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jueves, 12 de abril de 2018

Inseguridad, control social y violencia de Estado. Notas desde Venezuela “bolivariana”



Nelson Méndez

[Nota previa de El Libertario: He aqui una versión resumida del articulo que -aún cuando originalmente fuese publicado en 2011- pensamos conserva vigencia y aporta elementos explicativos importantes sobre este tema, que sigue siendo de primera importancia en la dura cotidianidad que afrontamos en Venezuela.]

«Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario, ¿para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor- el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo vaporizarían. Solo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

… [Winston] volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios… Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:

Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, La Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar… ¡muchas felicidades!»
                                                        George Orwell, 1984


La inseguridad ciudadana es un problema que, sin duda, fue heredado por los gobiernos de chavomaduristas, producto entre otras razones de una inmensa deuda social históricamente acumulada con amplios sectores de la población. Pero no es menos cierto que ha venido agravándose bajo este régimen, al punto de ser considerada la mayor calamidad padecida cotidianamente por quienes habitamos en el país.


Las evidencias de la incompetencia gubernamental en la materia son múltiples: mantener el tradicional énfasis en las políticas represivas, la ausencia de una transformación estructural que disminuya significativamente la pobreza, la corrupción de los cuerpos policiales, la impunidad para los delitos cometidos por los poderosos –ya sean de la oligarquía tradicional o de la pujante “boliburguesía”, nacida al amparo de la “revolución” - y un atroz sistema penitenciario destinado a castigar a los más pobres. Pero asimismo, la ambigua respuesta institucional tiene su origen en la instrumentalización estatal de la inseguridad como dispositivo de control de la sociedad. La permanente amenaza de la vulneración de la propia integridad, cierta o improbable, ha destruido los lazos formales e informales que constituyen el tejido social comunitario y han replegado a la gente a su esfera privada, abandonando el espacio público, ese ámbito en donde la transformación de la realidad presupone el acuerdo y la solidaridad con personas diferentes a uno.

La permanente coacción ejercida por la sensación de inseguridad sustituye el compañerismo por la desconfianza, disgregándonos en cotos privados, haciendo más fácil que nos controlen y manipulen. Por ello la relación de los individuos con la política y lo político, otrora ejercida cara a cara en el espacio de lo público, es mediatizada en nuestro caso por las imágenes televisivas y por la simulación de una participación, inocua y vaciada de contenido. Esta forma de política basada en el espectáculo mediático y en los acuerdos entre dirigentes a puerta cerrada, ha sido la que han privilegiado los dos bandos en pugna por ejercer el poder estatal en Venezuela. La polarización, construida y mantenida entre esas élites, ha permitido que unos pocos continúen decidiendo y oprimiendo a una mayoría, encerrada en sus hogares y temerosa de salir para exigir, defender y conquistar sus derechos. Mientras la policía y los delincuentes de todo pelaje – entre ellos los políticos profesionales – continúen gobernando la calle, para hombres y mujeres de abajo será mucho más difícil combatir miserias y desigualdades. El resultante toque de queda autoimpuesto sugiere la validez de la noción de que para controlar las mentes es necesario, a su vez, controlar los cuerpos.

Frente a la tolerancia oficial sobre los crecientes niveles de violencia criminal, y su uso como herramienta disuasiva de la libre organización, contrasta que el Estado venezolano ha incrementado sus políticas tendentes tanto a la concentración de poder como a preservar su propia seguridad. La creciente compra de armamentos, la legalización de milicias paraestatales, la ampliación de potestades de los comandos militares regionales en menoscabo de las autoridades civiles, son iniciativas destinadas a mantener y asegurar el orden interno frente a cualquier descontento popular. En igual dirección se inscribe la cesión de funciones policiales a consejos comunales y redes sociales, trabajo de vigilancia y delación que hay que rechazar y denunciar enérgicamente. De esta manera el gobierno bolivariano refuerza la tendencia global: a mayor seguridad de Estado, menor seguridad personal.

