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viernes, 27 de abril de 2018

El mito de Robin Hood: ¿qué fue de los bandidos sociales?



César G. Calero

«El robo es la restitución, la recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos atacando sus bienes…». Marius Jacob, el célebre ladrón anarquista francés, mira a los magistrados de la audiencia de Amiens que le juzgan y lee su alegato —Por qué he robado—, donde se autodefine como «un rebelde que vive del producto de sus robos». Es el mes de marzo de 1905 y Jacob se libra de la pena de muerte, pero a cambio pasará los siguientes veintidós años de su vida en un presidio de la Guayana Francesa. La justicia le acusa de haber perpetrado más de ciento cincuenta robos a iglesias, mansiones y hoteles, entre otros delitos, junto a los Trabajadores de la Noche, la banda de asaltantes libertarios que, con su audacia, ha traído de cabeza a la policía francesa desde 1897. Los hombres de Jacob se disfrazan de curas, oficiales del ejército o señores de alta alcurnia, tratan de no pegar un solo tiro y, después de cada golpe, dejan siempre un mensaje mordaz bajo la firma de Atila, el seudónimo de Jacob: «A Dios Todopoderoso, aquí están tus ladrones».

El mito de Robin Hood, el ladrón noble que roba a los ricos en beneficio de los pobres, se esparció por el mundo a partir del siglo XIV gracias a los poemas, baladas y relatos orales que mencionaban ya algunas hazañas del príncipe de los ladrones. Desde entonces, la imagen de los «bandidos buenos» ha llegado a gozar de atributos casi divinos. La cultura popular les dedicó canciones y relatos, poemas y proverbios, altares paganos y reinados simbólicos. Las leyendas de esos forajidos generosos nutrieron durante varios siglos el imaginario de los más desfavorecidos. Algunos abrazaron la revolución, otros impartieron su propia interpretación de la justicia social y hubo quienes se dejaron llevar por el gatillo fácil. ¿Qué tienen en común Pancho Villa y Diego Corriente? ¿Malverde y Lampião? ¿Gaspard de Besse y Phoolan Devi? ¿Jesse James y Jules Bonnot? ¿El Gauchito Gil y Marius Jacob? ¿Salvatore Giuliano y Juraj Jánošík? Para Eric Hobsbawm, el historiador marxista que abordó el fenómeno en sus libros Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969), esos personajes y una legión más de almas rebeldes encarnan de una u otra manera el prototipo del «bandido social», como bautizó el ensayista británico a esos justicieros a los que el pueblo llano dotó de una aureola de misticismo e invulnerabilidad, las mismas cualidades que en su día se cantaron sobre el prodigioso arquero de los bosques de Sherwood.

Hobsbawn observó que las historias de esos bandoleros que robaban a los ricos y redistribuían la riqueza entre los pobres (o al menos lo pregonaban) se sucedían con características muy similares en diferentes rincones del mundo. Ese fenómeno universal se presentaba principalmente en las sociedades campesinas que se hallaban en la etapa de evolución entre la organización tribal y familiar y la sociedad capitalista industrial. «En las montañas y los bosques bandas de hombres fuera del alcance de la ley y la autoridad, violentos y armados, imponen su voluntad mediante la extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas. De esta manera, al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al orden económico, social y político. Este es el significado histórico del bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados (…) La esencia de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la ley, a los que el señor y el Estado consideran criminales, pero que permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar», sostiene Hobsbawm en la cuarta edición de Bandidos (1999). Pese a circunscribir el bandolerismo social al ámbito rural, el pensador marxista, cuya primera edición de ese ensayo recibió algunas críticas de otros historiadores por no haber definido con más nitidez el marco político en el que se desarrolla el fenómeno, dedica varias páginas de su obra a otros proscritos que no actuaron estrictamente en el mundo rural, como los expropiadores anarquistas del siglo XX.

Ese forajido que levanta su espada o empuña el mosquetón contra los abusos y en nombre de la justicia social posee ciertos rasgos que lo hacen fácilmente identificable, bien se trate de un cosaco de las estepas rusas, un dacoit de la India o un bandolero andaluz. Hobsbawm detectó varios  atributos a la hora de perfilar la imagen de un bandido social. En el ADN de todo ladrón noble que se precie debe ser visible, como un tatuaje en la piel, el apotegma que da sentido al mito de Robin Hood: «robar al rico para dar al pobre». El bandido bueno suele traspasar los márgenes de la ley al ser víctima de una injusticia. Esa afrenta le otorgará el salvoconducto para no ser considerado un criminal por el pueblo. El ladrón generoso no mata si no es en defensa propia (una máxima que no todos cumplirán a rajatabla), se siente invulnerable y cuando cae suele deberse a una traición.

