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lunes, 26 de febrero de 2018

Bucaneros y quilombos: Comunidades de resistencia en América durante el siglo XVII



Rodrigo Vescovi
 

 «De la piratería en general nos queda un rastro de sangre, de mercenarios sin escrúpulos, tráfico de esclavos y el poco honroso título de acelerador del capitalismo […]. La Cofradía, sin embargo es el primer ensayo anarquista y como tal influyó notablemente en revoluciones futuras como la francesa, la Comuna de París, los movimientos libertarios del siglo XIX y base de futuros movimientos y hermandades humanistas y socialistas».  Bernardo Fuster

En el siglo XVI, el desarrollo burgués provocó un proceso de pauperización de gran parte de la población europea. En Inglaterra, autoridades y grandes comerciantes –con el fin de aumentar sus arcas con el comercio de lanas en Flandes– transformaron tierras de labranza en pasto de rebaños, provocando la expulsión de campesinos de sus tierras y destrucción de comunidades aldeanas y tierras comunales. Una parte de ese proletariado privado de medios de existencia fue mínimamente indemnizado y/o absorbida por las manufacturas, la otra se vio condenada a la mendicidad, el robo y el vagabundeo. La respuesta a este hecho por parte del Estado no se hizo esperar; en toda Europa Occidental se dictó una legislación sangrienta persiguiendo a quienes no estuvieran ligados a un trabajo, como si dependiese de la voluntad de los parias el continuar trabajando en las viejas condiciones, ya abolidas. Para los asalariados las cosas tampoco eran fáciles. Los precios siempre subían más que los salarios y las leyes siempre defendían a los patrones, autorizando los castigos corporales en el caso de que el proletario no cumpliera con el trabajo según el salario tarifado.

Ante este panorama, las revueltas y la consiguiente represión estatal no se hicieron esperar. De Alemania (Thomas Munzer) a Inglaterra (Gerrard Winstanley) movimientos de resistencia se opusieron a la propiedad privada y al salario. Algunos ocupando terrenos baldíos y otros atacando palacios y centros administrativos. El ambiente asfixiante de control, las dificultades de rebelión y las pésimas condiciones para la supervivencia hicieron que muchos habitantes vieran, en el continente americano, la posibilidad de una huida a la barbarie y el inicio de una nueva vida. Las experiencias observadas en el continente americano, descritas por distintos cronistas y contadas en las tabernas por los marineros, contribuyeron a que muchos pensaran que era posible vivir sin estado y que se extendiera la creencia de que cuánto más cercano a la naturaleza, más libre de jerarquías, clases sociales y desigualdades. También debieron influir obras publicadas en la época como La Utopía de Moro, Nueva Atlántida de Bacon y El Estado del Sol de Campanella.

Huir y buscar la utopía en el Caribe

Algunos de los huidos de Europa fueron a parar a islas del Caribe –La Española, San Cristobal, Barbuda, Antigua...– donde se convertirían primero en bucaneros, terrestres y pacíficos, y luego en bucaneros filibusteros, que practicaron una piratería con rasgos libertarios. Los colonos salvajes que se establecieron en las costas caribeñas eran protestantes perseguidos y asediados en Francia; luchadores contra la esclavitud y la masacre de indígenas; desertores de la rigidez de los navíos militares; criados que habían abandonado a sus amos; contrabandistas; aventureros con ganas de vivir en contacto con la naturaleza; navegantes pobres sin título ni educación militar; esclavos europeos forzados a servir en los barcos; forajidos de la justicia europea y corsarios holandeses y franceses que, tras los tratados de paz, se quedaron por la zona. También hubo ateos y prófugos de la religión imperante, de ahí que, una vez convertidos en filibusteros (piratas que actúan cerca de las costas), muchos ataques fueran contra la iglesia y su más fiel representante: la corona española. Las islas del Caribe también se poblaron de cautivos afroamericanos escapados de las plantaciones. La primera sublevación esclava en América se produjo en la isla La Española, en diciembre de 1522, y fue protagonizada por negros bozales de origen wolof.

En las costas caribeñas también se instalaron los denominados «mendigos del mar del Norte» que, perseguidos por el Duque de Alba en Holanda, primero se escondieron en los bosques y luego en los mares. El bosque como la mar siempre fue refugio de los fugitivos de la religión, el hambre, la servidumbre, la represión y la guerra. La leyenda de Robin Hood está relacionada con la gente que se escondió en la espesura de Sherwood para escapar de las cruzadas y los impuestos de la guerra. Otros muchos parias de Europa fueron trasladados a las colonias americanas por la fuerza porque se necesitaba mano de obra para el presente y el futuro. Fue el caso de los «engagés» de Francia –prisioneros por revuelta, crimen o vagabundaje– desplazados de continente, con la obligación de realizar cinco años de trabajos forzosos para conseguir la libertad, o los niños de los hospicios de Londres y Lisboa, que se vaciaban para poblar y/o vender en América.

