Boletín La Oveja Negra (Rosario, Argentina)
La lucha contra la suba del precio del transporte público en
Brasil tiene ya más de 100 años, siendo una de las históricas luchas del
proletariado de dicho país. El origen más próximo de la actual revuelta se
ubica en las protestas del 2004 que fueron creciendo en convocatoria y
radicalidad. En este año se agregan a las protestas el Mundial de Fútbol 2014 y
las Olimpíadas 2016 que han generado una verdadera catástrofe social. Repasemos
algunos datos:
El costo total del Mundial será de 33.000 millones de
dólares.
Se desalojarán en total 170.000 personas para la
construcción de estadios (algunos que no se volverán a usar), aumentando a su
vez los alquileres en la zonas cercanas a ellos.
1.800 millones de dólares es el presupuesto para seguridad,
casi 50 millones solo en gases lacrimógenos.
Mientras dure el Mundial la FIFA manejará 2 km² alrededor de
los estadios controlando la circulación y que se vendan solo productos de
auspiciantes oficiales, por lo que ya se desplazaron 1.000 vendedores
ambulantes, previendo que la cifra llegue a 100.000.
El tráfico de niños para el turismo sexual ya ha comenzado a
aumentar desde el interior hacia las capitales del Nordeste; así como también
han aumentado los implantes de siliconas y las clases de inglés entre las
prostitutas.
Los gastos y consecuencias de estos espéctaculos deportivos
y el aumento de 20 centavos de real en los colectivos catapultaron la rebelión,
que pronto estalló en 90 ciudades del país, donde se ve una gran masa de gente
volcada a las calles, desde ONGs con sus discursos ciudadanistas y reformistas
hasta sectores radicales, no necesariamente militantes, que reconocen cuál es
el enemigo y no dudan en atacarlo.
El 28 de mayo en Goiânia se produce la primera manifestación
violenta hasta ese momento. Se atacan los colectivos prendiéndolos fuego y se
reprime ferozmente.
El 1 de junio en San Paulo entra en vigor el nuevo precio de
la tarifa del colectivo: de 3 reales a 3,20. El 6 de junio se reprime a los
autoconvocados contra el aumento, acelerando el camino hacia la revuelta. A
partir de ese momento las manifestaciones y marchas empezarán a crecer en todo
Brasil y se hacen casi diarias.
El 17 de junio en Río de Janeiro durante la concentración
frente a la Asamblea Legislativa, se ataca con petardos a la policía que
custodiaba el edificio. Los pacifistas gritan a coro “¡Sem Violencia!” para
despejarle dudas a las fuerzas represivas de quienes eran los manifestantes que
atacaban. A pesar de esto los revoltosos avanzan tumbando las vallas y la
policía retrocede a esconderse dentro de la Asamblea, lo que hierve aún más los
ánimos y se produce una corrida hacia la puerta prendiéndola fuego con molotovs
y golpeándola con las mismas vallas o a patada limpia. Cerca de allí también un
grupo de manifestantes logra no sólo hacer retroceder a la policía, sino, ésta
vez sí, rodearla y golpearla. En ese mismo momento en Brasilia es tomado el
Congreso Nacional de Brasil, burlando su diseño urbanístico, que pretendía,
entre otras cosas, disuadir protestas.
El día 20, un millón de personas sale a las calles de todo
Brasil. Se producen violentos disturbios en Salvador de Bahía, fuera del
estadio donde jugaban Uruguay y Nigeria por la Copa Confederaciones, en el marco de una marcha que convoca a
10.000 personas. Ese día 14 ciudades suspenden la suba del boleto.
El 22 se producen nuevos violentos disturbios esta vez en
Belo Horizonte, donde se atacan concesionarias y, otra vez, la policía tiene
que retroceder ante los ataques proletarios. Hay saqueos y en la periferia se
quema un colectivo. Trasciende en los medios masivos el rumor de que el Mundial
se podría llegar a suspender y realizarse en México.