¿Era esa la imagen del arquero de Sherwood? Alejandro Dumas le hizo hablar así en Robin Hood el proscrito: «Soy lo que la gente llama un bandido, un ladrón, ¡de acuerdo! Pero, aunque desvalijo a los ricos, no tomo nada de los pobres. Detesto la violencia, no derramo nunca sangre; amo a mi patria, y la tiranía me resulta odiosa». Los trovadores del siglo XIV ya cantaban las hazañas de ese Robin Hood real o imaginario. William Langland, autor del poema alegórico Piers Plowman (1377), cita al príncipe de los bandidos por boca del sacerdote Sloth: «Conozco rimas de Robin Hood». Es la primera mención en un manuscrito al proscrito del condado de Nottingham que se enfrenta a los caballeros normandos y al clero. Las proezas del ladrón generoso se siguen leyendo y cantando en el siglo XV. Muchos años después, en 1795, el anticuario inglés Joseph Ritson dio a conocer una recopilación de baladas sobre Robin Hood que despertarían con el paso del tiempo el interés de historiadores, literatos, poetas y cineastas.

Pero todo ese fervor historiográfico y literario sobre el forajido de los bosques de Sherwood no ha logrado revelar si hubo un Robin Hood de carne y hueso. Su leyenda se nutrió sin duda de otros personajes, como Hereward the Wake (el Proscrito), el hijo de un noble sajón asesinado por los normandos que se alzó en armas contra el rey Guillermo el Conquistador en el siglo XI. Fue el historiador Joseph Hunter quien a mediados del siglo XIX investigó más a fondo sobre la figura del héroe sajón en los archivos de York, y llegó a la conclusión de que existió un tal Robert Hood nacido en 1290 que acabaría sublevándose contra Eduardo II de Inglaterra y asaltando a los comerciantes que transitaban por el bosque de Sherwood. Las correrías de Hood terminarían con una promesa de fidelidad al rey. No obstante, durante los siglos XIII y XIV y hasta la aparición de las primeras baladas en el siglo XV fueron varios los proscritos identificados como Robin Hood, todos ellos insurrectos contra los normandos. Ese Robin Hood individual o colectivo, enfrentado a los poderosos y defensor de los humildes, fue sublimado por el folclore medieval. Su leyenda ha pervivido a lo largo de los siglos como una corriente de agua subterránea, aflorando aquí y allá. Hombres que nunca oyeron hablar del príncipe de los ladrones retomaron su legado cada vez que se alzaron en armas contra la injusticia social.

Algunos de los sucesores de Robin Hood se convirtieron en verdaderos santos laicos a los que todavía hoy siguen venerando miles de fieles. Y, al igual que ocurre con el primer ladrón noble, en sus biografías conviven hechos reales con otros surgidos de la imaginación popular. Es el caso de Jesús Malverde (Jesús Juárez Mazo), el bandido de Sinaloa, al que han rendido tributo todos los narcotraficantes de ese estado mexicano en el que aún se cantan corridos sobre sus supuestas hazañas. Considerado un ladrón generoso y ajusticiado en 1909, a Malverde le adoraban esas clases populares de las que más tarde surgirían los grandes capos de los cárteles sinoalenses. A su capilla, erigida en la ciudad de Culiacán, solían acudir campesinos de las sierras, pescadores y obreros. Hasta que llegaron los narcos y empezaron a ofrendar sus AK-47 mientras rezaban una plegaria para que sus cargamentos de droga llegaran sin problemas a su destino, al norte del río Bravo. En el otro extremo de América Latina, el culto piadoso le corresponde a otro salteador de caminos de agrandado corazón, el Gauchito Gil (Antonio Mamerto Gil Núñez), jefe de una banda de bandoleros de la provincia de Corrientes. Cada 8 de enero, decenas de miles de fieles acuden a la localidad correntina de Mercedes para pedirle que interceda por ellos. Hay cientos de versiones sobre las aventuras del más célebre de los «gauchos milagrosos». La mayoría, apócrifas. Cuentan que el Gauchito Gil, devoto de San La Muerte, tenía poderes sobrehumanos para desviar las balas enemigas, ahí es nada. Pero tuvo el final trágico de casi todos los malevos. Le colgaron de un algarrobo boca abajo y le degollaron. Su primer «milagro» fue ayudar a su verdugo, a quien antes de morir solo le reclamó que rezara por él. La leyenda cuenta que el verdugo le hizo caso y su hijo, aquejado de una grave enfermedad, se curó. Desde entonces el Gauchito Gil no ha parado de recibir peticiones. Lleva ciento cuarenta años en el asunto.

A Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, no se le atribuye más milagro que el de haber sido capaz de invadir los Estados Unidos de América. La providencia, y su pasión por el gatillo, le salvaron la vida más de una vez («como lluvia en el sombrero le rebotan las balas», escribe Eduardo Galeano en Memoria del Fuego). Pancho Villa se situó al margen de la ley después de haber tiroteado a un hacendado que había violado a su hermana mayor. Junto a una partida de bandoleros se dedicó a asaltar villorrios del estado de Chihuahua y a tomarse la justicia por su mano. El estallido de la Revolución mexicana cambia su destino. Como apunta Hobsbawm, fue tal vez el caso más emblemático de la conversión de un bandido sin bagaje político en un revolucionario. El presidente Madero le reclutó para su causa en 1910 y Villa se colgó pronto las charreteras y las insignias de general. Los ejércitos del norte bajo su mando contaban sus batallas por victorias hasta su declive en 1915. Curiosamente, el bandido revolucionario acabó sus días como hacendado. Cuando quiso volver a la política, una ráfaga de balas se interpuso en sus deseos en la ciudad de Parral el 20 de julio de 1923. Murió a hierro cuando ya no era bandido.

Al frente de una milicia poderosa también estuvo Virgulino Ferreira da Silva, alias Lampião (Farol), el cangaceiro (bandido rural) más temido del nordeste brasileño, idolatrado por su pueblo pese a haber hecho gala de una crueldad que incumple el evangelio del buen bandido. En la empobrecida tierra del sertão brasileño a principios del siglo XX manda el látigo del fazendeiro, que se vale del poder de fuego de las bandas armadas para mantener su autoridad y desafiar a las denominadas «fuerzas volantes» del Gobierno. El asesinato del padre del joven Virgulino a manos de una de esas partidas gubernamentales le empuja a tomar las armas. «Nos vengaremos hasta la muerte», jura ante la tumba de su padre. Se enfunda el fusil y se une a una banda de cangaceiros de la que pronto será su guía. Lampião es un bandido atípico. Con sus gafas de pasta y su cuerpo esmirriado, provoca al mismo tiempo temor y risa. Le llaman «el capitán de opereta» pero no le tiembla el pulso cuando tiene que ajustar cuentas con un enemigo o un traidor. Las fotografías de la época lo muestran con un sombrero de cuero adornado con monedas de oro, chaqueta militar, cartucheras, mosquetón y un gran puñal ajustado a la ingle. A su lado está la inseparable Maria Bonita, la mujer que le acompañará en su vida de maleante desde 1930 hasta la muerte conjunta de ambos ocho años después. Atrás queda una época de saqueos en ciudades y ataques feroces contra las fuerzas volantes. Sus aventuras se podían leer gracias a la literatura de cordel que florece en Pernambuco. Cuando muere Lampião, lo que cuelga de la cuerda de la plaza es su cabeza y la de su compañera. Para los pobladores del sertão quien ha muerto es un héroe, no un villano. Un valiente que se levanta en armas contra la injusticia social aunque en el torbellino de sus batallas ese reclamo se haya difuminado. Esa contradicción que rodea la figura de Lampião llevó a Hobsbawm a incluirlo dentro de una subcategoría del bandolerismo social, la de los «vengadores», cuyo comportamiento es ora noble, ora criminal. Para el historiador marxista, se trataba de un «héroe ambiguo». El cancionero popular ya recogió en su día esa antinomia:

Mataba como distracción
No por pura perversidad
Y daba comida al hambriento
Con amor y caridad

Rubem Braga, el gran cronista brasileño, lo retrató así en O conde e o passarinho: «Lampião, que expresa el cangaço (‘bandolerismo’), es un héroe popular del Nordeste. No creo que el pueblo lo ame solo por ser cruel y valiente. El pueblo no ama sin motivos. Lo que hizo se corresponde con cierto instinto de pueblo (…) Las atrocidades de los cangaceiros no fueron inventadas por ellos ni constituyen su monopolio. Las aprendieron sobre la marcha y, en muchas ocasiones, a su propia costa».

