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miércoles, 27 de febrero de 2019

El anarquismo, una manera de estar en el mundo



Claudio Albertani

“Anarquía: victoria del espíritu sobre las certidumbres.”
                                                                  George Henein

Asistimos al fracaso estrepitoso de los sistemas totalitarios. Aparentemente invencibles, los fundamentalismos políticos, religiosos y económicos se muestran al fin por lo que siempre fueron: engaños de masa, mortíferas alucinaciones colectivas. Al derrumbe sin gloria del socialismo soviético le siguió el desplome del neoliberalismo y ahora cae el mito del islamismo radical. Por su parte, los poderosos de Occidente no duermen contentos. Los 250 mil cables diplomáticos filtrados por Wikileaks han tenido el saludable efecto de desnudar no a uno sino a muchos reyes sembrando el pánico entre los poderosos. El secreto generalizado es el modus operandi de la sociedad del espectáculo decía Debord, pero ahora resulta que las criptas del poder están huecas. ¿Necesitábamos a Wikileaks para saber que Berlusconi es un depravado engreído, Sarkozy un arrastrado arrogante y Calderón un dipsómano incompetente? El verdadero escándalo no son sus fechorías, ni tampoco las de sus semejantes. Lo peor es que el secreto del poder es un secreto de polichinela: nadie debería conocerlo, ni contarlo, y sin embargo todos lo conocen y lo cuentan.
 
Son buenas noticias, pero no es el momento de echar las campanas al vuelo. La humanidad se encuentra ante una disyuntiva: correr el riesgo de desaparecer o lograr un cambio radical para acabar de una vez por todas con las formas de alienación y de servidumbre. Así las cosas, ¿es posible apostarle a la creatividad individual y colectiva, a la liberación del deseo, a la autogestión generalizada? O, dicho de otra manera, ¿es actual el anarquismo? ¿Contribuye a revitalizar los proyectos de liberación humana? ¿Aporta algo a la solución de los grandes problemas del mundo actual?

Se dice que el anarquismo es una teoría bonita, pero “utópica”. ¿Qué es una utopía? Una forma de impaciencia respiratoria que roba oxigeno al futuro, dice George Henein. Y añade: la utopía es la propensión natural del ser a actualizar lo imposible. Se recarga al hacer contacto con la subjetividad apasionada, esa que se mueve en el universo como en un teatro de lava ardiente, que sopla.

Hay muchas utopías: geográficas, médicas, científicas, técnicas...Hubo utopías piratas, islas y escondites en donde, por breves momentos se fundaron comunidades de intentos al margen de la sociedad. Los utopistas más perseverantes son los poetas y las utopías de todo género son poemas en espera de editor.

Charles Fourier identificó en el principio de repetición –la existencia “realista”, vivida en papel carbón-una lenta preparación para la muerte, la desgracia en la que se consuman la sensibilidad y el gusto por la vida. Sus teorías pueden aparecer descabelladas, pero sólo quería comunicarnos la alegría de vivir, la versatilidad de actuar, la multiplicidad del ser.

Bajo esta perspectiva, todas las ideas, mientras no hayan sido realizadas son utopías y sin ellas no puede nacer ninguna realidad nueva. En la medida en que responden a una inclinación natural, presente en todo individuo no carcomido por la desesperanza, las utopías despiertan la imaginación y el deseo de elevarse más allá de la trivialidad cotidiana. Son –diría Joseph Déjacque, uno de nuestros abuelos-sueños no realizados, pero realizables. Los anarquistas son cazadores incasables de utopías; buscan lo invisible, lo extraen de los intersticios del tiempo y lo cultivan en la vida diaria.

¿Podemos meter las elaboraciones de tipo milenarista en el cajón de sastre de las utopías? No. El milenarismo –que se trate del Tercer Reich paranoico de Hitler, de la aventura sionista o del delirio maoísta en la (mal llamada) revolución cultural-se nutre de un resentimiento infausto en el que sólo tienen cabida ciegos vengadores. No ignoramos que los sistemas de pensamiento conocidos como “utopías” pueden incluir ingredientes autoritarios. Desde la República de Platón, se han multiplicado los intentos de imponer una disciplina militar al conjunto de la sociedad reservando el ejercicio del pensamiento a una elite de guardianes y eliminando el gusto dionisíaco por la fiesta, la bebida y el sexo.

El anarquismo reivindica los aspectos subversivos de la utopía, pero no es una utopía en el sentido tradicional de aspiración quimérica e ilusión especulativa. La anarquía es utópica porque defiende la irrupción de lo maravilloso en la vida cotidiana, pero no lo es en el sentido literal de un no lugar o un lugar sin lugar. Una de sus características es centrarse, aquí y ahora, en la acción directa. Acción directa, vale más aclararlo, no quiere decir acción violenta, sino acción autónoma de individuos y colectivos que rehúsan someterse a la política parlamentaria y a partidos de cualquier ideología. Incluye una enorme cantidad de opciones: desde la desobediencia civil a la resistencia pasiva pasando por la guerrilla informática, el boicot, la huelga auto-organizada y el sabotaje.

