Por The Aglaworld
Desde hace unos diez años, sufro de un persistente trastorno del pánico y ansiedad, un padecimiento psiquiátrico poco conocido y la mayoría de las veces malinterpretado. Se trata de una dolencia mental que exige medicación constante y también terapia. Necesito de ambas cosas no sólo para sobrellevar los síntomas — que en casos extremos pueden ser invalidantes y abrumadores — sino porque además, es la única manera en que puedo asegurarme de recuperar mi salud psiquiátrica. Una idea que me ha obsesionado por años y que últimamente considero indispensable en mi vida.
Desde hace unos diez años, sufro de un persistente trastorno del pánico y ansiedad, un padecimiento psiquiátrico poco conocido y la mayoría de las veces malinterpretado. Se trata de una dolencia mental que exige medicación constante y también terapia. Necesito de ambas cosas no sólo para sobrellevar los síntomas — que en casos extremos pueden ser invalidantes y abrumadores — sino porque además, es la única manera en que puedo asegurarme de recuperar mi salud psiquiátrica. Una idea que me ha obsesionado por años y que últimamente considero indispensable en mi vida.
Pienso en todo lo anterior, mientras aguardo frente al mostrador de la quinta farmacia que visito intentando encontrar las medicinas que necesito y que al parecer, ya no se producen en el país. He recorrido no sólo las grandes cadenas farmacéuticas de la ciudad, sino también visitado algunos laboratorios fuera de ella, intentando encontrar al menos la dosis mínima de los medicamentos. La respuesta siempre es la misma “Tenemos más de cinco meses sin existencias del producto”, me responden unos y otros. Nadie se prodiga en explicaciones. Hay quien simplemente sacude la cabeza y me muestra uno de los anuncios colgados en la pared “Trabajamos con existencias mínimas”. Uno de los farmaceutas me explica que con toda seguridad, habrá algún que otro establecimiento que pueda disponer de un algún inventario casual, pero que en realidad es poco probable pueda encontrarlo. Lo dice en voz baja, desalentado. Preocupado.
— ¿Y tiene noticias si habrá distribución otra vez? — pregunto. El hombre evita mirarme cuando sacude la cabeza. Me extiende una tarjeta del local pero aún sin hacer contacto visual. Pienso en cuántas veces deberá responder lo mismo, ofrecer aquel consuelo insustancial.
— Llama y pregunta. Pero lo dudo.
Continuo en mi periplo, aunque con mucha menos insistencia. Ya lo asumí, lo acepté con cierto escalofrío de angustia. No encontraré las medicinas — ni sus genéricos ni similares — muy pronto. Ni tampoco a mediano plazo. No lo haré porque la crisis de insumos médicos y medicinas en el país es tan profunda como carente de soluciones inmediatas. No sólo se trata que la administración pública carece de medios y recursos para enfrentar un problema cuya magnitud y complejidad aumenta a diario, sino que tampoco es una de las prioridades de la Venezuela chavista. Y es que mientras líderes, voceros y partidos políticos debaten a gritos sobre la próxima estrategia partidista, la salud Venezolana se desploma a trozos, en medio de un silencio oficial que aterroriza por sus posibles implicaciones.
Por supuesto, no lo pienso en términos tan complejos. Nadie lo hace en realidad. Sufrir un padecimiento crónico de salud — físico o mental — es un espacio solitario y silencioso, un suplicio privado que pocas veces se comenta en voz alta. De manera que la preocupación es un suplicio que se lleva a cuestas en privado, se enfrenta con los medios domésticos a los que se puede echar manos. O al menos, así lo era hasta que la crisis alcanzó cotas tan altas que rompió esa frágil pared de lo íntimo. Casi en un reflejo de esa ruptura, las redes Sociales — esa inmensa caja de resonancia del malestar nacional — se llenan de súplicas y peticiones. De interminables solicitudes de medicinas e instrumental médico. De pronto, parece que el país entero necesita hacer público el miedo, el pánico que los enfermos del todo el país han venido padecimiento durante meses, que soportaron con cierta discreción hasta que simplemente fue imposible seguir haciéndolo. Una lenta letanía de tragedias que se extiende más allá de lo virtual y alcanza lo cotidiano. Porque la salud en Venezuela pende de un hilo y todos somos víctimas probables y con toda seguridad inmediatas de una crisis de imprevisibles consecuencias.
— Quizás debas pedir las medicinas por Twitter — me comenta mi madre, preocupada — seguramente alguien nos podrá ayudar.
