Luís Rico G.
El 1 de
enero de 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
entre Canadá,EE UU y México. Dicho tratado incorporaba por primera vez un
capítulo con recomendaciones encaminadas al desarrollo sostenible. Siguiendo su
estela, la OMC y la Unión Europea fueron añadiendo alusiones a la necesidad del
desarrollo sostenible en todos los tratados comerciales. Más de 20 años
después, y en un planeta con más flujos de comercio internacional que nunca en
la historia, avalados por más de 400 tratados comerciales, 3.000 tratados de
protección de la inversión y varios acuerdos globales en el seno de la OMC, el
desarrollo sostenible no solo no ha llegado, sino que todo indica a que se marcha
en sentido contrario. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el
agotamiento de recursos o la deforestación, son buena muestra de ello.
¿Y qué
tendrán que ver los tratados comerciales y el comercio internacional con la
crisis ecológica? ¿Podría tratarse de una mera coincidencia sin correlación?
Podría, pero no parece el caso.
En primer
lugar, y sin necesidad de realizar grandes investigaciones, parece bastante
obvio que cualquier acuerdo de libre comercio, inevitablemente, implica mayor
degradación ambiental aunque sea por el mero hecho de que conlleva más comercio
internacional, más emisiones de gases de efecto invernadero, más construcción
de infraestructuras, más empaquetado y refrigerado para transportes a más
distancia, etc.
Se podría
pensar que estos efectos podrían quedar compensados con una mayor regulación ambiental
a nivel global, fruto de las reseñas al desarrollo sostenible que incorporan
los tratados. Pero la realidad muestra que lejos de asumir mejoras en las
legislaciones ambientales, las consecuencias más típicas pasan por la deslocalización
de los procesos productivos, el aumento del transporte de mercancías y de personas,
la intensificación de la producción para orientarla a la exportación y la
privatización de la economía.
La
deslocalización se ha producido hacia aquellos países con menor protección
contra la explotación laboral o de los recursos naturales. De esta manera los países
del sur se especializaron en procesos extractivos o agrícolas, mientras que los
del norte en productos procesados o financieros, en lo que se ha denominado el
intercambio ecológicamente desigual, por el cual el tiempo ecológico de
producción de bienes es diferente en el norte (rápida producción) que en el sur,
donde las mercancías tienen un tiempo de producción de años, décadas o siglos,
además de estar peor remuneradas y tener un mayor impacto ambiental. José
Manuel Naredo y Antonio Valero lo explican con la regla del Notario que se
representa mediante la curva de la Figura 1.
En esta
curva se ve el coste energético de un producto y su valor
monetario
(en porcentaje). Lo que se observa es que en las primeras etapas (supongamos la
extracción de minerales) el coste energético sube mucho pero el valor monetario
poco. En las últimas etapas (comercialización de un Smartphone o cotización en
bolsa de la empresa de móviles) el coste energético no sube mucho, pero su
valor monetario sí. Esta regla describe claramente lo que sucede en la globalización,
los procesos económicos de los países de sur se encuentran en los primeros
tramos de la curva, al haberse especializado en la exportación materias primas
baratas, frente a los de los países ricos (a la derecha del gráfico), que
exportan productos procesados, patentes o activos financieros muy caros, además
de atraer el ahorro mundial.
Así, la
mayoría de las economías de los países africanos y latinoamericanos dependen
entre el 60% y el 100% de la extracción de recursos (Figura 2), lo que les
sitúa en la parte izquierda de la curva de la regla del notario.
La
economía extractiva supone una presión sobre los ecosistemas
mayor,
por lo que en mucha ocasiones, la apertura comercial de los países del sur se
ha visto acompañada de una mayor destrucción de los ecosistemas, aunque el
proceso de degradación medioambiental ha sido global, dado que en ocasiones se
han producido “carreras a la baja”: eliminando la protección ambiental para
poder competir en la economía global.
El aumento
del transporte de mercancías también ha tenido un fuerte impacto sobre la
crisis ecológica. Las consecuencias climáticas, por ejemplo, son claras. En
2001, 5,3 de las 22 gigatoneladas de CO2 que se vertieron a la atmósfera
provenían del comercio internacional. Esta proporción muy probablemente haya
aumentado, ya que la globalización ha venido acompañada de un aumento de las emisiones
de los países, tanto si se cuenta solo el tejido productivo, como, y de manera
más notoria, si se tienen en cuenta las emisiones incorporadas a los productos
importados (Peters et al., 2012), especialmente en los países del norte (Zhang
et al., 2015; Carbalhoa et al., 2013). Por ejemplo, las emisiones de CO2
incorporadas a las importaciones del Estado español en 2005, supusieron el
equivalente al 29% de su producción (Gemechu et al., 2013).
La
intensificación de la producción en aras de la internacionalización ha supuesto
un fuerte impacto sobre los ecosistemas. Sirva como ejemplo el caso de la agricultura,
donde el aumento de los monocultivos ha supuesto deforestación, mayor uso de
pesticidas, un aumento de la intensidad energética de los productos agrarios (y
de las emisiones asociadas).
Un
reciente estudio de GRAIN (2015) muestra las consecuencias climáticas del
modelo agrario que fomentan los tratados comerciales: deforestación, un aumento
de los monocultivos industriales (altamente consumidores de energía fósil) o el
fomento de dietas que basadas en productos que emiten grandes cantidades de
gases de efecto invernadero, como las carnes o los productos procesados. A modo
de ejemplo, un estudio sobre una caja de cereales de desayuno encontró
productos de más de 20 países de 4 continentes, emitiendo 264 g de CO2 por cada
100 g ingeridos (Jeswani et al., 2015). Roza ya el absurdo que la distancia
media recorrida por una fruta en los supermercados españoles supere siempre los
2.000 km (Lázaro, 2014), siendo el Estado español un país productor de fruta.
Por
último, la privatización de la economía global ha producido que la lógica del
lucro se superponga a cualquier otro tipo de norma. Así, las grandes empresas, cada
vez más poderosas en el entramado de la globalización, han conseguido imponer
una regulación en la que sus privilegios se mantienen por encima de la necesidad
de las personas de vivir en un planeta sano.
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro 317, Madrid, noviembre 2017. Numero completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro317%20noviembre.pdf.]
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