El 26 los habitantes de las “Favelas da Maeré” en Río de
Janeiro expulsan al BOPE (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía
Militar, grupo de élite de la policía brasilera).
Al 30 de junio seis son las víctimas fatales de la
represión.
Los sindicatos reaccionan y llaman a una huelga general para
el 11 de julio intentando aprovechar y canalizar las protestas.
En todo Brasil al momento se observan asambleas de barrio en
las calles o en las universidades, manifestaciones y enfrentamientos aún en
poblaciones chicas.
La mente política hierve al tratar de categorizar las
protestas y los disturbios que se están dando en la región dominada por el
Estado brasilero. Su problema es que muchos de quienes se encuentran en las
calles no hablan el lenguaje político que los especialistas gustan interpretar
y traducirnos. Muchos de quienes se encuentran en las calles nos recuerdan algo
que solemos olvidar: la celebración de la vida frente a un mundo que se ha
vuelto una cosa o una mera suma de cosas. Los desobedientes danzan junto al
fuego mientras confraternizan en este mundo de aislamiento, mientras se imponen
al espíritu del dinero, mientras los policías huyen.
La mente económica lee los carteles cercanos a las banderas
de los fanáticos patriotas o de quienes suponen inocentemente que la bandera
“nos representa a todos”, esos carteles que piden más de lo mismo pero mejor...
lo cual no deja de ser más de lo mismo. Pero hay muchos otros que no llevan
banderas de países, incluso a veces las queman, y no llevan pancartas con
frases. Tampoco aguardan en silencio y sus actos hablan por sí mismos. No se
trata de una suba de pocos centavos en la tarifa de transporte, se trata de
pagar para transportarse, de transportarse para trabajar y de trabajar para
pagar ese transporte ¡qué para colmo aumenta! ¿Cómo los disturbios no van a
comenzar con ese pequeño detalle? Si en cada detalle se encuentra una muestra
de toda nuestra vida cotidiana subordinada al dinero. ¿Quién no comprende que
se comience protestando por el boleto y se termine por destrozar un cajero
automático? Seguramente los dueños, o quienes no son dueños de nada pero que
han aprendido a pensar como ellos.
La mente policial se desespera. «Las protestas no tienen
líderes ni cadena de mando. Las movilizaciones rara vez tienen una estructura
organizativa o líderes claramente definidos», aúllan y se lamentan los
periodistas junto a los otros perros guardianes del orden. «No hay con quién
negociar ni a quién encarcelar. La naturaleza informal, espontánea, colectiva y
caótica de las protestas confunde a los gobiernos. ¿Con quién negociar? ¿A
quién hacerle concesiones para aplacar la ira en las calles? ¿Cómo saber si
quienes aparecen como líderes realmente tienen la capacidad de representar y
comprometer al resto?» escribe un periodista de El País, sin embargo es el
cerebro del Estado quien dicta.
La mente de la política razonable babea imaginando armar un
Frente, una Organización, con aplicar el chaleco de fuerza de la ideología a
las personas llenas de vida que se encuentran en las calles, que se saludan a
kilómetros de distancia con sus acciones rebeldes. Fantasea con poder hacer los
reclamos “menos excesivos”, “más razonables” para poder dialogar con el Estado,
en el lenguaje del Estado, en el lenguaje de la política. Hablar de igual a
igual con el Estado es imposible, se puede hablar en su mismo lenguaje, pero
para ello hay que entrar en su lógica donde las necesidades son convertidas en
derechos y deberes, las decisiones en consenso y votaciones, y donde
renunciamos a nuestras capacidades como seres humanos para entregarlas a las
instituciones democráticas.
La mente civilizada quiere convertir el asco a la vida
mercantilizada en un mero desagrado ciudadano a los excesos de los empresarios.
Quiere convertir el asco al gobierno en la creación de un nuevo partido
político para las próximas elecciones, quiere convertir a la solidaridad en una
ONG y la violencia callejera en un “ejército del pueblo”.