Para las potencias europeas, las costas del Caribe no eran tan apetecibles como otros lugares del «nuevo» continente, llenos de riquezas, metales y minerales preciosos; de ahí que muchas islas las dejaran sin colonizar o abandonaran enseguida por considerarlas de escaso valor. Sin embargo, eran una parada necesaria para abastecer de agua y comida a los soldados y marineros que regresaban de las colonias. Como el mamífero más grande de las denominadas «islas inútiles» era el mono, la Corona Española mandó a soltar toros, vacas y cerdos para que se reprodujeran. La ausencia de un depredador y la gran cantidad de agua y hierba hizo que las reses se reprodujeran a montones, poblando esos lugares de abundante ganado cimarrón. Seguramente ese fue el único «regalo» que la Corona Española hizo a los indígenas americanos –que rápidamente empezaron a comer carne bovina– y una de las causas de que aquellos emigrantes, mayoritariamente europeos, eligieran esas islas para instalarse a vivir.

Bucaneros

Los colonos salvajes entraron en contacto con los indios caribes y compartieron productos y conocimientos. Les llamó la atención la organización social de los nativos y les copiaron varias formas de guisar y conservar la carne. Empezaron a cocinar tortugas en agujeros con piedras candentes y a ahumar filetes de vaca o cerdo en estructuras de ramas verdes, situadas a metro y medio del suelo y tapadas con hojas de plátano. Estas parrillas –llamadas boucan por los nativos– dejaban la pulpa entre ahumada y asada, sin perder las sales naturales, lo que permitía hacer una especie de cecina sin sal y de gran sabor. La carne que preparaban los bucaneros, como se empezó a conocer a los colonos de las islas, era muy apreciada por los marineros de los barcos que navegaban por esa zona y anclaban allí para comprar víveres. Con los primeros beneficios, los colonos compraron todo lo necesario para convertirse en unos originales y eficientes cazadores. Partían a las cacerías con una escopeta de cañón largo, pantalón ancho, camisa holgada, casaca y gorra de la que colgaban una red protectora de mosquitos. En el cinto llevaban distintos cuchillos para desollar y descuartizar las presas, una bolsa de cuero con balas y una calabaza hueca donde transportaban la pólvora. Otros habitantes, seguramente de distintos lugares de procedencia, se centraban en la recolección y la siembra de pequeños huertos. También hubo quien se dedicó al cultivo de tabaco o al curtido de pieles –para cambiar por carne y verduras– e, inclusive, quién confeccionaba ropa o arreglaba armas. Cazadores, agricultores y artesanos establecieron lazos de intercambio y amistad y convivieron con visitantes temporales que buscaban explotar los territorios vírgenes. Navegantes y contrabandistas atracaban en las islas, compraban cecinas y pieles y luego hablaban de aquella nueva realidad, provocando un efecto llamada en Europa. Al principio los bucaneros fueron «ilegales consentidos» pero pronto la Corona Española los consideró invasores de las tierras que ella había «descubierto» y cazadores de «su» ganado.

Desde principios del siglo XVII, sufrieron ataques. Felipe II ordenó atacar a «los contrabandistas de carne ahumada por tratarse de un comercio no regulado» y a quemar campos de cultivo por considerar blasfemo al tabaco. Algunos bucaneros murieron pero la mayoría esquivó la represión, escondiéndose temporalmente en los montes. Este hecho provocó una emigración hacia la zona despoblada de La Española y hacia otras islas del Caribe, como Tortuga. Allí, unos seiscientos bucaneros construyeron chozas en los bosques y cabañas cerca de las calas. Con el correr de los años, en el puerto se abrieron carpinterías, tabernas, casas de juego y talleres donde, por ejemplo, se confeccionaba el calzado de los colonos, una especie de mocasines de piel de vaca o toro. Se fue formando una sociedad bastante apacible que el historiador Juan Bosch definió como una «sociedad libre, sin códigos, ni autoridades y sin embargo tranquila; algo extraordinario en el siglo XVII». Al tratarse de una zona libre del control de las autoridades, los visitantes más comunes eran los piratas que buscaban el descanso necesario o la comida para sus expediciones.

Los bucaneros sentían bastante rechazo hacia las jerarquías y las desigualdades sociales pero, al menos en Tortuga, decidieron que muchos de los recién llegados realizaran un pasaje temporal de aprendizaje y servidumbre hasta que se ganaran la confianza del resto del grupo. Al cabo de dos o tres años les daban todo lo necesario para convertirse en cazador –fusil, munición, pólvora…–, les otorgaban la libertad y los integraban a la colectividad como uno más. En Tortuga el idioma más común fue el francés pero también se habló español, inglés, holandés y una mezcla de esas lenguas. En las islas donde la presencia de esclavos negros fugados era más fuerte se fue gestando una lengua criolla llamada papamiento; mezcla de español, portugués, arahuaca y diversos dialectos africanos. A pesar de la incipiente represión y de que, en ciertos lugares, hubo graves contradicciones entre indígenas y colonos, en casi todas las islas reinó un alegre salvajismo fraternal hasta que Felipe IV y el Conde Duque de Olivares decidieron recuperar el dominio sobre sus colonias. El rey y su válido crearon un cuerpo de exterminio llamado «Cuarentena», formado por destacamentos de cuarenta soldados a caballo, e iniciaron una terrible campaña para exterminar a los «intrusos, herejes y ladrones».

