Matías Capelli
* Con el hallazgo del cuerpo de Santiago Maldonado y todavía más preguntas que certezas sobre las circunstancias de su muerte, inscribir su identidad política donde corresponde –en la tradición del anarquismo vernáculo– es también un acto de justicia.
El viernes 20 de octubre a la tarde empezó a circular la noticia de que el cuerpo encontrado en el río Chubut el martes 17 era el de Santiago Maldonado. Es. Como todas las noticias que emanan del caso desde sus inicios, la reacción más sensata era tomarlo con pinzas, dudar, esperar al siguiente movimiento. Hasta que lo confirmó su hermano Sergio en una conferencia de prensa improvisada a la salida de la morgue judicial: es Santiago. Lo había reconocido por los tatuajes, dijo. Horas más tarde hubo una movilización, relativamente espontánea, que congregó en Plaza de Mayo a miles de personas conmovidas, desoladas y enojadas por la muerte de Maldonado. Algunos empezaron a girar alrededor de la pirámide, mientras llegaba cada vez más gente. La desconcentración hacia la zona de Congreso fue más rápida de lo esperable. Corría el rumor, como en todas las marchas recientes, que una convocatoria pacífica y multitudinaria podía terminar con incidentes. En las últimas semanas se había generado un consenso: los grupos de encapuchados que irrumpían sobre el final a pudrirla eran infiltrados de las fuerzas de seguridad, que actuaban con el objetivo de justificar una represión violenta y corroer la empatía hacia Maldonado en la clase media que sigue los eventos por los medios. Incluso habían circulado videos y fotos en que se veían personas que parecían ser la misma tirando piedras con la cara semitapada y, acto seguido, con camperita de la Policía de la Ciudad arrestando manifestantes. Para los parámetros de la postverdad eso ya era suficiente para poder afirmar: son todos infiltrados.
* Con el hallazgo del cuerpo de Santiago Maldonado y todavía más preguntas que certezas sobre las circunstancias de su muerte, inscribir su identidad política donde corresponde –en la tradición del anarquismo vernáculo– es también un acto de justicia.
El viernes 20 de octubre a la tarde empezó a circular la noticia de que el cuerpo encontrado en el río Chubut el martes 17 era el de Santiago Maldonado. Es. Como todas las noticias que emanan del caso desde sus inicios, la reacción más sensata era tomarlo con pinzas, dudar, esperar al siguiente movimiento. Hasta que lo confirmó su hermano Sergio en una conferencia de prensa improvisada a la salida de la morgue judicial: es Santiago. Lo había reconocido por los tatuajes, dijo. Horas más tarde hubo una movilización, relativamente espontánea, que congregó en Plaza de Mayo a miles de personas conmovidas, desoladas y enojadas por la muerte de Maldonado. Algunos empezaron a girar alrededor de la pirámide, mientras llegaba cada vez más gente. La desconcentración hacia la zona de Congreso fue más rápida de lo esperable. Corría el rumor, como en todas las marchas recientes, que una convocatoria pacífica y multitudinaria podía terminar con incidentes. En las últimas semanas se había generado un consenso: los grupos de encapuchados que irrumpían sobre el final a pudrirla eran infiltrados de las fuerzas de seguridad, que actuaban con el objetivo de justificar una represión violenta y corroer la empatía hacia Maldonado en la clase media que sigue los eventos por los medios. Incluso habían circulado videos y fotos en que se veían personas que parecían ser la misma tirando piedras con la cara semitapada y, acto seguido, con camperita de la Policía de la Ciudad arrestando manifestantes. Para los parámetros de la postverdad eso ya era suficiente para poder afirmar: son todos infiltrados.
Y pasó ese viernes 20 de octubre. Una vez en el Congreso, cuando la multitud empezaba a desconcentrarse por Rivadavia, Callao y Entre Ríos, se empezó a pudrir. Una camioneta de un partido de izquierda que acompañaba a su columna fue atacada por un grupo de encapuchados. Golpearon los vidrios y la obligaron a escaparse volanteando entre la gente. Momento de tensión, en medio del duelo. Empezaron los insultos, que qué venís acá a pudrirla, que qué hace la camioneta de un partido acá, Santiago era anarquista… Entre las telas de la capucha emanaban insultos a raudales: “¡Ciudadano careta!”, “¡Rebaño!”, “¡Santiago era anarquista!”. Incluso una a grito pelado increpó, como si fuera el peor insulto imaginable, “¡Socialdemócrata!”.
Maldonado no estaba en el Pu Lof por idealista de los setenta, no estaba por izquierdista o por montonero, no estaba por hippie, ni por trosco o marxista. Maldonado estaba ahí por anarquista.
