Revista Al Margen
Desde los lejanos tiempos neolíticos, a partir de
la sedentarización y el desarrollo de la agricultura y la ganadería, en los
años de buenas cosechas o de notable fertilidad del ganado, se producían
acumulaciones de existencias que -al menos eso pensaban ciertas personas de
aquella época- no podían resolverse únicamente mediante el trueque. Esa
situación propició el nacimiento de determinadas formas de intercambio
simbólico y la aparición de formas arcaicas de moneda. Esa moneda siempre venía
condicionada por una cuestión de confianza en el emisor, dado que su valor real
de cambio solía ser siempre superior e independiente de su valor de uso, un
valor de uso que -dado que las monedas no se comen- era prácticamente nulo.
Andando el tiempo se generalizó y ritualizó el intercambio
de productos por monedas. Muy posteriormente se dio un nuevo paso con la
introducción del papel moneda, especie de pagarés de valor material todavía menor
que el del metal y más metafísico (páguese al portador...) y así hasta ahora mismo
en que desde el inicio del tercer milenio y la generalización de la sociedad cibernética,
se están produciendo cambios significativos en aras de una cada vez mayor “virtualización”
del dinero. Cada vez más va desapareciendo su condición material y la mayoría
de transacciones ya se producen de manera virtual, sin necesidad de soporte físico alguno. Incluso un estadio intermedio como
eran las tarjetas de plástico de crédito y débito, está desapareciendo por
momentos, siendo sustituidas por la pantalla táctil del teléfono móvil que
conecta directamente con la entidad bancaria respectiva y elimina tiempos
muertos, intermediaciones, costes y claro está, trabajadores bancarios.
También a partir del comienzo del tercer milenio y
de la progresiva universalización de las comunicaciones a través de las redes de
internet, han aparecido determinados tipos de monedas virtuales –bitcoin, ethereum,
ripple, dash [y en Venezuela el petro, promovido por el Estado]– que prometen
una rentabilidad muy superior a la de los depósitos bancarios que en estos
momentos es prácticamente nula. Más allá del hecho de la fragilidad de un
soporte que en cualquier momento puede convertir las supuestas ganancias en
algo tan virtual y volátil como la propia moneda, nos encontramos con fuertes
movimientos especulativos y de blanqueo de capitales dentro de un contexto que
recuerda intensamente otras situaciones de burbuja, tan frecuentes en la economía
capitalista de mercado. En cualquier caso, junto a la previsible ruina de los pequeños
inversores más codiciosos e ingenuos, siempre habrá quien obtenga ganancias al
pescar en río revuelto. Los grandes capitales, como de costumbre, no se verán afectados:
la Bolsa de Chicago ya ha anunciado que lanzará una emisión del mercado de
futuros sobre bitcoins y la hiperplataforma de ventas Amazon ya estudia que sus
transacciones puedan hacerse en esta moneda. A pesar de ello, todas estas llamadas
criptomonedas pueden hacer honor a su prefijo (kripto=oculto) y, en lugar de
hacer referencia a lo inabordable de su acceso para los hackers, se refiera a
la posibilidad de ocultarse y desaparecer en cualquier momento para, teniendo
en cuenta la velocidad a la que se suceden los cambios en la sociedad
capitalista y lo efímero de tantas de sus propuestas, dar paso a nuevas formas
de intercambio, más rentables si cabe para los de siempre.
Frente a todo este montaje universal, de monedas
supuestamente alternativas, coexisten multitud de pequeñas y variadas experiencias
empeñadas en humanizar los intercambios entre las personas y luchar contra el
consumismo desaforado. Centradas en pequeñas comunidades –lo pequeño es bello–
desarrollan imaginativas propuestas que van desde cooperativas autogestionadas
de producción y consumo que diseñan sus propios sistemas de intercambio a
colectividades en pueblos y barrios que han comenzado, con la colaboración del pequeño
comercio local, a implementar formas imaginativas y solidarias de vivir en lo posible
más allá del euro. Con recursos y margen de maniobra limitados, tropezando con
numerosos obstáculos, demuestran que frente a la dictadura de los grandes
capitales, algo se está moviendo y poco a poco, de manera lenta pero constante,
están estableciendo islas y archipiélagos de intercambios y ayuda mutua que
vienen a negar la letra de aquel viejo tema musical: “sin dinero ya no hay
rock&roll”, pues no, sin dinero sí que puede haber rock&roll y ganas de
vivir a raudales.
[Publicado originalmente como Editorial
de la revista Al Margen # 104,
Valencia (Esp.), invierno 2017. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/publicacion/al-margen-n%C2%BA-104-invierno-2017-0.]
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