La Cofradía de los Hermanos de la Costa
 

Las razzias empezaron en La Española, obligando a muchos bucaneros a huir hacia Montserrat, San Bartolomé, Pinos… Continuaron en Tortuga; el primer desembarco militar en esta isla se produjo en 1630 y los siguientes en 1634 y 1638. El último ataque fue el más sangriento y destructivo. No hubo prisioneros ni perdón, para los que decían estar dispuestos a volver a Europa. Los soldados mataron a todos los que sorprendieron en la zona del puerto y quemaron chozas, pajares, talleres y algunos bosques. Después, se fueron. Poco a poco fueron volviendo a la zona del puerto los aldeanos que habían logrado huir y los que, ajenos a la represión, estaban cazando en el interior de la isla o en cayos cercanos. El ambiente era desolador. Unos a otros se contaban lo sucedido y hablaban de la necesidad de venganza. Eran conscientes de que la vida apacible de cazadores-cosechadores había acabado. Enterraron a unos trescientos muertos –casi la mitad de la población– y después se reunieron en la playa, donde resolvieron seguir «libres y unidos» y juraron venganza a la Corona Española, enfrentándose a sus enemigos en el mar. Decidieron emular a algunos de los expulsados de La Española que se habían unido a los filibusteros de la zona. Fundaron una comunidad pirata, agrupándose bajo el nombre de Cofradía de los Hermanos de la Costa.

Durante las siguientes semanas establecieron criterios para los abordajes y la vida en los barcos e invitaron a bucaneros de otras islas a unirse a ellos. Construyeron escondites en el interior de la isla, consiguieron armas cortas y confeccionaron unas cuantas barcazas rudimentarias. Con estas embarcaciones y algunas canoas, compradas a los indios campeches, dieron sus primeros golpes. Eran abordajes sorpresas. Unos veinte o treinta filibusteros esperaban a que llegara la noche y se aproximaban al barco. Trepaban hasta cubierta, se separaban en dos grupos, desenfundaban espada y trabuco y, unos irrumpían en la cámara de popa –pidiéndole rendición al capitán y sus ayudantes– y el resto se apoderaba del depósito de armas, matando a quienes ponían resistencia. También atacaban a los marineros o soldados españoles, aprovechando su afinada puntería, disparando su mosquetón y estirándose enseguida desde embarcaciones casi imperceptibles. Los primeros en caer eran el vigía y el timonel de cubierta. Los segundos, quienes salían a ver qué pasaba.

Al principio, la Corona Española pensó que los asaltos provenían de los mismos piratas de siempre pero, cuando perdió un galeón militar, se dio cuenta que se trataba de una nueva fuerza. Esta fase marina y rebelde de la comunidad bucanera volvió a producir un efecto llamada en cientos de oprimidos de la zona. En Tortuga, por ejemplo, llegaron nuevos fugitivos y construyeron una empalizada. También se hicieron fuertes en los alrededores de Port Royal y otras muchas islas. El galeón español robado se convirtió en un barco pirata cuyo lema fue «ni patria, ni Dios, ni rey».

La Cofradía de los Hermanos de la Costa fue creciendo gracias a la llegada de nativos cubanos fugados de los campos de trabajo, los pocos hijos que habían nacido de la primera generación de bucaneros y esclavos liberados de los barcos negreros. También se les sumaron piratas clásicos de la zona que asumieron los criterios de la hermandad. Algunos capitanes filibusteros se unieron sabiendo que su navío pasaría a formar parte de la colectividad. Los barcos, como las tierras, pertenecían al que lo necesitara, a los que organizaran una expedición. La mayor parte de carracas, balandras y galeones los robaron en diferentes abordajes y los acondicionaron para los ataques. Les quitaban todo lo que consideraban molesto –adornos, muebles– y en ocasiones, los dotaban de planchas metálicas para amortiguar el impacto de los primeros cañonazos. Uno de los tantos elementos que demuestran la preocupación por la justicia social por parte de los miembros de los Hermanos de la Costa era que, en los barcos, la comida se repartía a partes iguales. «La ración de cada uno es la que le cabe en la barriga, ni se pesa ni se mide –recordaba el cirujano Esquemelín–. No se le ocurre al despensero dar al capitán una porción de carne o demás alimento superior a la del más subalterno marinero». Los cofrades contaron con la colaboración puntual de indígenas que guardaban amistad con bucaneros como Montbars, quien aseguraba que se había hecho pirata para vengar los innumerables asesinatos de nativos. Los indios mosquitos veían más lejos en el mar y tenían muy buena puntería con las lanzas por lo que les fueron de gran utilidad.

La Cofradía –bajo el lema «venganza, libertad y botín» y envalentonada por el aumento de miembros y embarcaciones– se lanzó al ataque surcando las costas del Caribe y realizando abordajes a navíos de diferentes países. También atacaron villas y ciudades, secuestraron nobles, saquearon catedrales y asesinaron misioneros. El historiador francés Michel Le Bris afirma que «más allá de razones puramente económicas, en el fondo se trata de una guerra que enfrenta dos concepciones del mundo absolutamente opuestas: lo que el filibustero pilla, arrasa o incendia es ante todo lo que odia y denuncia como esencialmente opresor en la administración de los seres y del mundo». Hipótesis que se demuestra en las crónicas de los ataques bucaneros. Por ejemplo, Gall explica que un viernes santo, tras un victorioso asalto a Santiago de los Caballeros, en La Española, «se organiza un banquete inmenso al aire libre. Las hijas de los notables de la ciudad deben de servir la mesa. Para divertirse, obligan a los hombres ricos de la villa a emborracharse y una vez alegres, se les hace bailar delante de sus esclavos. Después se canta y se sigue bebiendo. Al cabo de tres horas, la orgía está en su apogeo».