La mente de la nueva política quiere mantener cada cosa en
su lugar, y a los oprimidos como cosas en su lugar, para que luchen por
detalles sin poder cambiar nada de raíz. Los bienpensantes expertos de la
democracia se especializan en sacar por la puerta lo que en poco tiempo van a
volver a hacer entrar por la ventana. En una lógica interminable donde los
problemas del pasado son las soluciones del presente o a la inversa.
La mente conformista se queda en la casa y rezonga. Se queja
cuando es enfrentado el monopolio de la violencia del Estado, sufre por los
símbolos del Capital dañados. Señalaría a los desobedientes pero es cobarde hasta para eso y se desahoga
opinando: «este gobierno roba pero hace», «pobreza hubo siempre», «esto siempre
fue así».
La mente competitiva que encuentra su deleite en el deporte
y los negocios no puede salir de su asombro, los desobedientes ponen en duda
los beneficios del deporte y los negocios al protestar contra el mundial ¡ponen
en peligro la copa mundial de fútbol! Esa copa amiga de dictaduras
cívico-militares, que desaloja barrios enteros de todo el mundo para
realizarse, que brinda la posibilidad a los Estados anfitriones de invertir en
control y represión, que exacerba el estúpido nacionalismo y nos propone admirar
a unos millonarios deseando ser como ellos.
Mientras tanto hay cuerpos que danzan y danzan. Cuerpos
negros y blancos, de cualquier sexualidad, de todas las edades, de aquí y de
allá. Enfrentan a la policía porque es la cara del Estado que siempre han visto,
atacan a los símbolos del capitalismo y a la mercancía porque es el rostro que
más recuerdan del Capital. Es probable que si no ponen en palabras sus reclamos
se entremezclen los nacionalistas, la oposición política que quiere sacar
tajada y los oportunistas de cada ocasión. Pero también existe el riesgo de que
si comienzan a hablar terminen haciéndolo en el lenguaje del Estado y el
Capital para pedir reformas parciales.
Mientras tanto los cuerpos se reconocen entre sí, en la
crítica en actos a esta sociedad. Y al golpear toman conciencia de su propia
fuerza, de sus posibilidades como algo más que una suma de individuos. Y nos
tiran por la cara que es posible detener la marcha fúnebre del Capital,
interrumpiendo esa normalidad capitalista que los poderosos nos refriegan como
una característica natural del planeta.
Es en estos disturbios y manifestaciones donde el espacio
urbano que habitamos se trastorna. Las personas ya no caminan por el estrecho
margen de las veredas con la mirada solitaria y desconfiada, sino en conjunto,
riendo, cantando, reconociéndose en el otro, atacando y defendiéndose de la
policía que busca disuadirles de todo aquello. Ya no son los autos los que
atropellan a las personas, sino las personas quienes pasan por encima a los
autos. Las vidrieras que nos separan de aquello que estamos obligados a
producir y comprar ahora estallan al primer golpe. La cartelería publicitaria
que nos bombardea se destruye y se usa para obstaculizar el paso a los policías
o se cubre de graffitis dando paso al ingenio y a las reivindicaciones
combativas. Los monumentos de los próceres asesinos que nos vigilan día y noche
con sus miradas de piedra se pintan, escupen,
tapan e incluso se tumban. Las plazas, los últimos espacios verdes que
acostumbramos a ver, ya no sirven sólo para el esparcimiento que nos impone la
dictomía ocio/trabajo, ahora son el lugar de asambleas para decidir que
acciones llevar a cabo y conocernos entre todos.
Toda ruptura de la normalidad encarna desafíos, toda
expresión de personas asqueadas de esta forma de vivir el mundo puede ser
parcial y limitada. Sin embargo, es en esos momentos donde se pueden romper los
límites y afrontar los peligros que supone seguir sobreviviendo así.
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