A los dacoits (salteadores de caminos) de la India también les cabe el dudoso honor de ser al mismo tiempo ángeles y demonios. Para los británicos —cuenta Hobsbawm— eran tan solo «tribus criminales». Sin embargo, muchas de las bandas que operaron en el país dedicaban una parte de su botín a la caridad. Así lo hacían en el siglo XIX los badhaks en el norte y los minas en el centro, grupos formados en parte por campesinos que habían sido desposeídos de sus tierras y se habían transformado en bandoleros profesionales. A menudo estos salteadores llegaban a establecer pactos con autoridades locales para recibir tierras y otros derechos a cambio de la vigilancia de los pueblos y caminos. Fue el caso de Gajraj, un jefe badhak conocido como el Robin de los Bosques de Gwalior. A Phoolan Devi (1963-2001), una de las pocas mujeres bandoleras de renombrada fama, la acusaron de ser una dacoit. Perteneciente a una subcasta de parias, los mallah, fue obligada a casarse a los once años y violada y maltratada después por su esposo y por otros miembros de su comunidad. La persecución y las vejaciones constantes la convierten en una intocable, una marginada. Secuestrada por una banda de dacoits, acabará asumiendo que su única forma de venganza es llegar a ser algún día la reina de los bandidos: «Como vivían en el miedo, la única opción era darles miedo. Como utilizaban la violencia, era necesario que yo fuera más violenta que ellos». A los diecisiete años ya es adorada por los campesinos de su casta. La traición, fenómeno inseparable de la idiosincrasia del bandolerismo, también será la perdición de Phoolan Devi, como lo fue de Lampião y otros célebres proscritos. Cuando un gurú de otra casta mata a su esposo Vikram, comienza el declive de Phoolan Devi. Le dará tiempo a vengarlo pero, cansada de huir, pacta su rendición con el Estado. Como Pancho Villa, quiere cambiar las armas por la política. Al Centauro del Norte ese deseo le costó la vida. A Phoolan Devi también. Entra en el Parlamento en 1994 de la mano de un partido socialista, pero siete años más tarde, un thaktur (la misma secta a la que pertenecía el gurú que mató a su esposo) la cose a balazos a la puerta de su casa en Nueva Delhi. Para la reina de los bandidos de Uttar Pradesh, ser dacoit no era un estigma:

«He repartido dinero entre los pobres (…) he castigado a los violadores y a los saqueadores de tierras, solo he devuelto a los hombres lo que ellos me hicieron sufrir a mí. Ser dacoit es hacer justicia», escribirá en su autobiografía.

Aunque vivió más años que la mayoría de los bandidos justicieros, el final de Phoolan Devi fue tan trágico como el de tantos otros Robin de los Bosques. Diego Corriente, el bandolero andaluz, murió a los veinticuatro años sin haber matado a nadie, al igual que Gaspard de Besse, el forajido de la Provenza francesa (ambos proscritos nacieron en 1757 y murieron en 1781). Y Juraj Jánošík, el más célebre de los bandidos de los Cárpatos de finales del siglo XVII y principios del XVIII, cayó a los veinticinco años.

Corriente, De Besse y Jánošík tuvieron un final atroz. El malevo andaluz fue ahorcado un Viernes Santo. A De Besse le crucificaron hasta la muerte. Y a Jánošík le colgaron de un gancho clavado en sus costillas. Los tres son fieles sucesores del arquero de Sherwood. «Diego Corriente yo soy / aquel que a nadie temía / aquel que en Andalucía / por los caminos andaba / el que a los ricos robaba / y a los pobres socorría», reza la popular copla sobre el bandido de Utrera. «Solo robaremos a los ricos, los nobles, los usureros, los grandes beneficiarios del clero (…) Nunca los campesinos ni los pobres serán molestados ni desvalijados (…) Asustad pero nunca matéis», instruye a los suyos Gaspard De Besse. La guerrilla rebelde de Jánošík robaba a mercaderes ricos y distribuía parte de su trofeo entre los campesinos pobres. Hoy es uno de los héroes populares de Eslovaquia y uno de los proscritos al que más baladas se le han dedicado a lo largo de los siglos. La tradición oral en la que se ensalza a los ladrones nobles ha sido siempre fuente de controversias para los historiadores. Al propio Hobsbawm se le reprochó en su momento que basara parte de sus tesis sobre el bandolerismo social en esas fuentes orales y en las baladas anónimas.