El anarquismo –señala Emma Goldman- es una fuerza concreta en los asuntos de nuestra vida, constantemente creando nuevas condiciones. Sus métodos no contienen un programa armado de una vez por todas para llevarlo a cabo en cualquier circunstancia. Los métodos deben salir de las necesidades de cada lugar y clima y de los requisitos intelectuales y temperamentales del individuo.” Tiene que ver con una marcada disposición a cuestionar los dogmas y los poderes establecidos. Pregona, igual que Nietzsche, el ocaso de todos los ídolos. Cree firmemente que todo puede ydebe ser objeto de duda, particularmente los credos absolutos: el trabajo, la patria, la familia, la religión... Defiende la libertad de expresión siempre: “nada es sagrado, todo se puede decir” (Raoul Vaneigem).

No aplazamos nuestra liberación a un futuro inasible. Tampoco pretendemos liberar a los demás. Queremos, en primer lugar, liberarnos a nosotros mismos en unión con los demás. Buscamos apartar de la vida todo lo que implica la reproducción del viejo mundo y el deseo de dominar. Un deseo ominoso que se pierde en la noche de los tiempos: junto al primer usurpador de la propiedad ajena nace el primer dominador .El primero que inventa las reglas, imparte órdenes, impone obediencia es el mismo que reparte bienes entre sus acólitos después de robarlos; que lleva a la conquista de la tierra prometida, o sea la tierra fecundada por otros; que constituye en nación a las tribus que lo siguen y las llama pueblo elegido, es decir pueblo autorizado a saquear la tierra de otros pueblos. Ese mismo señor, después de haberse sustituido a la tribu y a la nación, declara: “el estado soy yo”.

La lucha contra las relaciones de explotación y dominación corre el riesgo de quedarse en lo meramente negativo cuando no logra transformarse en fuerza afirmativa, capaz de recomponer relaciones sociales. A pesar de su carácter fragmentario –o tal vez gracias a ello- el pensamiento anarquista anticipó algunos de los asuntos centrales de nuestro tiempo. Mencionaré aquí únicamente tres: 1) la emancipación de la mujer, 2) la pedagogía antiautoritaria y 3) la cuestión ambiental.

Ya Charles Fourier –ese soñador sublime-había aclarado que el sistema civilizado (léase: el capitalismo) reprime las pasiones, la atracción y la naturaleza. La mutilación del amor es el crimen fundante de la civilización mercantil, pero sus raíces calan hondo en el neolítico cuando se impusieron contemporáneamente el poder jerarquizado, la religión y el patriarcado. La víctima de ese crimen no es sólo la mujer, sino también el niño. Una violencia disimulada o, de plano, brutal aplasta la inocencia infantil para formar seres humanos -hombre y mujeres-autoritarios y, al mismo tiempo, serviles que reproducen el orden patriarcal.

Desde los tiempos de Marx pasando por Kautsky, Bernstein, Lenin y Trotsky, las corrientes hegemónicas del socialismo han asegurado que para cambiar la sociedad es necesario contar con el aparato del Estado. La historia ha desmentido esta creencia. El derrumbe de la Unión Soviética –la patria de todas las tristezas proletarias- y ahora el desprestigio universal de los partidos políticos eliminaron los principales obstáculos ideológicos para reformular una crítica social digna de este nombre: la gran mentira comunista por un lado; la ideología neoliberal y del Estado de derecho, por el otro.

Así las cosas, hablar de socialismo implica hablar de más de un siglo de lucha por la justicia... por el camino equivocado. En la actualidad, no podemos separar la idea de socialismo, la palabra socialismo, del proceso histórico real, de la lucha real asociados con una evolución específica. La única manera de proseguir la discusión sobre el socialismo es empezar con el supuesto de que el socialismo tuvo un principio y llegó a su fin. Ya es tiempo de voltear la página.

De izquierda a derecha es la misma nada que aparece ya sea como tiranía o como democracia, el mismo mostrador en que las mercancías cambian de lugar según las necesidades publicitarias. Quienes todavía votan dan la impresión de querer hacer explotar las urnas a fuerza de actos de protesta. Se comienza a sospechar que es contra el voto mismo que la gente sigue votando. Ninguna propuesta está, ni de lejos, a la altura de la situación y la población, incluso cuando calla, es infinitamente más madura de todos los títeres que se disputan el poder. De izquierda a derecha, todos los partidos en todo el mundo tienen un objetivo claro: desmantelar incluso el recuerdo de las asociaciones y mecanismos que expresan solidaridad y una sociabilidad no capitalista. Cualquier intento de lucha que se salga de los cauces institucionales es exhibido como una quimera insensata destinada a reproducir las pesadillas totalitarias del siglo XX.