Desmitificar y comprender

Pese a la magnitud alcanzada por el problema de la inseguridad personal, al revisar la literatura disponible así como los discursos de los diferentes actores políticos se revela otra realidad: la absoluta incomprensión del fenómeno. Un extraño consenso afirma que deben enfatizarse los esfuerzos en incrementar el tamaño y los recursos de los cuerpos represivos. Esta orfandad de visión y discurso es aún más clara en sectores bolivarianos, quienes proclaman que si el problema se hace tan visible es por las malintencionadas campañas mediáticas de sus adversarios políticos. En cambio, la violencia criminal sufrida por el país desnuda nuestra crisis como sociedad y el desgaste total del modelo económico y cultural basado en la renta petrolera. Un entendimiento de sus diferentes dimensiones permitiría, entonces, allanar los diferentes caminos para revertirla. En tal sentido, estimamos que el informe presentado a finales del año 2007 por el Observatorio Venezolano de Violencia [O.V.V. 2007], iniciativa coordinada por el Laboratorio de Ciencias Sociales (LACSO) de la Universidad Central de Venezuela, es el esfuerzo más rigoroso en entender su génesis y presentar cifras acerca de su realidad. (ver Observatorio Venezolano de Violencia [2007]. Violencia en Venezuela. Caracas, Editores: R. Briceño-León y O. Ávila; LACSO-UCV. 326 p.)

En primer lugar, como bien lo hace patente el estudio, la violencia urbana es un problema de alcance mundial, por lo que se ha convertido en un objeto de investigación para diferentes organismos multilaterales y nacionales. El modelo utilizado por el LACSO para explicar la violencia en América Latina, válido para Venezuela, posee tres niveles. El primero es de tipo estructural, referido a procesos sociales de carácter macro y de larga duración, siendo considerado como el que aloja los factores originarios de la violencia. En este gran nivel se encuentran seis factores: el aumento de la desigualdad urbana, de la educación y del desempleo, así como el incremento de las aspiraciones, los cambios experimentados en el núcleo familiar y la pérdida de vigor de la religión católica como factor de control social.

En la década de 1980, y vinculado a la aplicación del recetario de políticas neoliberales, ocurrió un especial incremento de la pobreza en las zonas urbanas del continente. Estas mismas ciudades han ofrecido un mayor acceso a la educación que las zonas rurales, por lo que a pesar de las limitaciones, los números para las grandes ciudades latinoamericanas indicaban que un 86% de los jóvenes habían finalizado su educación primaria. Pero esta mejora educativa no ha representado mejores oportunidades para conseguir empleo ni para aumentar sus niveles de vida. La imprecisa e inadecuada inserción en la sociedad de esta masa de adolescentes semi-escolarizados, ha sido una fuente importante de violencia en la región. Estos jóvenes que se encuentran fuera del mercado formal de trabajo no tienen menos expectativas que los demás. A diferencia de las generaciones anteriores, cuyo origen rural fue transformado por la migración a las ciudades, los adolescentes actuales – principales víctimas y agentes de la violencia – crecieron en un mundo en el que la cultura de masas les impuso metas de consumo. Por ello, en los diferentes estratos sociales existen similares expectativas pero diferentes posibilidades de cumplirlas. La familia, por su parte, ha perdido fuerza en su función de control social por las transformaciones que ha sufrido, como por ejemplo el aumento de hogares con un solo responsable (por lo regular la madre), y el hecho de que los jefes de familia deban cumplir jornada laboral lejos del hogar. Una de las consecuencias de esta situación es que los jóvenes deban crecer en la calle, a disposición de los delincuentes profesionales. Por último, la religión ha dejado de ser una fuerza inhibidora de la violencia, y el retroceso de su influencia no ha sido sustituida por una moral laica que disuada los comportamientos criminales.

El segundo nivel del modelo explicativo es uno de tipo medio en la estructura de la sociedad, con una raíz estructural menor que el anterior y en donde las situaciones específicas contribuyen al incremento de la violencia por impulsar comportamientos que la agravan. Estas situaciones son la segregación y densidad urbana, el narcotráfico y la cultura patriarcal del machismo.

