Laura Vicente
* Este texto recoge las
Conclusiones del artículo de igual título publicado originalmente en la revista
Libre Pensamiento # 91, Madrid,
verano 2017. El artículo está basado en la ponencia presentada ante las
jornadas conmemorativas del 80° aniversario de la fundación de la Federación
Nacional de “Mujeres Libres”, realizadas en Madrid a principios de septiembre
de 2017.
He afirmado al principio de este artículo que
carecía de interés la mera reconstrucción de una realidad pasada y
conmemorativa, por ello las conclusiones están orientadas a destacar la
actualidad del pasado, los ecos que resuenan en el presente.
Dentro del feminismo anarquista existieron
conceptos básicos como la autogestión, la acción directa y el rechazo a la
política institucional que han sido claves. Sin embargo no se incorporó la
noción de anarquía, en su sentido más provocador y subversivo, a la práctica
subversiva llevada a a cabo en la larga genealogía relatada en este artículo.
Entendemos la anarquía (siguiendo a Daniel Colson en su Pequeño léxico
filosófico del anarquismo) como rechazo de todo principio inicial, de toda
causa primera, de toda dependencia de las personas frente a un origen único que
a lo largo de la historia ha adoptado formas diferentes (dios, nación, partido
e incluso revolución). La anarquía, por el contrario, es la afirmación de lo
múltiple, de la diversidad ilimitada de los seres y de su capacidad para
componer un mundo sin jerarquías, sin dominación, sin subordinación, sin otras
dependencias que la libre asociación de fuerzas radicalmente libres y
autónomas. Esta manera de entenderla desarrolla un aspecto clave dentro del
feminismo que es la construcción de nuevas subjetividades que pudieran
desarrollar la capacidad de las personas para expresar el poder de que son
portadoras en sí, de tal forma que pudieran reconocerse y asociarse sin
necesidad de renunciar a la diferencia o a la contradicción. Sin duda este
planteamiento está presente en la defe4nsa del humanismo integral de “Mujeres
Libres” que no se llegó a desarrollar plenamente. Es cierto que siempre se
partió de la idea de que la lucha no era en contra del hombre y que una
auténtica emancipación tenía que contar con él. La emancipación humana era un frente común en contra del autoritarismo
y mientras se llegaba a ese objetivo, algunas “mujeres libres” clamaron por la
necesidad del apoyo mutuo y el reconocimiento de autoridad entre ellas, es
decir, el establecimiento de una red de
cordialidad entre las mujeres como afirmó Lucía Sánchez Saornil en 1936
(una aportación que enlaza con lo que hoy se denomina sororidad).
En el legado que “Mujeres Libres” transmitió fue
especialmente valioso comprender que la opresión brotaba de todos los ámbitos
de lo social y que no se limitaba solo a la explotación económica. El concepto
de opresión, que incidía en cualquier tipo de institución o situación que
supusiera la limitación de la libertad, se entendió como antítesis de la
autoridad que nacía cuando la sociedad delegaba su poder de decisión en las
instituciones y se dejaba gobernar por el Estado. Desde esta perspectiva era
especialmente importante el concepto de rebelión, más que de revolución, que
procedía del legado anarquista y que era entendido como subversión de los
valores más profundos y enraizados en cada persona, eliminando los prejuicios
basados en la cultura cristiana y burguesa. La rebelión tenía una dimensión ética
que convertía la cultura y la educación en elementos fundamentales, por eso se
fijaban en aspectos claves de la existencia: alimentación, familia, amor,
sexualidad, relación y respeto a la naturaleza, etc. La rebelión, entendida
así, tenía, y tiene, un papel protagonista en la lucha de las mujeres pero
tampoco se desarrolló plenamente para integrarlo en el feminismo anarquista.
La defensa de la libertad femenina constituyó
otro legado importante de “Mujeres Libres” que se fundamentó enb el desarrollo
de la independencia psicológica y de la autoestima solo factible poniendo en
valor, además de la lucha social, la lucha individual, la llamada “emancipación
interna” por la que clamaban Teresa Claramunt y Emma Goldman. De este modo, las
mujeres se convertían en sujetos de su proceso de liberación, que no solo se
basaba en la independencia económica, sino en el empoderamiento y la afirmación
de la personalidad femenina.
De estos planteamientos se deriva un rasgo
fundamental, el antiautoritarismo, una conexión fundamental con el feminismo
puesto que la defensa de la libertad en el ámbito privado y social suponían el
cuest5ionamiento de la familia patriarcal, la desigualdad entre los sexos y las
actitudes dogmáticas y autoritarias (amor libre, parejas igualitarias, libertad
sexual, autonomía económica y personal de las mujeres…).
Estos ecos del pasado hubieran merecido más
atención de la que se les prestó cuando el legado de “Mujeres Libres” empezó a
conocerse a partir de la segunda mitad de la década de 1970. No se han
extinguido, aún siguen sonando.
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