Los bucaneros en algunos asaltos tuvieron éxitos pero en otros no y, como siempre sufrían muchas bajas, llegaron a la conclusión de que tenían que organizar mejor los ataques, así como estructurar la defensa de las costas en las que se refugiaban. La manera que encontraron fue la de establecer jerarquías temporales y revocables. Se eligieron capitanes para cada expedición y jefes que organizaban el relevamiento de las posiciones defensivas. Con el tiempo, lo que eran cargos puntuales dio paso a figuras de mando de larga duración, como los gobernadores de las islas que eran elegidos a mano alzada. También fueron organizando la vida social, con una mezcla de costumbres de la piratería y de sus antiguas aldeas bucaneras. Prácticamente todos eran hombres, ateos o de distintas religiones.

Al igual que los antiguos colonos de Tortuga, algunos cofrades, sobre todo veteranos, tuvieron servidores temporales, llamados matelots o acompañantes, que hacían de escuderos, limpiaban la choza y la ropa de su jefe y participaban de las mismas expediciones, obteniendo menores beneficios. Por su parte, el bucanero lo protegía, lo alimentaba, le facilitaba armas, lo ayudaba a integrarse en la comunidad y, en algunos casos, le dejaba toda su herencia. También era el encargado de proponer al consejo de ancianos su incorporación a la Cofradía. Cuando esto se producía, los nuevos miembros obtenían los mismos derechos que los demás y se solían cambiar nombre. El nuevo «mote» –Rompepiedras, El Exterminador, El Manco, Sable Desnudo o Pata de Palo, etcétera– simbolizaba la ruptura definitiva con su anterior modus vivendi.

«El hecho de que pasasen mucho tiempo sin mujeres –escribe el historiador Bernardo Fuster– ha dado pie a que varios escritores hablen de la posible homosexualidad de los filibusteros de la Cofradía. Sin duda, el hecho de que el «matelotage» que explicamos antes fuese la base de su sociedad apoya esta postura. En cualquier caso, lo cierto es que no se condenaba ningún tipo de relación sexual por lo que, teniendo en cuenta que estamos en el siglo XVII, esa permisividad era ya un indicio de su conducta». En las islas convivieron con algunas nativas, esclavas liberadas y prostitutas pero las mujeres europeas «decentes» ni iban ni eran aceptadas. Entre ellos existía la creencia de que el matrimonio, al menos en aquellas condiciones, podía significar una fuente de problemas. Los distintos cronistas insisten en aclarar que no estaban en contra de la mujer si no contra los celos, los líos por las infidelidades y las ataduras que provocaba la institución familiar.

Era una comunidad de pesimistas, auto excluidos y vengadores que no pensaba en reproducirse y que prohibía a las mujeres viajar en los barcos; únicamente las dejaban subir mientras estuviesen anclados en el puerto. Los nuevos bucaneros filibusteros vestían de forma muy diferente unos de otros, según sus lugares de origen o de las prendas que conseguían en sus ataques, siempre buscando romper con la uniformidad de la sociedad dominante. Algunos llegaron a disfrazarse, sobre todo, en los abordajes, para faltar el respeto a sus contrincantes o para despistarlos. En más de una ocasión el vigía de un navío que iba a ser atacado tuvo dudas sobre una balandra con presencia de «damas, monjas y curas». En tierra no tenían impuestos pero a bordo se destinaba un fondo para poder asistir a los «cofrades» que por, edad o invalidez total, tenían que dejar la piratería. Durante los abordajes los músicos hacían sonar sus instrumentos de forma caótica y desafinada para intimidar y desconcertar a sus adversarios pero la principal razón de su presencia a bordo era animar a la tripulación durante las largas travesías. En las tabernas de Port Royal y Tortuga, había grupos de músicos que tocaban melodías de los distintos lugares de procedencia de los filibusteros, produciéndose uno de los más importantes mestizajes musicales de la historia. También había titiriteros que, como los cantantes, recreaban las aventuras vividas en sus travesías.

Decadencia y recuperación

La piratería bucanera duró unos treinta años aunque los últimos estuvieron marcados por más aspectos de la sociedad dominante. El gobernador le fue disputando el poder de decisión de los asuntos cotidianos al consejo de ancianos y, aunque podía ser depuesto por mayoría simple, tanto poder de decisión en un solo hombre generó grandes contradicciones en el funcionamiento comunal. En cuanto a los capitanes, aunque fueran elegidos entre todos, solían ser siempre los mismos –por mostrarse como los más eficaces– y, con el tiempo, fueron los únicos que convocaban las expediciones, repitiendo tripulación y mandos intermedios. El fin de la Cofradía se debió a los ataques militares sufridos; las triquiñuelas del colonialismo francés e inglés –convirtiendo a algunos cofrades en meros corsarios al servicio de una corona– y las propias limitaciones y contradicciones de la comunidad pirata. El que la asistencia a las expediciones fuera voluntaria –algunos preferían seguir viviendo de lo que daba la siembra o la caza– llevó a una desigualdad material que, poco a poco, fue haciendo mella en la comunidad. Tampoco ayudó el hecho de convertir en enemigos a todo aquél que no estuviese a su lado ni el terror ejercido que, les permitía ganar batallas por rendición del adversario, pero que les generó numerosas antipatías. El juego durante las tediosas travesías también provocó riñas y problemas. Los que habían ganado intentaban volver a puerto lo antes posible, los perdedores querían seguir la expedición por más tiempo.