Las ciudades latinoamericanas en general crecieron lentamente durante los primeros años del siglo XX. La vertiginosa urbanización no planificada posterior generó una alta densidad en las ciudades, motivando conflictos y agresiones por la falta de espacio para el desarrollo de la vida y consolidando territorios de arquitectura tortuosa, escenario propicio para el crecimiento de las bandas criminales. A nivel regional, los hombres sufren una tasa cinco veces mayor de homicidios que las mujeres. La cultura de la masculinidad extendida en el continente ha favorecido las actuaciones violentas y la exposición a la violencia. Esta ideología machista adquiere dimensiones especiales durante la adolescencia, período en el que se construye la identidad de quienes no desean ser objeto de burlas y desprestigio social por mostrar comportamientos “inapropiados”. Así, la cultura del reconocimiento de la virilidad por parte de sus pares, adquiere relevancia, por lo que la característica de “ser violento” es un modo de crecer y tener reconocimiento en su contexto. En última instancia, el mercado de la droga –mucho más que su propio consumo- ha demostrado ser un gran catalizador de la violencia. El control territorial de los espacios de venta, por parte de los vendedores, es fuente de centenares de víctimas en el continente. Por otra parte, estos mercados originan otra baja colateral: la cadena de justicia institucional, que es corrompida y neutralizada por los narcotraficantes, promoviendo la impunidad a todos los niveles.

La tercera franja de la violencia son los factores microsociales, encontrados en el individuo, y que facilitan los comportamientos violentos, haciéndolos más dañinos y letales, posibilitándolos y potenciándolos. El primero es el incremento de la posesión de armas de fuego en la población, estimándose en América Latina la existencia de entre 45 y 89 millones de armas en manos de la población civil. En segundo lugar el consumo excesivo de alcohol, el cual actúa como un desinhibidor, reduciendo las barreras y represiones que la cultura ha internalizado en el individuo. En último lugar un factor más subjetivo: la incapacidad de la expresión verbal de los sentimientos. Quienes no pueden expresar su molestia con palabras, una debilidad según el imaginario machista latinoamericano, la expresan con actos. De esta manera se ha impuesto un mecanismo sustitutivo de sus sentimientos y deseos.

El caso venezolano

La violencia no fue problema importante de salud pública en Venezuela hasta fines del siglo XX. Durante décadas la tasa de homicidio osciló entre seis y diez muertes por cada cien mil habitantes, ocupando por ello un discreto lugar en el ranking de la violencia en el continente. La mayor parte del siglo XX venezolano fue tiempo de movilidad social ascendente y mejora de las condiciones de salud de la población, en donde el papel dominante en la economía era protagonizado por la creciente renta petrolera, situación revertida a comienzos del decenio de 1980, cuando arranca una crisis económico-social extendida hasta el día de hoy. A partir de entonces la sociedad en su conjunto se volvió más pobre, inestable y violenta. En dos décadas los homicidios se multiplicaron por diez. Para principios de los años ochenta los homicidios casi alcanzaban a 1.300 muertos anuales. Veinte años después la cifra remontaba a los 13.000 asesinados. Para el informe que glosamos, este período es el de la incubación de la violencia.

Para la campaña electoral presidencial de 1988 hubo un debate simbólico que pretendía revivir los años de la abundancia. Por ello el contraste entre la imagen de un candidato – Carlos Andrés Pérez – que se ofertó como populista y distribucionista, y lo que hizo una vez electo gobernante, tomando medidas económicas de corte neoliberal, tuvo mucho que ver con la revuelta social del 27 de febrero de 1989, el “Caracazo”. Luego, otras rupturas importantes del pacto social como fueron los intentos de golpe de Estado de 1992, influyen en el aumento de la violencia delincuencial. Entre los golpes de 1992 y el inicio del gobierno de Rafael Caldera en 1994, casi se duplicaron los homicidios en el país, con lo que su tasa llegó hasta las 22 víctimas por cada cien mil personas. Cuando, en este tiempo, se supera la barrera de los cuatro mil homicidios anuales en el país, Venezuela es incluida en los estudios de la Oficina Panamericana de Salud sobre violencia.