Lo dice en voz baja e inquieta. Hace cinco años, mi madre sufrió un pequeño infarto que la condenó a tomar de por vida el mismo tratamiento médico. Hasta hace poco, un servicio de encomienda privado le permitía traer desde Colombia el pequeño paquete de medicinas que necesita para sobrevivir. Pero luego del cierre de fronteras, el servicio desapareció. Mi madre, como yo, recorre cada semana todas las farmacias del ramo, las grandes cadenas, las pequeñas y familiares. Sin resultado.
— No es tan fácil mamá, la mayoría de las veces, es un mensaje sin respuesta.
Se lo digo sin melodrama alguno. Como usuaria de Redes Sociales, a diario leo miles de mensajes de suplica, interminables listas de solicitudes que pocas veces pueden ser atendidas. No se trata de falta de solidaridad: simplemente la crisis es tan profunda y dura de sobrellevar que incluso parece desgastar el último recurso. Los mensajes se repiten, llenan todas las vías de comunicación y difusión. Pero pocas veces tienen respuesta. No se trata sólo del hecho que la escasez es cada vez más profunda y peligrosa, sino que las pocas vías de resolución, también se agotan, son insuficientes. Incapaces de combatir una situación insostenible. Mi madre suspira, se aprieta las manos con nerviosismo.
— Entonces ¿Qué podemos hacer? — lo pregunta casi con inocencia. Y siento miedo de verla así, tan frágil, tan ansiosa. Pero sobre todo, de lo que puede significar ese nerviosismo, esa toma brusca de conciencia que estamos al borde de algo más grande. Contengo las lágrimas.
— Vamos a seguir buscando.
Hace poco más de un año, el presidente de la Federación Farmacéutica Venezolana (FFV), Freddy Ceballos, aseguró que el desabastecimiento de medicinas en Caracas, alcanza 60 por ciento y que se agrava en el interior del país, donde roza un preocupante 70 por ciento. Fue la primera vez que se reconoció públicamente lo preocupante y complicada de las crisis médica en el país y que se le dio cifras reales a los anaqueles vacíos y los inventarios exhaustos. Doce meses después, la situación se ha hecho más profunda: hace una semana Ceballos insistió de nuevo en la complejidad e implicaciones de la crisis. Aseguró que de acuerdo a los datos que posee la institución que dirige, el país carece de inventario para 149 tipos de medicamentos. La lista incluyen medicamentos para la presión arterial, el asma en niños y adultos, diabetes, problemas en la próstata y cáncer. También hay una preocupante escasez en productos básicos como antiácidos, anticonceptivos o analgésicos como el ibuprofeno. Ceballos aseguró que Venezuela debería reconocer “la Crisis humanitaria” que padece y aceptar donaciones extranjeras, en vista que el gobierno parece incapaz de brindar soluciones inmediatas a la crisis.
Claro está, nadie necesita que la crisis sea declarada o reconocida, pienso mientras hago la fila en la sexta farmacia que visito en un sólo día, con la esperanza de encontrar las medicinas que necesito y las de mi madre. Desde hace más de dos años, el lento goteo de la escasez comenzó a sentirse en plena epidemia de Dengue y más tarde, con la mucho más agresiva de Chikungunya. Cuando la sufrí, me llevó un considerable esfuerzo comprar el Atamel — único medicamento que puede consumirse durante el peligrosísimo cuadro médico — y ya por entonces, se anunciaba lo que podría ser una crisis de proporciones inéditas en el país. Nadie — ni la cúpula gobernante o la oposición que se le enfrenta — parecieron preocuparse mucho sobre el tema. Nadie tomó previsiones o incluso, asumió palestra pública de defensa. La crisis simplemente llegó y convirtió la salud en Venezuela en una lucha dispareja y desigual contra la incertidumbre.
— No hay — dice el farmaceuta y como el anterior, evita mirarme a la cara. Mira hacia la larguísima fila a mis espaldas, hacia el suelo — y no creo que lo vayamos a tener de nuevo.
Cuando salgo a la calle, el miedo me cierra el pecho. Uno tan real que duele, tan simple que resulta difícil de explicar.
***
En 2015 ex ministro H. Ventura prometía "facilidad" en la adquisición de medicamentos |
— Las medicinas son necesarias para mantener el ritmo — explica, en su tono de voz apacible y amable — pero bueno, supongo que por ahora, no es prioridad para nadie ese tipo de temas.