Uno de los episodios más tristes pero curiosos fue la política llevada a cabo por Francia para controlar a los bucaneros de la isla Tortuga. Desde que en 1640 asaltaran el gran galeón español, Luis XIII planeó dirigir aquella población armada contra el imperio español. Mandó a la isla un noble para que se hiciera dueño de la situación y pusiera al servicio de la corona francesa los filibusteros de la Cofradía. El embajador desembarcó, convocó a todos los habitantes y anunció la anexión de la isla de la Tortuga a Francia. Al parecer la declaración fue acogida con tantas carcajadas que el emisario tuvo que decir que, efectivamente, era una broma. Le Vasseur, como se llamaba el noble, al no poder convencer a los bucaneros, decidió mentir a Luis XIII, redactando informes en los que aseguraba que los salvajes colonos respetaban al rey y recogían varias cosechas al año. Con el tiempo la corona descubrió la mentira, destituyó a Le Vasseur y envió a un nuevo embajador que vivió el mismo «síndrome de Estocolmo» que el anterior. D`Ogeron, el tercer emisario, sí fue fiel a Francia. Debido a sus dotes como orador y a cambio de armas y fortificaciones, consiguió que lo nombraran gobernador e inició una política secreta con la intención de convertir la isla en colonia de su país o, por lo menos, civilizar y asentar a los bucaneros y que abandonaran su itinerante profesión. D’Ogeron empezó a traer mujeres blancas «rameras sacadas de la cárcel, pelanduscas recogidas en el arroyo, vagas sin vergüenza [y según las crónicas] rápidamente se formaron parejas, sin casamiento, en las que la mujer no era la esclava sino la compañera, pudiendo reclamar la ruptura de la unión en caso de maltrato».

El experimento en Tortuga se repitió en otras islas: se aceptó la ayuda francesa y se empezaron a formar familias. Muchos filibusteros acabaron viviendo como colonos, aceptando al gobernador de turno y abandonando la piratería. En otros lugares, sin embargo, las cosas fueron diferentes, los bucaneros siguieron empeñados en conservar su autonomía e intentaron –según sus propios términos– fundar repúblicas independientes en Providencia, La Lovaina, Iguana, Pinos, Vaca y en los cayos de Cuba y el Yucatán. Proyectos que no lograron consolidarse. Las potencias europeas fueron ganando terreno, ya fuera a sangre y fuego, como la corona española, o con argucias y manipulaciones como la francesa o la inglesa. A medida que la guerra entre reinos se incrementó, el sentimiento apátrida entre los cofrades fue deteriorándose. El saqueo de la ciudad de Panamá de 1671, por parte de un Morgan ya convertido en corsario al servicio de Inglaterra, podría marcar el fin de la Cofradía, como algo con reminiscencias libertarias. Esto no significa que a partir de esa fecha todos los abordajes fueran llevados a cabo por filibusteros con patente de corso. En el siglo XVIII, siguieron habiendo piratas apátridas, actuando por su cuenta, y con cierta consciencia de clase. La arenga de Bellamy a la tripulación de un barco, que acababa de abordar, es un buen ejemplo:
«¡Condenado te veas! [le espetó primero al capitán] Eres un perro servil como todos los que aceptan ser gobernados por las leyes que los ricos han hecho para su propia seguridad, pues esos cobardes no tienen el coraje de defender de otro modo lo que han ganado con sus bellaquerías. Condenados os veáis todos: ellos, como un atajo de astutos bribones y vosotros que los servís, como un pedazo de carne con ojos y corazón de gallina. Esos canallas os vilipendian, siendo así que entre ellos y nosotros no hay más que una diferencia: ellos roban a los pobres amparándose en la ley y nosotros lo hacemos con la sola protección de nuestro coraje. ¿No haríais mejor pasándoos a nuestro lado en vez de rebajaros tras esos malvados por un empleo?»

Resistencia a la esclavitud

El XVII fue un siglo de importantes revueltas tanto en Europa como en América, donde bucaneros, indígenas y esclavos traídos de África llegaron a luchar juntos. Hubo filibusteros negros, capitanes inclusive. En determinadas épocas, hasta un treinta por ciento de las tripulaciones piratas fueron de origen africano. Por su parte, los negros cimarrones (esclavos fugitivos) ayudaron a los bucaneros a asaltar fortalezas y villas; sobre todo guiándolos por caminos selváticos para atacar a un enemigo que los esperaba por las costas. La cooperación entre nativos americanos y africanos fue aún más frecuente. En 1635, por ejemplo, dos barcos negreros naufragaron cerca de la isla San Vicente y los esclavos escaparon de las embarcaciones alcanzaron la costa. Los indios Caribe los ayudaron y dieron cobijo, iniciándose una convivencia que culminaría en camaradería, relaciones amorosas e hijos; los denominados garifunas.