En 1998, año de comicios presidenciales, en Venezuela se cometieron 4.550 homicidios. Seis años después la cifra era tres veces más, 13.288 homicidios. De 22 víctimas por cada mil personas se pasó a 55, un aumento que no puede calificarse como parte de una tendencia “normal” o una casualidad. Para los investigadores de LACSO, la crisis política de los últimos años ha empujado a la violencia y, por otra parte, el gobierno ha sido ambiguo en atacar la problemática. Por un lado, el discurso del propio Chávez ha sugerido justificaciones para ciertos delitos, como el robo por necesidad, pero a la hora de ejecutar políticas su gobierno da prioridad al aspecto represivo. A esto hay que sumar el empeño gubernamental en minimizar el problema y maquillar las estadísticas.

En un contexto de violencia política –simbólica, verbal y real- y de polarización, la violencia de las bandas delictivas, y de la propia policía, tenderá a incrementarse. Sin embargo, la desarticulación de la misma debe atender sus orígenes sociales y entender que su principal caldo de cultivo es la pobreza y desigualdad de la población. Para vivir en paz y acabar con la violencia haría falta una verdadera revolución.

Remedios que fortalecen la enfermedad

El fracaso de los gobiernos venezolanos de las tres décadas recientes al enfrentar el tema de la violencia criminal, se vincula con que no han procurado seriamente –porque no lo han creído posible- la reducción del crimen, sino que sólo buscan “aminorar la sensación de inseguridad”, entonces los “operativos” y “planes” no se ejecutan donde están los criminales… sino donde se encuentran los ciudadanos cuya opinión se quiere impactar. Es así como los controles policiales con sus conos fosforescentes y sus efectivos revisando vehículos y solicitando documentación, son instalados en las avenidas principales, en las urbanizaciones, plazas y redomas, bien lejos del área de actuación principal del hampa. Cuando extrañamente se realiza un operativo donde están los hampones es una movilización excepcional, con despliegue de cobertura por los medios de difusión masiva, porque –al igual que el “operativo” en la avenida principal- tal incursión no busca combatir y mantener limpia de crimen una zona, sino crear un impacto de opinión. Desde una óptica convencional el sector de la población que más genera opinión, que más acceso tiene a los medios de difusión, son las capas medias. Para tratar de cambiar la opinión de ese sector sobre el desastre de la inseguridad, los gobernantes del patio han desarrollado una “política” que en realidad se reduce a las alcabalas en las avenidas y a fugaces incursiones televisadas en los barrios.

Es una estupidez mayúscula encarar un problema allí donde no está. Lo primero que hay que hacer es ubicar en qué espacio, en qué área, en qué lugar está ocurriendo lo que hay que enfrentar. Todos los estudios de victimización que existen indican que siete de cada diez víctimas del hampa desbordada caen en los barrios. En consecuencia, una política de seguridad que en vez de hacerse “buena prensa” busque salvar vidas tendría que tener a los barrios como escenario preferente de sus esfuerzos.

Ahora bien, ubicados los barrios como el espacio preferente para el combate contra el hampa, ¿qué hacer allí? Cuando la policía va a los barrios, generalmente lanzan redadas indiscriminadas. Paradas de autobuses, camionetas y rústicos que cubren rutas troncales se ven asediadas por funcionarios exigiendo documentos de identidad y sometiendo a pasajeros y transeúntes a requisas, muchas veces humillantes. La gente del barrio es tratada como criminales, mientras los auténticos delincuentes disfrutan del espectáculo desde la seguridad de sus guaridas. Las pocas, poquísimas veces que la fuerza pública se aproxima a los escondites de los criminales lo hacen con las luces de las “cocteleras” encendidas y las sirenas a todo volumen, como diciendo “aquí vamos, escóndanse o váyanse, no los queremos encontrar…”