Hace poco, pensé en algo semejante. Lo hice, luego de sufrir una crisis de pánico tan fuerte que me dejó tendida en mi cama, llorando de miedo. El pecho cerrado en un nudo insoportable, la garganta seca y rasposa, la sensación de inminente amenaza. La respiración convertida en un hilo. Pensé en cuántas personas debían sufrir síntomas invalidantes como los míos en la Venezuela actual. Cuántos enfermos — del cuerpo y la mente — debían soportar la conciencia de debilitarse, caer un poco a diario, desplomarse por el mero hecho de no ser prioridad para nadie, de padecer el dolor insistente y demoledor de no formar parte de ninguna cifra oficial ni promesa de campaña- Es extraño, me digo, que mi salud dependa de las discusiones y debates políticos, del enfrentamiento diario. Pero en la Venezuela socialista, esa es la realidad, ese es el tema verídico. Es el reflejo de quienes somos y lo que sufrimos.
— ¿Piensa que habrá solución a todo esto pronto? — pregunta R., una de las pacientes.
— Tenemos que encontrar una manera de seguir a pesar de todo — dice la doctora, esquivando hábilmente la pregunta — A veces la solución no proviene de afuera.
R., esposa y madre de dos, llegó al grupo por padecer de agorafobia y descubrió que se trataba algo más que una reacción natural al clima de inseguridad reinante en el país. Necesita los medicamentos para ser “buena madre” explicó en una ocasión, con las manos temblando, conteniendo las lágrimas. “Debo funcionar por mis chamos, más que por mi misma” agregó en esa oportunidad. Me conmovió su fortaleza a pesar de su fragilidad. Hace un rato, nos contó a todos que difícilmente puede controlar la ansiedad, que le lleva un esfuerzo casi insoportable salir a la calle, enfrentarse a esta Venezuela árida y violenta con la que debe lidiar. Me pregunto que ocurrirá con ella — con nosotros — de ahora en más.
— Tampoco es que estemos muriendo o algo así — dice L., otro de los miembros del grupo — hay gente…
Nadie agrega nada, ni siquiera la doctora. Todos sabemos a que se refiere. Hace dos meses, un niño de tres años enfermo de cáncer murió por no haber logrado encontrar el medicamento que necesitaba para continuar la quimioterapia. Días antes, la tía del niño — una conocida escritora — había suplicado por la medicina vía Redes Sociales, insistido hasta el cansancio intentando agotar todos lo recursos para lograr obtener el medicamento por cualquier medio a su alcance. Y fue la misma tía, la que anunció la muerte del sobrino, luego que no lo lograra.
No obstante, sólo es un caso de miles. Cada uno de nosotros conoce a varios, quizás decenas, perdidos en el anonimato cotidiano. La hermana de una buena amiga, murió cuando sufrió un infarto y no pudo recibir tratamiento en ninguna clínica de su natal Valencia. Uno de mis amigos más queridos, murió de cáncer cuando no pudo recibir el tratamiento de Quimioterapia en Venezuela y cuando logró viajar a otro país, era demasiado tarde. Una y otra vez, la situación es idéntica, el dolor también. Un ciclo interminable que no sólo se hace cada vez más habitual sino también, más peligroso, más duro de sobrellevar.
— Somos los anónimos, supongo — dice J., la más joven del grupo. Su trastorno de ansiedad es tan fuerte que tuvo que abandonar los primeros semestres de la Universidad y someterse a un tratamiento médico que le permitiera recuperar cierta normalidad — ¿A quién le interesa los locos cuando hay gente muriendo de cáncer, cuando hay enfermos de todo tipo agonizantes? No somos la verdadera emergencia, ahora.
Ni tampoco lo son, todos los que sufren a diarios pequeñas desgracias casi imperceptibles. Los que sufren de migrañas recurrentes, dolores crónicos, crisis de asma. Los que padecen cuadros estomacales sin mayor trascendencia, los que lidian pequeños achaques difícilmente mortales. ¿Qué ocurre con todos los enfermos que no forman parte de la estadística General? ¿Qué pasa con los miles de casos que no llegan a la palestra pública? ¿Que no forman parte de un RT de una personalidad reconocida ni tampoco, se hacen virales por mera casualidad de la visibilidad virtual? ¿Qué pasa con el niño asmático, el abuelo con diabetes, la mujer embarazada sin vitaminas? ¿Qué pasa con el hombre de la muñeca fracturada que no puede ser escayolada? ¿Que ocurre con la parturienta que no puede aspirar a un calmante para el dolor? ¿Qué pasa con la salud en Venezuela tanto como para los enfermos crónicos, terminales para quienes no lo son?
