habrá tiempo y que es mejor dejarlo para “más adelante”.

Las más activas de nosotras, las que no se conforman con limitarse a charlas y eventos y quieren caminar lejos de los márgenes de lo seguro, lo hacen sin red bajos sus pies. Nos gusta jalear a las demás para que se la jueguen y vayan más lejos, pero casi nunca movemos ni un dedo para crear las estructuras que las recojan si han caído. Nos precipitamos al vacío entre aplausos, pero cuando toca recoger los restos a todo el mundo le espera algún asunto más importante en otro lado.

Decía Emma Goldman en una carta a Max Nettlau que “nosotras, las revolucionarias, somos como el sistema capitalista. Sacamos de los hombres y mujeres lo mejor que poseen, y después nos quedamos tan tranquilas viendo cómo terminan sus días en el abandono y la soledad”. Esto se aplicaba perfectamente al periplo que acabaría sufriendo su compañero Alexander Berkman: tiranicida frustrado, preso, propagandista, organizador legendario y en su última época en París alguien que intentaba huir de la miseria y que se acabaría suicidando al no lograrlo. Como él hay muchos más ejemplos, víctimas de unas ideas demasiado elevadas y de un movimiento que no supo estar a la altura. Nombrarlas a todas ocuparía cada letra de este artículo y aún así no bastaría.

Sí, se ha avanzado en la toma de conciencia sobre la necesidad de los cuidados (que tanto se mencionan) y también algo en la elaboración de herramientas de apoyo. Muchos colectivos de antipsiquiatría están haciendo circular útil información al respecto. Hacen una labor muy loable y poco reconocida. Pero lo cierto es que por lo común consideramos que esto es “responsabilidad” de dichos grupos específicos y no algo que nos competa a todas. Pasa como con los grupos pro-presas, que deben dedicarse en exclusiva a suplir carencias mientras las demás somos incapaces de tejer solidaridad sin que el resto de nuestra actividad se vea comprometida. Es algo de difícil resolución sin una reflexión e implicación colectiva. Creo que más que delegar en colectivos especializados, cada agrupación, sea un sindicato, una específica, un grupo de vivienda, un CSOA, una asamblea de barrio, debería entender como su responsabilidad manejar ciertos rudimentos para socorrer a sus militantes y tener estudiados unos mínimos protocolos de actuación.

Pero no podemos negar que, a pesar de los avances, lo hecho hasta ahora resulta insuficiente. La mayoría de las veces las estructuras mentales de nuestros colectivos son, como decía Goldman, similares a las de una empresa capitalista, o incluso peores, porque en la militancia no hay bajas por depresión. No se entiende la necesidad de tomar aire o bajar un pistón sino es en clave de deserción, no paramos de presionar a las demás para que den más de sí mismas sin evaluar cuánto estamos dando nosotras, juzgamos cuál es el momento más apropiado para que las demás tiren la toalla como si su resistencia física y emocional no contara. El activismo se ve como un hobby para mucha de la militancia sumida en la autorreferencia, pero para otra parte es peor que un trabajo. Un infierno al que no se quiere volver si no te espoleara el sentido del deber. Personalmente, a veces me he encaminado hacia la militancia tan angustiado que he deseado no llegar nunca y he descubierto con toda la hondura del término lo que significa la resiliencia.

Lo peor es que esa tendencia a exigir se recrudece con las más comprometidas. Las vemos tan fuertes, tan seguras, que reclamamos más de lo que humanamente pueden dar. Al final la enfermedad física, anímica, social, puede destrozarlas, pero no lo vemos porque el personaje nos tapa a la persona.

En estas circunstancias la sensibilidad y la ternura deberían ser parte del aire que respiramos en los ambientes libertarios, pero en vez de eso padecemos de hipercriticismo (no hacia nosotras, sino hacia las demás). Recuerdo las críticas que recibió Jaime Giménez Arbe porque atracaba bancos a mano armada y recuerdo también las críticas a Enric Durán porque hacía algo similar pero usando sólo la inteligencia. Al final yo no podía evitar cabrearme y preguntar en alto: ¿querrán ustedes, señoras críticas, entrar en un banco y enseñarnos de una jodida vez cómo debe hacerse? Pero nunca hubo respuesta, ni la esperé.

Muchas compañeras son tildadas de “peligrosas radicales” no por los medios de comunicación ni por las profesionales de la política, sino por sus propias colegas de asamblea. En el otro extremo, hasta el éxito más humilde supone para las dogmáticas una concesión al sistema porque sólo aceptamos el fracaso. El anarquismo ha sido, desde antes del “Noi del sucre”, un movimiento caníbal. Pero no es autóctono de nosotras; lo es de toda actividad grupal, sea social o política.