Tan pronto como se echaban al monte, los bandoleros eran conscientes de que, con su cabeza a buen precio, sus vidas serían más cortas que las del común de los mortales. Antes que a las fuerzas del orden, temían a un enemigo más dañino para su supervivencia: la traición. A lo largo de la historia del bandolerismo se repiten los casos de forajidos legendarios entregados a la ley o asesinados por alguien de su círculo más íntimo. Su invulnerabilidad, esa cualidad simbólica que les arropa y que se sustenta en la protección y admiración popular, se desmorona muchas veces en su propia trinchera. Según la leyenda, a Corriente le pierden los celos de una mujer. A Jesse James, el forajido del lejano Oeste americano que se consideraba a sí mismo un ladrón noble pese a su fascinación por el revólver, le mató Robert Ford, uno de sus hombres de confianza. Salvatore Giuliano, el apuesto bandido siciliano de la primera mitad del siglo XX a quien tanto le gustaba que le entrevistaran, fue traicionado y asesinado en julio de 1950 por su lugarteniente Gaspare Pisciotta. La breve vida de este casanova del bandolerismo siciliano estuvo marcada por el auge del independentismo que vivía Sicilia y al que se adhirió Giuliano, un Robin sanguinario y contradictorio, aliado de la mafia y víctima a la postre de las ponzoñosas relaciones entre el Estado y la Cosa Nostra. 

En el totum revolutum del bandolerismo social, Hobsbawm incluye también a los expropiadores anarquistas españoles que asaltaban bancos, joyerías y meublés para financiar la causa libertaria y propagar «la idea». La leyenda de Francisco «Quico» Sabaté, a quien Hobsbawm elige como paradigma de los expropiadores, se fue propagando por toda Cataluña en los años cincuenta del siglo pasado, cuando su destreza para escapar de las emboscadas policiales le había conferido esa aura de inmortalidad de los antiguos bandoleros. Fue el resistente antifranquista que más dolores de cabeza provocó a la Brigada Político Social. Ni él ni José Luis Facerías, otro destacado miembro del maquis anarquista, eran bandidos. Robaban, como lo hicieron unas décadas antes sus predecesores Durruti, Ascaso y Jover, para recaudar fondos destinados a la lucha revolucionaria. La prensa franquista, sin embargo, les definía siempre como crueles pistoleros por sus enfrentamientos armados con la policía. En cierta ocasión, Sabaté le robó cuatro mil pesetas a un comerciante de tejidos en Barcelona para financiar un golpe de más enjundia. Consumado el atraco en una sucursal del Banco de Vizcaya, donde su grupo se hizo con un botín de setecientas mil pesetas sin pegar un solo tiro, El Quico le envió un giro al comerciante con la cantidad «prestada» para el atraco, según relata el historiador ácrata Antonio Téllez en Sabaté, guerrilla urbana en España, la biografía que escribió sobre su amigo y compañero de lucha. Algunos años más tarde, herido y perseguido por cientos de guardias civiles, Sabaté malgastó su séptima y última vida en Sant Celoni al caer acribillado por las balas de un somatén. El 5 de enero de 1960 concluía la Guerra Civil para uno de los últimos guerrilleros libertarios.

Sin la determinación ideológica de los expropiadores anarquistas, otros célebres bandidos sociales levantaron también la bandera de la revolución. Jules Bonnot y su banda, atracadores profesionales franceses, llevaban la rebeldía social en el corazón y la pistola bien amarrada al cinto. En su libro Fuera de la ley, Laurent Maréchaux se refiere a la banda de Bonnot como «los excluidos de la Belle Époque». Mecánico de día y maleante de noche, Jules Bonnot (1876-1912) se decanta pronto por el más provechoso mundo del hampa: «Si quieres ser libre, cómprate un fusil. Si no tienes dinero, róbalo». Una máxima que llevará hasta sus últimas consecuencias junto a un grupo de kamikazes libertarios. La burguesía francesa está aterrorizada por la violencia de sus atracos. La persecución policial será implacable. Uno a uno van cayendo todos los miembros de la banda. Acorralado por quinientos policías, el 27 de abril de 1912 Jules Bonnot se pega un tiro en la cabeza. Pero antes se sienta a una mesa y escribe: «Soy un incomprendido de la sociedad, tengo derecho a sobrevivir y, ya que vuestra sociedad imbécil y criminal pretende impedírmelo, ¡peor para ella, peor para vosotros!».

