Miquel Amorós
La
derrota del movimiento obrero fue la causa de que la crítica social quedara
aislada en pequeños círculos de irreductibles. Los cambios profundos
experimentados por el sistema capitalista junto con el crecimiento del aparato
estatal bloquearon cualquier deriva que culminara en una organización de la
clase apuntando hacia objetivos revolucionarios. Las luchas se reorientaron
hacia reivindicaciones inmediatas centradas principalmente en la conservación
del empleo, mientras que la llama de las grandes metas emancipadoras quedó
apagada por el vendaval participativo que produjo la apertura de las instituciones
a los partidos “obreros”.
Tuvo lugar entonces en el terreno teórico el paso de
la crítica proletaria a la ideología social liberal burguesa, y en el terreno
de la praxis, la trasformación de la lucha de clases en sindicalismo de
concertación y contienda electoral. La clase obrera no salió indemne de tanta
sacudida, fundiéndose con las nuevas clases medias en una masa amorfa adicta al
régimen productivista. Las crisis sucesivas nacidas de las nuevas contradicciones
originadas por la globalización apenas han alterado la situación anterior. Las
minorías radicales siguen empeñándose en reproducir un obrerismo ideológico sin
sentido, aferrándose a las viejas fórmulas superadas. Las alternativas
individualistas, primitivistas y ecologistas no son mucho mejores, ya que son
simples ideologías de recambio y no expresiones de movimientos trasformadores
apoyados en una comprensión real de las condiciones históricas presentes.
El
nuevo régimen social se desarrolló a partir de una fu-sión del Capital con el
Estado, y por consiguiente, de la economía con el sindicalismo y la política.
El crecimiento económico era la condición sine qua non para el acceso a
“la sociedad del bienestar”, objetivo que había reemplazado a la “autogestión”
y el “socialismo”, y por lo tanto, el imperativo principal de cualquier
política de partido. Según la mentalidad progresista de los nuevos dirigentes,
la abundancia de mercancías y crédito, la propiedad inmobiliaria y los servicios
estatales, frutos de un “desarrollo” tecnoeconómico creador de puestos de
trabajo, disolverían cualquier antagonismo social y pondrían fin a una época de
lucha de clases. Las masas, encerradas en su vida privada, dejarían de buen
grado los asuntos públicos y salariales en manos de los profesionales de la
negociación, obedeciendo puntual-mente a las indicaciones trasmitidas por los
medios de la comunicación espectacular. El proletariado quedaba existencialmente
corrompido por el capital, esclavo de sus intereses económicos inmediatos. No
quiere emanciparse, negando su condición, su existencia alienada: solamente
desea no quedar fuera del mercado, consolidar su lugar en el marco de la
sociedad de consumo. Ahora sigue las pautas políticas que le marcan las clases
medias, o sea, que se ha ciudadanizado. En consecuencia, la crítica social
tenía que ser forzosamente anticonsumista y antidesarrollista, aunque solamente
fuera por contrarrestar el conformismo producido por dicho “bienestar”. Y había
de ser, complementariamente, antipatriarcal, antiestatista y antipolítica.
Tenía que romper tanto con la tradición socialdemócrata, el obrerismo político
y el nuevo ciudadanismo, como con el machismo cotidiano y la ideología del Progreso,
creencias espurias con las que el sistema había contaminado a los dominados.
La
integración de los trabajadores en tanto que principal fuerza de consumo
unificaba la industria con la vida. El desarrollo era el arma mediante la cual
el capital colonizaba la vida cotidiana y destruía la sociedad civil -especialmente
el medio obrero- privándola de la menor autonomía. La descolonización no podía
ser más que antidesarrollista. La crítica de la idea de Progreso, como la de la
neutralidad de la técnica y del Estado que le servía de corolario, era el nuevo
punto de partida. Otras razones ve-nían a reafirmar el antidesarrollismo como
característica principal del anticapitalismo: las derivadas de la fusión del
territorio y la urbe en detrimento del primero. El impacto destructivo de las
políticas desarrollistas sobre los individuos y el entorno (que ponía en
peligro la permanencia de la vida misma en el planeta) contaminaba, trastornaba
el clima, despoblaba el campo, agotaba los recursos, desequilibraba el
territorio y forzaba un estilo de vida urbano artificial y alienado. Así pues,
la crítica social incorporaba como elementos fundamenta-les la crítica de la
agricultura industrial, del despilfarro energético, del consumismo y del
urbanismo. La revolución no provocaría una aceleración de la economía, sino que
activaría un freno de emergencia. La producción, la circulación y la
distribución capitalistas no son autogestionables. La propiedad nacional o
colectivista de unos medios de producción y circulación (distribución)
eminentemente destructivos no solucionaría ninguno de los problemas planteados,
ya que la solución sería más bien el resultado de diversos procesos de desglobalización,
desindustrialización, desurbanización y desestatización.