— Nadie quiere hablar sobre una crisis cada vez más grave e imposible de manejar — me dice J., médico general y que actualmente intenta emigrar del país. A cualquier país, suele decirme. “No puedo continuar lidiando con lo que realmente ocurre en Venezuela”, me dijo en una oportunidad — la crisis médica en el país se hará una emergencia humanitaria tan rápido que sólo lo sabremos cuando la tragedia sea insostenible. Me refiero a Hospitales y clínicas sin lo mínimo para funcionar y en cierre técnico. Emergencias cerradas. De dispensarios convertidos en locales vacíos…
— Eso ya lo estamos padeciendo — le
recuerdo. Mi amigo sacude la cabeza.
— La verdad sólo hemos visto el comienzo de la crisis. Pero cuando la escasez llegue al noventa por ciento y lo hará, simplemente todos correremos un riesgo de salud crítico, inédito en el país. Te hablo que no sólo no habrá medicamentos sino que tampoco, a dónde acudir para recibir atención médica.
No sé qué responder a una imagen semejante, si es que hay algo que decir. De manera que me quedo en silencio, sintiendo un miedo real y ácido cerrándome la garganta. Mi amigo suspira, con rostro contraído por una mueca angustiada.
— ¿Qué ocurrirá entonces? — pregunto por último.
— Nadie lo sabe. O nadie lo quiere imaginar.
***
La mayoría de los medicamentos que se venden en Venezuela, requieren divisas para su producción. El Gobierno mantiene una deuda con el sector desde el año 2012, que aumenta un 20% año tras año. Actualmente, el Gobierno no sólo dejó de suministrar divisas al sector sino que tampoco existe un plan que pueda permitir la recuperación de líneas de créditos, estructuras de producción y comercialización. En otras palabras, el sector salud en Venezuela se desplomó y no hay posibilidades ciertas de recuperación.
El panorama es hostil, duro de asumir y lo que es peor, implica que la crisis política transita el delicado terreno de nuestra vida privada, de nuestra salud e incluso, nuestra vida. Hablamos de algo real y concreto: No existen reales posibilidades y condiciones para que el Estado Venezolano garantice la salud de los ciudadanos. No existen planes y proyectos que intenten enfrentarse a la gravísima situación del sector salud, mucho menos forma parte de las prioridades reales dentro de un panorama político confuso. La salud no se encuentra en la agenda de ninguno de los extremos en disputa, tampoco la manera o el método de afrontar la severa crisis humanitaria que despunta y que sin duda se agravará en los próximos meses. Poco a poco, nos acercamos a una tragedia sin precedentes, en donde la salud del ciudadano no sólo está en juego sino directamente amenazada.
Recuerdo todo lo anterior aterrorizada por lo que pueda ocurrir. De a poco, comienzo a perder el control de mi vida o eso me parece: sufro crisis de pánico mucho más fuertes y con mayor frecuencia. Me abruma la sensación que pierdo poco a poco el control sobre mi vida. Cada día me pregunto qué ocurrirá después, qué pasará cuando definitivamente la crisis de la salud Venezolana ya no pueda ser disimulada, ocultada, menospreciada. ¿Habrá finalmente una respuesta oficial? ¿Una toma de conciencia de la gravedad de lo que soportamos?
Tengo miedo, mucho miedo. El miedo a la amenaza que supone no poder asegurar que conservaré mi salud, mental y física. De sortear un complicado camino de obstáculos para intentar — sin lograrlo, seguramente — mantenerme sana. Tengo miedo de este secreto a voces de una Venezuela indiferente, herida e hiriente. Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo — y tanto, que a veces es difícil expresarlo — sobre lo que puede ocurrir en medio de una situación tan inédita como violenta. Tengo miedo de no saber como sobrevivir en medio de una crisis sin nombre, plagada de dolientes pero ningún responsable.
A veces me pregunto si Venezuela está rozando el límite de un conflicto social y cultural inimaginable para cualquier de esta generación desgastada y confusa a la que pertenezco. No lo sé, y quizás, esa gran incógnita en mitad de otras tantas, sea lo más preocupante.
Fuente: http://www.theaglaworld.com/2016/01/cronicas-de-la-ciudadana-preocupada-la.html