La esclavitud fue un elemento central del sistema colonialista y la explotación agraria tropical, con las que algunos estados europeos lograron la acumulación de capital suficiente para dar el salto a la industrialización. Se trasladaban esclavos hacia América, se vendían a los patrones de las plantaciones que los obligaban a producir azúcar, café, cacao, tabaco o especias, que luego eran vendidas en Europa. A lo largo de los siglos fueron trasladados a América más de once millones de esclavos procedentes de África; la mitad fue a parar a Brasil. Se calcula que por cada uno que llegaba al continente americano dos morían por el camino: en las cacerías, hacinados en los barcos negreros o exterminados en los puertos. En los principales embarcaderos africanos esclavistas, cuando la mercancía quedaba amontonada durante semanas, sin compradores a la vista, se eliminaba.

Llegó un momento que la caza de esclavos, casi siempre la hacían «los propios negros», es decir, los reyezuelos africanos –de Dehomey, Ashasiti, Congo, etcétera– que vieron en la trata de humanos la culminación de su afán de poder y dinero. A cambio de entregar prisioneros a los comerciantes de esclavos, primero recibieron herramientas, armas y bienes y luego acabaron acumulando la riqueza suficiente como para dominar gran parte del territorio. Este hecho, así como el fenómeno de los bucaneros y la actitud revolucionaria de marineros internacionalistas, demuestra que la contradicción principal no fue (ni es) entre «europeos» contra «africanos» ni de «españoles» contra «indígenas» si no, de clase contra clase, de poseedores contra desposeídos, de perseguidores contra perseguidos, en definitiva de defensores del sistema contra los que siempre se han opuesto a la explotación del hombre por el hombre.

En la América colonial los esclavos eran tratados como ganado y recibían la comida en la tierra. La violencia de los explotadores era extrema, las condiciones de trabajo, inhumanas; las esclavas violadas y, si mordían la caña de azúcar mientras la recogían, les podían romper los dientes a golpes. La historia de la esclavitud está ligada a la resistencia: al intento de no ser cazado, al trabajo a desgana, a las auto lesiones y suicidios, a las revueltas en barcos y barracones portuarios, a las fugas en plantaciones y minas y a la creación de campamentos de esclavos fugitivos que, en América, se denominaron mocambos, palenques o quilombos. Estas comunidades de cimarrones se ocultaron en zonas selváticas o de difícil acceso, como los pantanos. La espesura impenetrable era la mejor aliada contra los colonizadores. Los esclavos que conseguían fugarse de los ingenios marcaban caminos falsos y construían trampas mortales. Hubo quilombos en Jamaica, Puerto Rico, Belice, las Guayanas, Colombia, Brasil... y, aunque mayormente, estuvieron compuestos por africanos o afroamericanos, también hubo indígenas, zambos (hijos de indios y negros) y hasta algunos europeos que rechazaban la vida que ofrecía el sistema capitalista. Algunos palenques estuvieron compuestos por decenas de cimarrones, otros, por centenas e, incluso, millares. Unos duraron muy poco tiempo y otros, nunca fueron encontrados.

Quilombo de Palmares

Seguramente, desde la revuelta de Espartaco, la resistencia esclava más importante fue la que se produjo en el nordeste de Brasil de 1580 a 1710 y que se conoció como el quilombo de Palmares. El asentamiento cimarrón estuvo compuesto por varios mocambos o aldeas; algunas muy próximas y otras separadas por varios kilómetros de distancia. Situado en Sierra de Barriga, un territorio de difícil acceso a ochocientos metros de altitud, en el actual Estado de Alagoas y al oeste de Pernambuco, estaba rodeado de una espesa selva de palmeras, de ahí el nombre de Palmares.

Lo que empezó como una sublevación, en un ingenio azucarero de Porto Calvo, de cuarenta esclavos armados de huesos y piedras, llegó a abarcar a más de veinte mil personas. Primero fueron llegando cientos de negros fugitivos, entre las que destacaban mujeres que, antes de escapar, almacenaban semillas que habían estado robando de a poco, ocultándolas en sus rizadas cabelleras. Luego se unieron indios cimarrones y hasta blancos perseguidos por la justicia. Más tarde, los quilombolas (habitante del quilombo) practicaron incursiones en las haciendas cercanas para liberar esclavos de ambos sexos. La colectividad palmarina volvió a crecer con el nacimiento de la primera gran generación de mestizos y negros libres en América. El aumento demográfico más importante se produjo en 1630, cuando los holandeses arrebataron Pernanbuco a los portugueses y miles de esclavos aprovecharon para huir hacia Palmares. Otro factor a tener en cuenta fue el efecto llamada que produjo, durante más de un siglo, este quilombo; símbolo de los sentimientos de esperanza de los oprimidos de la época.

La colectividad cimarrona palmarina se repartió entre varios poblados, con decenas o cientos de cabañas, y se alimentó de la caza, la recolección y el cultivo colectivo de la tierra. Extraía aceite de nuez de palma, producía manteca de coco, fabricaba herramientas agrícolas y objetos de cerámica y madera y vestía con ropas robadas y prendas vegetales de hojas y cortezas. Su forma de organización política se inspiró en las tradiciones africanas de las regiones congoleñas y angoleñas, alteradas por la guerra contra los colonizadores. El hecho de que fuera una comunidad en lucha contra la esclavitud reprodujo algunos rasgos de la vida tribal del comunismo primitivo.