El contacto con la realidad ajena al movimiento también mata, como un ambiente vírico hostil hace con un organismo inmunodeprimido. Llegas a la gente, les ayudas, y esperas que correspondan a tu esfuerzo. La primera decepción, la primera traición, el primer golpe, es como si algo se te derrumbara por dentro. Ya decía Ortega que “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía”. Para sobrevivir a este caos ordenado, necesitamos tener certezas, secuencias lógicas a las que aferrarnos. Las anarquistas tenemos las nuestras: “la gente decidiendo por sí misma opta siempre por lo mejor”, “si ayudas te ayudan”, “no habría maldad si el medio fuera el adecuado”, etc. Cuando alguna de estas premisas son destrozadas por la realidad, dentro nuestro se produce un cataclismo que replica durante meses y a veces años. Nuestras convicciones más íntimas son quebrantadas. Después de estas experiencias se entiende el atractivo de la automarginación, la endogamia y el gueto autótrofo. Desgraciadamente ya habrá tiempo de descubrir que entre clones no hay menos desencantos. Aunque se enmascare con un lenguaje teórico sofisticado, se reproducirán exactamente las mismas desilusiones y seguramente también nos tocará a nosotras fallarle a alguien. Pero esta obviedad es algo que se suele aprender demasiado tarde.

La realidad, no obstante, es siempre el muro más alto. Recuerdo pasar meses en una habitación, sin agua, sin luz y sin ventanas. Echarme a dormir en el suelo de hormigón con un grueso abrigo y las manos en los bolsillos para combatir el frío. Hasta entonces nunca pensé que pudiera hacer tanto frío en Canarias. Me levantaba a las 6:00 de la mañana a militar y me acostaba a las 3:00 de la madrugada después de militar. Entre medias trabajaba. Cada semana el esfuerzo me arrebataba unos 3 kilos de peso. La mayoría, como es natural y lógico, claudicó y yo también quería hacerlo, con todas mis ganas, en serio, pero no podía. La “causa” era demasiado grande. Más grande que yo, que me tenía por individualista. Me empezó a dar miedo que nada me hiciera desistir, que estuviera rebasando la línea de la razón para llegar a las fronteras del fanatismo. Pensaba en Chris McCandless, ese chico que lo dejó todo para huir a Alaska, para seguir su propia causa, para poner a prueba sus convicciones, para comprobar si se podía vivir con apenas nada. Pensaba en él, muriendo solo y aislado, en esa vieja guagua abandonada que describe Jon Krakauer en su libro Hacía rutas salvajes. Pensaba en él, hambriento, helado, débil y convulsionante, dejando una nota en la que hacía creer a sus seres queridos que había muerto haciendo lo que quería. Pensaba en esa nota y yo estaba casi seguro de que mentía. Quería ahorrar sufrimiento a quien la leyera, pero en realidad debía tener miedo y estar arrepentido de haber llevado su aventura hasta tan lejos. Creía que mentía, porque eso era lo que sentía yo.

Un día, precisamente cuando me di cuenta asustado de que ya no había nada (por humillante, traumático o doloroso que fuera) que me forzara a renunciar, comprendí que todas esas certezas que tenía sobre la vida y la gente en realidad eran absurdas reglas mentales. Comprendí que la vida no tiene sentido, ninguno concreto y predefinido; tiene el que le des a tu propia vida. Comprendí que ayudar a la gente no implicaba reciprocidad, que no existe una justicia universal retributiva. Comprendí que iba a continuar el desafío ajeno a si las demás me correspondían o a la cordura del mundo, porque yo lo había decidido así y no por ninguna compulsión cósmica. Iba a intentar joder el sistema porque no quería someterme a él y porque el resto de personas debía tener la misma oportunidad que yo.

Mentiría si dijera que en mis viajes por la península no he sentido todo el calor, el apoyo y la solidaridad que no se nota cuando piensas que eres un corredor de fondo. Eso me ha reconciliado con el movimiento, pero pienso en todas aquellas que no han tenido la suerte de la repercusión mediática de sus luchas. La gente que curra sin ver nunca los efectos de su trabajo y que coquetean con la idea de desaparecer silenciosamente por la puerta de atrás. Creo que como movimiento estamos en deuda con ellas, y debemos buscar la manera de salir de la inactividad pero sin dejar atrás a nadie, sin aceptar ni una sola víctima por fuego amigo, ni un solo daño colateral, ni una solo compañera caída a la que no le tendamos la mano.

Hoy seguimos caminando por la orilla del Rubicón dudando si cruzarlo. Si en la otra orilla nos esperaran voces amigas, un soporte digno, nos resultaría mucho más fácil decidirnos a atravesarlo. Pero no podemos quemar los puentes a nuestras espaldas si delante no hemos construido antes nada. Lo contrario supone inmolar a toda una generación en el altar de las ideas. El capitalismo no nos puede haber absorbido tanto como para que olvidemos que ningún proyecto o doctrina, por grandes e importantes que sean, valen nada ante la más humilde y sencilla forma de vida.

[Tomado de https://lasoli.cnt.cat/26/10/2016/cast-cruzar-rubicon.]


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