La conciencia insurreccional, sin embargo, siempre duerme con un ojo abierto. Es claro que las clases dominantes no tienen mucho que celebrar. Anunciado con apresurado triunfalismo, el fin de la historia –esa torpe utopía de un capitalismo sin contradicciones y sin antagonistas-no abrió paso al nuevo mundo feliz que pregonaban sus mentores, sino a una era de discordias sangrientas.

La larga historia de rebeldía de las clases peligrosas está lejos de haber concluido. Conjurada durante décadas, la revolución social -es decir la opción de acabar con la explotación de los seres humanos y de la naturaleza para construir un mundo nuevo-no sólo sigue siendo viable, sino cada día más urgente: la carga energética que durante más de dos siglos ha levantado pueblos y hecho saltar edificios históricos seculares no está agotada. Hoy, la revolución no tiene por qué ser violenta, entre otras razones porque no se puede combatir la enajenación con medios enajenados y porque la capacidad destructora de nuestros enemigos es inmensa.

Si la revolución de nuestro tiempo ya no puede parodiar al octubre soviético, puede, en cambio, buscar fuentes de inspiración en otras experiencias. Una de ellas es precisamente el anarquismo, una corriente política fundada en el principio de la autonomía del individuo y en el proyecto de una sociedad sin Estado y sin Capital. El anarquismo es una actitud frente a la vida más que una doctrina política en el sentido tradicional. Apela, como diría Albert Camus, a esa parte calurosa del ser humano que no puede reducirse a la ideay que no puede servir sino para ser. Emplea una estrategia de profanación: liberar lo que se encuentra encadenado para restituirlo a la esfera sensible y a un posible uso común.

Hay muchos anarquismos. El carácter plural del pensamiento libertario tiene que ver con lo más profundo de la condición humana: si, a pesar de todo, nuestro destino no es tan desdichado, si todavía tenemos alguna posibilidad de no sucumbir, es porque una multitud de almas habitan un solo cuerpo. El punto de partida siempre es el individuo. No el individuo abstracto como principio filosófico, sino el individuo concreto, vinculado a los demás seres humanos por mil razones materiales y espirituales. No existimos aislados de la sociedad, nuestros deseos no pueden realizarse más que en ella; vivir una vida plena pasa por la toma de conciencia de nuestros derechos personales y también de nuestra responsabilidad social.

Una anécdota reportada por el historiador italiano Pier Carlo Masini ilustra la riqueza de la tradición libertaria. Ante un juez que le invitaba a definir en pocas palabras su ideal político, un militante obrero contestó con espíritu bíblico que para él la anarquía era el Arca de Noé sin Noé. A lo cual otro imputado objetó que, si acaso, la anarquía era el diluvio universal sin el arca. He aquí las dos almas del anarquismo; optimista y racional la una, romántica y nihilista, la otra.

La libertad es el valor central, pero va asociada a las ideas de autonomía, voluntad y potencia. Tiene, por tanto, un sentido muy diferente al del lenguaje vulgar: “la libertad no es el derecho abstracto, sino la capacidad de hacer algo. (...) y es en la cooperación con los demás que el hombre encuentra los medios para desplegar su actividad y sus potencialidades”.

Se dice que los anarquistas rechazan la organización, bajo el presupuesto de que obstaculizaría la libertad. Aunque es verdad que algunos individualistas se definen a sí mismos “anti-organizadores”, esto es básicamente falso. La organización es la práctica de la cooperación y de la solidaridad, la condición necesaria de la vida social. Constituye un hecho ineluctable que se impone a todo grupo de personas que tenga un fin común que realizar. Permanecer aislados actuando o queriendo actuar cada uno por su cuenta, sin entenderse con los demás, significa condenarse a la impotencia, malgastar la energía en pequeños actos sin eficacia y muy pronto caer en la completa inacción.

Mientras lo mejor del marxismo revolucionario radica en el descubrimiento de la lógica y las contradicciones del capitalismo, el anarquismo es, en primer lugar, una práctica revolucionaria que busca lograr un cambio radical desde abajo. El principio de la organización es su alma, su esencia misma y lo que lo distingue de otras corrientes socialistas. Tan es así que las diferentes tendencias libertarias siempre emergen de principios práctico-organizativos: mutualistas, anarco-sindicalistas, anarco-comunistas, insurreccionalistas, plataformistas, etc. Lejos de crear el autoritarismo, la organización es el remedio más eficaz contra ello y el modo para que cada uno de nosotros se habitúe a tomar parte activa y consciente en el trabajo colectivo y deje de ser un instrumento pasivo en mano de los jefes.