La primera reacción, nuevamente, como todo lo que irradia este caso, un río revuelto plagado de operaciones, paranoia y pescado podrido, fue la cautela, la desconfianza. ¿Eran infiltrados? ¿Eran policías o servicios actuando como anarquistas? Había algo en el aspecto, en la forma de hablar, de comportarse, de estos sujetos; daba toda la impresión de que era real, auténtico el desborde de furia, el odio de esos chicos. La cosa no pasó a mayores, no pasó al cuerpo a cuerpo. Pero dejó la pregunta rebotando.
Investigando un poco uno comprueba que lo que se decía a grito pelado frente al Congreso era cierto. Santiago Maldonado era anarquista, conocido como Brujo o Lechuga, cercano a grupos anarco de La Plata, de la biblioteca Guliay-Polié. Maldonado no estaba en el Pu Lof por idealista de los setenta, no estaba por izquierdista o por montonero, no estaba por hippie, ni por trosco o marxista. Maldonado estaba ahí por anarquista. De hecho, a pesar de sus diferencias, desde hace décadas que hay una afinidad intensa entre el anarquismo y la causa mapuche, basada en dos planteos: el desconocimiento del Estado argentino y el recurso a la acción directa. Había sido ese itinerario vital –el de un anarco del siglo XXI– el que había llevado a Maldonado a El Bolsón, el que lo había llevado a sumarse a los reclamos de pescadores en Chiloé en 2016, a comprometerse con la causa mapuche sin ser mapuche, a protestar por la detención del líder mapuche Facundo Jones Huala. Incluso alguno de los tatuajes gracias a los cuales fue reconocido por sus familiares son símbolos o contraseñas anarquistas.
“La palabra suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás”, escribió Christian Ferrer en Cabezas de tormenta.
Tomemos, por ejemplo, esta declaración de Jones Huala: “Santiago fue un encapuchado, y yo la verdad que se lo agradezco de todo corazón al compañero, porque cuando se cumplían esos treinta días de detención injusta, vino, acompañó, porque habían reprimido en Bariloche. Él fue uno de los que reventó los vidrios del juzgado de acá de Esquel y el compañero estuvo peleando codo a codo. Me duele mucho que mientan sobre él. ¿Por qué no dicen las ideas que tenía el compañero? El compañero era anarquista. Si Santiago estuviera aquí estaría combatiendo en las calles, en las barricadas”.
O este otro posteo que circuló por las redes: “No suena raro ni ilógico que muchos asuman una postura sobre Santiago a través de la óptica de los organismos de derechos humanos. Al fin y al cabo es una lógica que afirmó el Gobierno en los últimos años. Qué les pasa a quienes no entienden que para muchos Santiago era un compañero y no un afiche ni una imagen para acumular junto a otros mártires y santos de la izquierda. No todos creen en la lógica representativa y las procesiones autorizadas por figuras destacadas del ámbito combativo. Algunos tienen urgencia –y efectivamente es urgente– de cuestionar a los desaparecedores en todos los terrenos donde estos se manifiesten, y esos asesinos son siempre los mismos: el Estado y el Capital”.
O este comunicado: “Aproximadamente a las 10 de la mañana del día de hoy, Viernes 4/08/2017, a ya casi cuatro días de la desaparición del compañero Santiago Maldonado (“Lechuga”), destrozamos la casa de la provincia de Chubut, en la putrefacta capital del Estado llamado argentino. Aunque sobran los motivos, la rabia comienza a desbordarse y a desbordarnos, pero van más de 72 horas y un compañero no aparece, mientras Facundo Jones Huala sigue en huelga de hambre. Extendemos nuestra solidaridad al pueblo mapuche y expandimos nuestra rabia contra todos los estados, el capital, la autoridad y todos sus cómplices. ¡Hasta que aparezca el Lechuga y hasta que el caos los sucumba!”. Firmado: “Anárquicas individualidades expansivas del caos”.
Tal vez estemos tan poco acostumbrados a lidiar con el anarquismo realmente existente, que una vez que nos topamos con él no sabemos reconocerlo. “La palabra suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás”, escribió Christian Ferrer en Cabezas de tormenta. ¿Ese tipo encapuchado, vestido de negro, blandiendo un palo, tirando una molotov, es un anarquista o es un servicio disfrazado? ¿No estamos nosotros también reproduciendo el sentido común más rancio al dar por descontado que son infiltrados? Esto no quiere decir que no haya, puntualmente, casos de infiltración, pero ¿con qué asidero la Doña Rosa socialdemócrata que llevamos dentro lo primero que dice es “son infiltrados”? Infiltrados nosotros, podrían retrucarnos. Infiltrados por este sistema putrefacto.
[Tomado de https://losinrocks.com/santiago-maldonado-era-anarquista-5c7840711d51.]
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