La
crítica social no puede prescindir de conceptos como el de alienación,
ideología, razón o sujeto histórico, sin los cuales nunca rebasará el horizonte
cultural de la dominación. El sujeto revolucionario es un ser histórico, una
comunidad de individuos cuyos intereses son universales, producida en el tiempo
y que camina hacia su realización plena en el tiempo. Su existencia no viene
garantizada por ninguna situación objetiva. La crítica tradicional concedía el
papel de sujeto de la historia y redentor de la humanidad al proletariado, pero
dadas las condiciones económico-políticas actuales, no puede atribuirse ese
honor a la masa desfavorecida de asalariados. Primero, porque ha perdido su
centralidad, ya que no es la principal fuerza productiva; segundo, porque no
forma un mundo aparte en el seno de la sociedad, con sus propios valores, tradiciones
y reglas. No puede constituirse un sujeto –una comunidad, una clase- exclusiva-mente
basándose en la condición de asalariado, ni tampoco los conflictos laborales
son capaces de abrir unas perspectivas anticapitalistas mínimas. Por otro lado,
no son precisamente los asalariados de hoy quienes reivindican el honor de la
primera fila en el combate por la abolición del Capital y el Estado,
prefiriendo de largo dejarse llevar por las políticas posibilistas de las
nuevas clases medias, las únicas que han mostrado capacidad de iniciativa
institucional. El nuevo sujeto, es decir, la comunidad de combatientes
anticapitalistas, no existe en la actualidad: ha de emerger de conflictos cuya
resolución sea imposible en el marco del sistema actual de dominio. Pero no
sólo eso: ha de erigirse en sujeto moral, virgen de cualquier valor burgués, es
decir, ha de llevar en su seno, en sus pasiones y en sus aspiraciones los gérmenes
del comunismo libertario del futuro.
Habiendo
alcanzado sus límites internos y externos, el capitalismo se ha instalado
permanentemente en la crisis y prosigue su marcha a través de innumerables
confrontaciones. Dejando aparte la geopolítica militar, responsable de las
guerras por el control de recursos, y limitándonos a las condiciones locales,
dos son los tipos de lucha capaces de cuestionar la naturaleza del sistema: las
luchas urbanas y la defensa del territorio. En las conurbaciones tienen lugar
resistencias contra la exclusión y contra el endurecimiento represivo que exige
el control de las masas excluidas. Buen ejemplo de ello son las luchas contra los
desahucios, las privatizaciones, el turismo, la precariedad y los abusos
jurídico-policiales. Sin embargo, es en el territorio no urbano donde se
generan los conflictos mayores, aquellos que agravan las condiciones de vida y
ponen en peligro la supervivencia de la población, y que, por lo tanto, son los
que pueden aportar mayor conciencia antidesarrollista. El territorio
periurbano, expurgado de actividades agrícolas, se ha convertido en escenario de
grandes proyectos especulativos sin ninguna utilidad para sus habitantes:
prospecciones de petróleo y gas no convencionales, construcción de grandes
infraestructuras, de macrocárceles, de vertederos, de plantas incineradoras, de
centrales energéticas, de residencias vacacionales, etc. En consecuencia, la
defensa del territorio contra su reordenación explotadora constituye el eje
donde pivota la lucha antidesarrollista, defensa que cuenta con la
particularidad de sobrepasar el horizonte rural: sus efectivos proceden
mayoritariamente de las conurbaciones.
El
tipo organizativo que surge de la nueva conflictividad se apoya en relaciones
de vecindad, más que de lugar de trabajo. El sujeto se reconstituye ante todo
como organización vecinal, colectividad o concejo, no como sindicato, coalición
o partido, y eso es así porque la cuestión social se presenta cada vez más como
cuestión territorial. Esta clase de organización, que abarca todas las esferas
de la actividad social, goza de la ventaja de estar mejor prevenida contra la
burocracia, pues funciona horizontalmente, rotando cargos representativos y tareas.
No presenta un perfil único, pues es producto de condiciones locales de lucha,
actuando bien como asambleas o plataformas, bien como grupos de apoyo o “zonas
a defender”. Tampoco están a salvo de la recuperación o del reformismo, puesto
que la conciencia antidesarrollista no acompaña las luchas con la suficiente contundencia
como para volverlas irrecuperables y suversivas. Y no las acompaña en la medida
que el grado de disidencia de los combatientes es pobre y el fetichismo de la
política es grande, cosa que impide hacer de la segregación un arma. Pero dado
que el sistema es irreformable, la lucha no ha de centrarse sola-mente en sus
aspectos negativos, sino también en aquellos que de alguna forma constituyen
embriones experimentales de una sociedad nueva. La comunidad se crea tanto en
la movilización y la resistencia como en la obra constructiva y creadora. Y así
en el espacio urbano hemos visto aparecer ágoras de barrio, coordinadoras
asamblearias de trabajadores, huertos comunitarios, comedores populares,
clínicas alternativas, talleres autogestionados y otras iniciativas más o menos
logradas como respuesta a problemas concretos. En el territorio se producen
experiencias ruralizadoras como cooperativas integrales, ocupación de tierras,
cultivos salvajes agroecológicos, producción de energía renovable, recuperación
de bienes comunales, reivindicación de prácticas de autogobierno tradicionales
(juntas, concejos), etc. Son ejemplos dispersos, marginales, voluntaristas y
mal equipados, pero de suma importancia, puesto que indican el camino a seguir
cuando un verdadero movimiento social cristalice y supere el estadio de las
barricadas.
Recapitulando,
el antidesarrollismo es una reflexión crítica y una práctica antagonista
nacidas de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase última del
régimen capitalista. Es una teoría abierta que hace balance de la lucha de
clases pasada e incorpora a la vieja tradición anarquista y socialista la crítica
de la vida cotidiana, del urbanismo, la ciencia, la tecnología y el progreso. Y
es a la vez un sentimiento difuso de futuro fallido que empuja a la acción. La
obsolescencia programada de la humanidad no podrá pararse más que con el
desmantelamiento de industrias e infraestructuras, el reequilibrio poblacional
entre ciudad y campo, la descentralización social y la desestatización, asuntos
que los desastres de la mundialización han llevado a la calle. El sujeto
revolucionario surgirá de la confluencia entre esa sensación de pérdida irreparable
que comunican las agresiones del capital/estado, o sea, del sistema, y la insrrección
contra un destino inaceptable.
[Tomado
de la publicación anarquista Siglo XXI
# 42, Madrid, enero 2019. Número completo accesible en https://drive.google.com/file/d/1JShDAnoJpYvehAIqDB951UkTksWJxDkS/view.]
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