Lo que sí combaten los anarquistas es la centralización política y social a la que contraponen la libre asociación de grupos independientes unidos por objetivos comunes. Cuando la organización se autonomiza de sus integrantes para convertirse en un fin en sí mismo -es lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en la mayoría de las organizaciones de izquierda-se extingue el espíritu creador y se atrofia el pensamiento.

La política de los partidos siempre es la razón de Estado. No existe, ni puede existir, un parlamentarismo revolucionario, de la misma manera que tampoco existe, ni nunca existió, un Estado revolucionario. Entre los regímenes parlamentarios y los regímenes dictatoriales, sólo existe la diferencia entre la fuerza de la mentira y la verdad del terror. La mejor garantía contra todo poder separado, necesariamente opresivo (como partidos, sindicatos corruptos, organizaciones jerarquizadas, grupúsculos intelectuales o activistas, embriones todos ellos de Estados), es la construcción inmediata de condiciones de vida radicalmente nuevas.

Una opción es construir aquí y ahora contra-poderes, es decir poderes anti-estatales, espacios que no remedan el poder dominante, sino que lo niegan. Es la propuesta de las ZAD francesas (Zones à defendre, zonas para defender) y de las Zonas Temporalmente autónomas(TAZ, por sus siglas en inglés): liberar, aunque sea por un corto tiempo áreas de tierra, de tiempo, de imaginación y luego autodisolverse para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo, antes de que el Estado pueda aplastarnos.La TAZ es un campamento de guerrilleros ontológicos: atacan y escapan”.

Tiene que defenderse, pero tanto el ataque como la defensa deben, siempre que puedan, eludir la violencia del Estado, que es una violencia sin sentido. El ataque se libra contra estructuras de control, esencialmente contra las ideas; y la defensa es la invisibilidad-un arte marcial-y la invulnerabilidad, un arte oculto entre las artes marciales. La máquina de guerra nómada conquista antes de ser detectada, y se desplaza antes de que el mapa pueda ser reajustado. Por lo que concierne al futuro; sólo los autónomos podrán planear la autonomía, organizarla, crearla”. No se trata de preparar la revolución para el gran día. La irrupción de los individuos y las colectividades en el espacio público ya es la revolución.

Muchos nos acusan de ignorar las “mediaciones” y de no presentar “proposiciones prácticas”. A lo que respondemos: el mundo está patas arriba; todo está por reinventarse. ¿Por qué exigir a los anarquistas, una minoría radical entre muchas, esa solución que corresponde a la humanidad en su conjunto? No poseemos el secreto para cambiar el mundo, nadie lo detiene. Pero formulamos preguntas de las que pueden salir respuestas colectivas. Y sabemos que las “mediaciones” tradicionales -el partido, la vanguardia, el Comité Central...- lejos de acercarnos a un mundo mejor no producen más que pesadillas.

No somos ilusos. Sabemos que la actual ola de rebeliones no se inscribe necesariamente en la práctica conscientemente libertaria que reivindicamos. También estamos al tanto de que puede desembocar en nuevas formas de barbarie. ¿Qué hacer? La revolución en permanencia. Huelga decir que la revolución no es la toma del palacio de invierno. Es el advenimiento de la autonomía, el momento en que los seres humanos empiezan a actuar por sí mismos, dejando atrás al viejo mundo e instituyendo los criterios y los fines de su acción. Esta revolución no está inscrita en ninguna ley histórica. Tampoco es nunca ha sido-una necesidad dialéctica. Es una opción lúdica. Hace más de medio siglo, Guy Debord recomendó “crear situaciones de ruptura”. Un buen comienzo es rechazar la pandemia de servidumbre voluntaria que ofusca las conciencias.

No mantenemos certidumbres sobre el futuro. Sabemos que vivimos una época de descomposición social, pero sabemos también que esa misma descomposición puede convertirse en nuestra fuerza. En el trabajo, en la escuela, en la familia, tenemos la opción de defender la libertad y oponernos a la injusticia. Llamamos a la construcción de colectividades urbanas y rurales federadas entre sí para poner en marcha la producción de energías naturales, de agricultura regenerada, de medios de comunicación comunitarios, y de servicios públicos gratuitos al margen del robo perpetrado por gobiernos y empresas privadas. No somos pesimistas ni optimistas. Pero sabemos que si actuamos a partir de principios autogestivos, si evitamos la separación entre dirigentes y ejecutantes, si comprendemos que no podemos combatir la enajenación con medios enajenados, puede ser que el resultado de nuestras luchas sea un mundo mejor. Un mundo no muy diferente al que alguna vez imaginaron nuestros abuelos anarquistas. No importa cómo nos llamemos o cómo nos llamen. Lo importante es que, en donde estemos, luchemos por ello.



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