Una vez que los esclavistas descubrieron con exactitud la ubicación del quilombo, a los cimarrones no les quedó otra posibilidad de defensa que armarse y fortificar sus aldeas. Se diseñó un plan defensivo, aprovechando la accidentada orografía. A lo largo de seis kilómetros de diámetro, se construyeron fortificaciones con pesados muros de madera, custodiados por centinelas, armados con lanzas, cuchillos y sables, confeccionados allí mismo o con armas de fuego robadas. La eficaz defensa evitó la entrada de los propietarios de plantaciones y de tropas portuguesas durante décadas. Las tropas eran atacadas en medio de la selva, antes incluso, de llegar a la fortificación, en base a una estrategia de guerra de guerrillas, basada en la fabricación de trampas y en el mejor conocimiento del terreno. La sociedad fue dividida en campesinos, artesanos, guerreros y organizadores de la comunidad. Un consejo de jefes gobernaba en cada asentamiento y elegía al líder de todo el quilombo que, a su vez, solía estar aconsejado por una matriarca, entre las que destacaron Acotirene y Aqualtune. El líder y los consejeros más cercanos vivían en Macaco, centro neurálgico de Palmares y el mayor de los mocambos (poblados). La aldea de Subupira funcionaba como una especie de base militar y campo de entrenamiento. Esta colectividad no fue comunista ni anarquista; estuvo inspirada en sociedades de jefaturas africanas y, además, la guerra condicionó su organización jerárquica. Sin embargo, merece la pena rescatarla de la memoria por formar parte de la comunidad de lucha histórica contra el capitalismo y la sociedad de clases.

La Cofradía de los Bucaneros, el quilombo de Palmares y tantos otros ejemplos de resistencia demuestran que no puede haber proyectos aislados, plenamente comunistas. Todo proyecto antagónico al Estado ha reproducido actitudes, valores e ideologías de la clase dominante. La sociedad patriarcal y capitalista se seguirá colando por los resquicios más insospechados mientras no se acabe con ella, en todas las partes del planeta. Tal vez la limitación más grande de la comunidad palmarina fue que, en ocasiones, se recordaba el estatus social de miembros antes de ser esclavos y, por esta razón, algunos vivían en mejores chozas o tenían servidumbre. Los sirvientes de la élite del quilombo solían ser esclavos recién liberados y tenían prohibida su huida. Podían estar en ese estado, diferenciado de los demás, durante años, hasta que hicieran méritos y se ganaran la confianza del resto.

Era, también, una medida de protección colectiva frente a espías y posibles traidores. Cabe recordar que algunos cimarrones no llegaban allí de forma voluntaria, si no que eran traídos tras las liberaciones en las plantaciones. Se sabía que a la Guayana Holandesa habían llegado esclavos (espías) a uno de los mayores quilombos haciéndose pasar por fugitivos. Al cabo de unos días, tras averiguar los sistemas de defensa y el mejor camino para llegar allí, desaparecieron, facilitando la información a las autoridades que, a cambio, les otorgaron la libertad y les dieron bienes. En el caso de Palmares, si alguien reconocía a un recién llegado como «compañero del viaje negrero» era casi reconocido como hermano de sangre y se le acostumbraba a considerar como uno más, sin pasar por la servidumbre. Además, se podía acelerar este especie de pasaje iniciático atacando plantaciones, liberando esclavos o a través de la adivinación de los chamanes que tenían gran poder de decisión.
 

Auge y desaparición de la comunidad palmarina

En 1654 la corona portuguesa, tras expulsar a las tropas holandesas del nordeste brasileño, fija una de sus prioridades en el aniquilamiento de Palmares. Los ataques a las haciendas, las revueltas y huidas constante de esclavos constituían una seria amenaza. Muchos propietarios de ingenios azucareros y colonos habían tenido que abandonar sus propiedades. A lo largo de los años se produjeron enfrentamientos, con numerosas bajas, incendios y destrozos, pero la comunidad palmarina resistió e incluso siguió creciendo. En 1670 llegó a veinte mil habitantes y practicó la ganadería y el comercio a pequeña escala. Con la paja de las palmeras confeccionaba esteras, escobas, sombreros y cestos y las vendía o intercambiaba por armas y municiones con pequeñas poblaciones cercanas de mestizos y colonos blancos. La corona portuguesa no tuvo más remedio que proponer la paz a los habitantes de Palmares, ofreciendo un tratado en el que reconocía su libertad y les daba en posesión campos poco fértiles en el valle de Cucaú (actual Sirinhaém). A cambio, los quilombolas tenían que aceptar la autoridad portuguesa, abandonar sus codiciadas tierras y comprometerse a no albergar nuevos fugitivos. La oferta provocó una gran división en el seno del quilombo. El jefe Ganga Zumba y parte de los cimarrones aceptaron el trato y emigraron, mientras otros, liderados por Zumbi, rechazaron el ofrecimiento. No admitían que unos negros fueran liberados y otros continuaran siendo esclavos. Además eran conscientes que se les ofrecía una libertad vigilada, en la que sus costumbres se verían alteradas.