Si el mal es el delito y el terreno son los barrios, lo que supuestamente no debe hacerse es hostigar a toda la población, irrespetando a quienes merecen protección en vez de nuevas agresiones. Lo que procedería es ubicar los focos. Y en los barrios tales sitios son bien conocidos: los lugares en que se vende piedra, crack, cocaína y hasta heroína; las “conchas” en las que se suele guardar y repartir el botín de robos y asaltos; los lugares para “enfriar” vehículos robados, los “deshuesaderos” para tales vehículos cuando son destinados a la venta de repuestos e incluso los lugares para la quema de aquellos que son utilizados para cometer otros crímenes; todos esos núcleos de la actividad criminal son más que conocidos por cualquiera que viva o visite el barrio, con la curiosa excepción de los atolondrados integrantes de la fuerza pública.

Ese sospechoso despiste policial debe tenerse en cuenta al considerar la relación de violencia criminal con narcotráfico y armamentismo. Es claro según las estadísticas, que un enorme porcentaje de los caídos son víctimas de armas de fuego, y que en la inmensa mayoría de los casos los victimarios se encuentran bajo efecto de las drogas (o están protegiendo o intentando agrandar el área en que controlan su tráfico y distribución). Pero  lo cierto es que el desarme (como política de Estado, no como “operativo” ejecutado para las cámaras y por cortos períodos) y la real destrucción de circuitos mayores del narcotráfico, tropiezan con el insuperable obstáculo de las múltiples complicidades y relaciones simbióticas entre organizaciones delictivas y quienes hipotéticamente deben combatirlas.

     *****

Un par de reflexiones finales

1.- El Estado venezolano, aún cuando se proclame “socialista” y expresión del “poder popular”, ante el problema de la inseguridad reproduce la respuesta política esencialmente represiva propia del capitalismo, “solución” centrada en la policía, en el control social autoritario y en el aparato carcelario. Lo primero es sin duda un absurdo, pues de los datos disponibles se concluye que en Venezuela es más probable la comisión de un acto criminal por parte de un funcionario policial que de una persona que no lo sea. En cuanto al control social, más atrás hemos asomado cómo la violencia combinada de delincuentes y represores favorece la pasividad política del pueblo llano, al que se busca mantener en la inacción por el miedo y el despojo de los espacios públicos. Y si de cárceles se trata, no hay duda que, a pesar de tantas anuncios de reforma penal y promesas de “humanizar” las prisiones, las bárbaras cárceles venezolanas (como las de cualquier lugar del mundo) sólo sirven para degradar aún más a casi todos los que pasan por allí, incrementando y perfeccionando sus habilidades delictivas y su sociopatía.

2.- Una lapidaria sentencia de Domingo Alberto Rangel nos recuerda que «cuando el capitalismo no puede resolver un problema, lo convierte en negocio», y de ello hemos sido testigos en el tema de la inseguridad, pues vemos como ante la agudización de su incidencia florece una panoplia de empresas que lucran con la oferta de equipos, servicios y/o personal para la salvaguarda de personas y bienes, atendiendo a un mercado que se ha extendido sin pausa de arriba a abajo en la escala social, filón prospero a más no poder en Venezuela tras años de “socialismo del Siglo XXI”. Esta mercantilización del enfoque represivo ha servido también para reforzar su preeminencia en la sociedad, inclusive en los sectores populares, por lo que tantas voces de todos los niveles de la colectividad se han convencido en que no hay otra salida que incrementar esa misma represión y control social por el Estado que está en el origen del problema.

En conclusión, la “solución” represiva -aplicada tanto en el capitalismo liberal como en esa versión de capitalismo burocrático que padecemos en Venezuela- es del todo inadecuada en tanto no resuelve los problemas reales y aún los acentúa hasta lo grotesco. Reforzar instancias de poder estatal que desde sus raíces están imbricadas al fenómeno delictivo solo servirá para agravar un problema que los investigadores apenas empiezan a comprender, ante el cual desde las perspectivas radicales de cambio social debemos ir construyendo respuestas concretas que apuesten a las cartas de acción directa, autogestión y solidaridad de oprimid@s y explotad@s.

[Para la versión original completa de este artículo, ver http://librepensamiento.org/archivos/3342.]


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