El fin de la etapa preindustrial en el siglo XX fue relegando la aparición de nuevos bandidos sociales. Aunque el fenómeno siguió vivo con otras características (Hobsbwam menciona los casos del estrafalario Ejército Simbiótico de Liberación en Estados Unidos o la guerrilla tupamara en Uruguay), es difícil encontrar un Robin de los Bosques en los tiempos modernos. En un artículo publicado en 2012, el periodista e historiador Jon Lee Anderson reflexionaba acerca de si a algunos capos del narcotráfico les encajaría la etiqueta de bandido social. Pablo Escobar era una suerte de patriarca de los humildes de Medellín, a quienes atendió con los enormes ingresos que le proporcionaba el negocio de la cocaína. Pero su crueldad contra todo aquel que se interpusiera en su camino le aleja de la figura del ladrón noble. ¿Y qué decir de los hombres del hampa que imponen su ley en las favelas brasileñas? El Comando Vermelho, responsable del tráfico de drogas en Río de Janeiro, fue fundado por un grupo de presos comunes que se empaparon de política al mezclarse en el presidio de Isla Grande con los guerrilleros del Movimento Revolucionário 8 de Outubro (MR-8) y de Ação Libertadora Nacional (ALN) que fueron recluidos allí a partir de 1969. Recelosos en un primer momento, los presos comunes se fueron sintiendo atraídos poco a poco por el grado de organización y disciplina de los militantes izquierdistas, muy escrupulosos a la hora de perpetrar sus propios atracos. Los criminales leyeron las obras del Che Guevara y de Régis Debray y en 1971 fundaron el Grupo União, embrión del Comando Vermelho. Ese primer impulso social se iría perdiendo a medida que el grupo fue ganando territorio, poder y dinero. No obstante, algunos jefes del Comando Vermelho, como Marcinho VP (asesinado en prisión en 2003), se consideraban a sí mismos herederos de la tradición de Robin Hood. Como a los bandoleros de antaño, a los dueños de los morros cariocas también acuden a pedirles favores los vecinos más desventurados de su comunidad. Uno de ellos, Antônio Bonfim Lopes, subió un día a lo alto del morro de la Rocinha para explicarle al capo de turno que necesitaba dinero para curar a su hija. Bonfim volvió a casa con el préstamo en el bolsillo y la promesa de convertirse en bandido. En poco tiempo era ya conocido como Nem da Rocinha, el rey de la favela más populosa de Río. Antes de entregarse a la policía en 2011, ideó un sistema de reparto de bolsas de alimentos para los pobladores más pobres, según narra Misha Glenny en O Dono do Morro, la biografía de Nem, a quien Glenny entrevistó en diez ocasiones en el penal de máxima seguridad de Campo Grande.

¿Dónde se esconde Robin Hood en este siglo XXI de tantas injusticias y desigualdades? Hay quien ha creído verlo en el algoritmo de un hacker capaz de desfalcar un banco o en las pequeñas insurrecciones sociales que a cada tanto provocan las crisis recurrentes del capitalismo. «Por mucho que sea posible que Robin Hood no haya existido nunca, su vida heroica era un modelo y su personaje despertaba vocaciones. En la actualidad, ni siquiera de su leyenda surgen imitadores», se lamenta Maréchaux en Fuera de la ley. Esos bandidos de gran corazón que añora el escritor francés son parte del pasado. Vidas marcadas a sangre y fuego que no cambiaron el mundo pero aliviaron ciertas carencias de su entorno y alimentaron el folclore y la literatura popular. Para compensar tanto dramatismo, hubo entre ese ejército de las sombras quien decidió despedirse de este despiadado mundo con salvas de humor negro. Antes de clavarse una jeringuilla de morfina en el brazo, Marius Jacob, el cabecilla de los Trabajadores de la Noche, deja un escrito para quien lo encuentre. Es la noche del 28 de agosto de 1954 y el espíritu de Robin Hood vaga ya en franca retirada. Se impone la ironía, la burla socarrona de los proscritos: «Colada lavada, aclarada, secada pero no planchada. Me da pereza, lo siento. Encontraréis dos litros de rosado al lado del cesto del pan. ¡A vuestra salud!».

[Tomado de https://www.jotdown.es/2018/04/el-mito-de-robin-hood-que-fue-de-los-bandidos-sociales.]

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