Así, mientras el gobernador recibía a los pactistas preparaba la masacre de los que habían decidido quedarse en los mocambos. Los resistentes palmarinos no solo se prepararon para recibir a las tropas sino que intensificaron sus expediciones para liberar esclavos e incluso llegaron a infiltrarse en ingenios, provocando el temor de una rebelión generalizada de esclavos. El Consejo Ultramarino advertía que la nueva resistencia poseía una «práctica y disciplina militar por parte de sus capitanes y su general Zumbi quien los ha convertido en muy hábiles en el manejo de todas las armas, las cuales tienen gran cantidad». En enero de 1694 empezó la campaña portuguesa para finalizar con Palmares. En esta ocasión la jefatura de la operación se la otorgaron a los más famosos bandeirantes, facilitándoles tropas militares y el mejor armamento de la época. Los bandeirantes eran bandas de mercenarios, cazadoras de indios y negros fugitivos, que portaban una bandera que avisaba de su licencia para matar. Étnicamente eran descendientes de portugueses, en su mayoría mezclados con indígenas de la etnia tupí, y vivían sobre todo en la zona de Sao Paulo. Hoy el Estado brasileño le sigue rindiendo tributo a la labor genocida y patriótica de los bandeirantes, nominando con ese apelativo a algunas de las principales avenidas del país. En la batalla de Palmares, un ejército de ocho mil soldados –militares y bandeirantes–, con la ayuda de mano de obra esclava, consiguió llevar cañones hasta la empalizada de Macaco. Frente a ellos, once mil guerreros negros dispuestos a resistir.

Abatida la fortificación, los mercenarios penetraron en el quilombo y, tras días de batalla, vencieron. Mataron a miles de cimarrones y apresaron a otros tantos, convirtiéndolos nuevamente en esclavos. La capital de Palmares quedó destrozada pero Zumbi logró huir y dirigió la resistencia desde otros mocambos, los cuales fueron destruidos paulatinamente a lo largo del año 1694. El líder de los cimarrones palmarinos siguió organizando la resistencia, en forma de lucha de guerrillas, hasta el 20 de noviembre de 1695, cuando fue abatido. Los supervivientes de Palmares se retiraron a zonas aun más apartadas y continuaron la lucha hasta que, en 1710, los colonizadores portugueses tomaron y destrozaron sus últimos asentamientos.

ANEXOS

Terror y leyes para imponer el trabajo asalariado

En 1530, bajo el reinado en Inglaterra de Enrique VIII, se estableció que «Los mendigos viejos e incapacitados para el trabajo deberán proveerse de licencia para mendigar. Para los vagabundos capaces de trabajar, por el contrario, azotes y reclusión. Se les atará a la parte trasera de un carro y se les azotará hasta que la sangre mane de su cuerpo, devolviéndolos luego, bajo juramento, a su pueblo natal o al sitio en que hayan residido durante los últimos tres años, para que se pongan a trabajar. En caso de reincidencia de vagabundaje, deberá azotarse de nuevo al culpable y cortarle media oreja; a la tercera vez que se le coja, se le ahorcará como criminal peligroso y enemigo de la sociedad».

En 1547, bajo el reinado de Eduardo VI «si alguien se niega a trabajar se le asigne como esclavo a la persona que le denuncie como holgazán. El dueño deberá alimentar a su esclavo con pan y agua, bodrio y los desperdicios de carne que crea conveniente. Tiene derecho a obligarle a que realice cualquier trabajo, por muy repelente que sea, azotándole y encadenándole, si fuera necesario. Si el esclavo desaparece durante dos semanas, se le condenará a esclavitud de por vida, marcándole a fuego con una S [S-Slave, esclavo, en inglés] en la frente o en un carrillo; si huye por tercera vez, se le ahorcará como reo de alta traición. Su dueño puede venderlo, legarlo a sus herederos o cederlo como esclavo, exactamente igual que el ganado o cualquier objeto mueble. Los esclavos que se confabulen contra sus dueños serán también ahorcados». En tiempos de la reina Isabel, los vagabundos eran ahorcados en fila, por centenas y, bajo el reinado de Enrique VIII, fueron pasados por la horca 72.000 «ladrones». En Francia y los Países Bajos la legislación fue algo más suave: la ley establecía que se mandase a galeras a todas las personas de dieciséis a sesenta años que, gozando de salud, careciesen de medios de vida y no ejerciesen ninguna profesión.

Quilombo

Quilombo es una palabra de origen africano que tiene relación con los términos «campamento» y «escondite» y que fue usada, por los esclavos negros fugitivos de América, para denominar las aldeas que formaban en medio de la selva. Los colonizadores españoles para desprestigiar a esas comunidades y por representar, para sus ojos, un lugar de libertinaje, sexo, caos y un auténtico problema colonial, empezaron a llamar «quilombo» a sus burdeles y grescas. De ahí que aun hoy en Argentina y Uruguay, signifique prostíbulo, un grave problema, un lugar desordenado, un lío o una pelea multitudinaria. En otros lugares de América Latina para estas acepciones se usa la despectiva expresión «merienda de negros».

[Tomado de https://www.nodo50.org/ekintza/spip.php?article674.]


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