Armando Chaguaceda
Bolivia no deja de sorprendernos, ni siquiera en los días de asueto. La aprobación del llamado gasolinazo, su enfrentamiento por medio de masivas protestas ciudadanas (con decisiva participación de movimientos y sectores aliados al gobierno y no sólo de “burgueses separatistas” como machaca cierta lectura dogmática) y la rectificación del presidente Evo Morales han sido noticia trascendente en este cambio de año. Y amerita poner en contexto no sólo la coyuntura, sino también la infraestructura política que sustenta ese poderoso impulso popular, capaz de revertir una decisión gubernamental, en pro de la participación, la deliberación y la autonomía de los movimientos sociales de cara al estado.
Bolivia ofrece varias peculiaridades en su evolución política reciente. En la nación andina la implementación del modelo neoliberal (unida al debilitamiento del Estado y el fortalecimiento de los regionalismos) se produjo en un momento de emergencia de actores sociales (indígenas, campesinado) y de crítica a los límites de las visiones tradicionales de la política progresista, tanto las del nacionalismo modernizador como las del clasismo combativo de tipo obrero (Central Obrera Boliviana). Como confluencia de las recetas del Banco Mundial y las respuestas de la gente ante el desamparo y la exclusión, en la Bolivia de los años 90 se produjo simultáneamente una expansión de las leyes y mecanismos de participación institucionalizados (Ver Anexo 1) y de las formas de autoorganización beligerante de la sociedad. Así el cambio institucional, la transformación ideológica y la mutación de los referentes de acción y organización políticos fueron de la mano en lapsos de tiempo relativamente breves.
Las reformas políticas democráticas introducidas a partir de 1990, como la creación de una Corte Nacional Electoral legítima e independiente del gobierno, un Tribunal Constitucional, un Defensor del Pueblo, la incorporación en la Ley Electoral de la representación directa a través de agrupaciones ciudadanas y pueblos indígenas y el financiamiento público de las campañas electorales, unidos a la aprobación de la Constitución de 1995, permitieron el desarrollo de leyes y mecanismos de participación ciudadana.
La Ley 1551 (1994) de Participación Popular (LPP) inaugura un proceso de promoción de la participación ciudadana en la gestión pública, como parte de las reformas de segunda generación, que buscaban revertir los problemas centrales del ajuste estructural neoliberal. Su Artículo 1ro “reconoce, promueve y consolida el proceso de participación social, articulando a las Comunidades Campesinas, Comunidades y Pueblo Indígenas y Juntas Vecinales, respectivamente en la vida jurídica, política y económica del país”. Un hito trascendente es el otorgamiento de personalidad jurídica a las organizaciones sociales, reconociéndolas como Organizaciones Territoriales de Base (OTBs); de forma que se daba amparo legal al amplio tejido de iniciativas generadas por la gente para la canalización de sus reivindicaciones al estado y la solución de múltiples problemas de sus comunidades. El calificativo de territorial destaca la pertenencia o anclaje en un espacio geográfico determinado y el carácter de base hace énfasis en la participación de los miembros de la comunidad.
La ley define a las OTBs como sujetos del proceso participativo y células de representación social del ámbito comunal, otorgándoles derechos y deberes en la gestión del desarrollo. Estas organizaciones fiscalizarían la aplicación de políticas públicas, la prestación de servicios, las inversiones, el cuidado del medioambiente, la protección y promoción de derechos, la equidad de género, la calidad de la representación y legalidad de actos del Estado.
Complementariamente el Artículo 9no de la LPP reconoce a las Asociaciones Comunitarias, constituidas por las OTBs, según sus usos y costumbres, promoviendo la ampliación de la base social para la participación.
Para articular el trabajo de las OTBs con el Gobierno Municipal se creó el Comité de Vigilancia (CV), constituido por un(a) representante de cada cantón o distrito jurisdicción, elegido (a) por la Organización Territorial de Base respectiva. La LPP faculta al CV en materia de participación, vigilancia y control social, participación y vigilancia en la formulación y cumplimiento del Plan de Desarrollo Municipal, la ejecución física presupuestaria del Plan Anual Operativo (PAO) y el control social sobre los recursos del Gobierno Municipal que corresponden a la participación popular. El CV persigue una mayor legitimidad de la representación social en el municipio, a través de la generación de espacios de intermediación ajenos a la dinámica del sistema político, promoviendo la integración de los actores sociales.
La LPP promueve la participación a partir de dos criterios centrales: el reconocimiento de las organizaciones y de sus mecanismos de representación tradicionales (usos y costumbres) y la puesta en vigencia del criterio territorial. Transfirió de manera automática a favor de los municipios el 20% de los recursos nacionales, a partir del número de sus habitantes y su debate, aprobación y aplicación demandó una capacidad de diálogo y concertación poco común a las prácticas tradicionales del sistema político. Posteriormente, la Ley de Municipalidades (1999) incorporó en la institucionalidad municipal los CV de la LPP, para articular las comunidades campesinas e indígenas, las juntas vecinales y el gobierno municipal, logrando mayor incidencia en los procesos de planificación y control social. Para el 2009 más de 14.500 Organizaciones Territoriales de Base (OTBs) eran reconocidas en todo el territorio nacional, más del 50% de la inversión pública se realizaba por la vía municipal y hasta un 60 % de los recursos se transfirieron al área rural.
Durante estos años la LPP generó impactos sorprendentes en los niveles de inversión pública, la cobertura en la prestación de servicios sociales y la gestión local del desarrollo. Antes de la LPP, los recursos beneficiaban en un 92% a las ciudades principales y sólo el 8% al resto de los departamentos; después la relación cambió a favor de estos últimos, transfiriéndosele el 61% de esos recursos. Sí el nivel nacional definía en 1994 el 79 % de la inversión, para el 2001 el 70% se programó en los niveles departamental y municipal. Otros saldos adicionales de la LPP han sido el amparo y auspicio al proceso de movilización social, la disponibilidad local de recursos y su inversión bajo criterios de equidad, la verdadera descentralización de las decisiones, el freno a la desruralización, la creación de interfaces socioestatales, el fortalecimiento de organizaciones y liderazgos territoriales y populares, el acceso de estos a instancias de gobierno municipal, regional y nacional (parlamento) y la reducción del protagonismo de los movimientos tradicionales, de corte corporativo.
La LPP empoderó a campesinos e indígenas en y desde los municipios, tuvo éxito en las áreas rurales al reconocer sus organizaciones tradicionales y la vigencia de los “usos y costumbres” para regular la vida comunal en función de la participación. El intento del gobierno neoliberal del general Hugo Banzer de revertir impacto de la LPP topó con la masiva resistencia social y fracasó. Aunque la Ley no solucionó las barreras culturales que esos entornos ponen a la inserción pública de la mujer, propició (junto a la política de cuotas de representación en el ámbito electoral) cambios de mentalidad y actitud en regiones y comunidades conservadoras en cuanto a la equidad de género.
La descentralización municipal con participación popular, emergió como alternativa de izquierdas a la demanda de descentralización política y económica a nivel departamental hecha por el Comité Cívico Pro ‐ Santa Cruz. Antes de la LPP sólo existían 24 municipios en el país (capitales de departamento y ciudades intermedias), reconocidos y receptores de recursos, concentrándose el 90% de la recaudación tributaria en tres capitales de departamento (La Paz, Cochabamba y Santa Cruz), con un precario 3% de la inversión pública destinado al municipio y excluyendo al 42% de la población nacional, principalmente rural. La LPP instituyó los espacios de participación de 311 municipios, con autoridades elegidas por voto universal.
Como contrapartida de la LPP, la Ley de Descentralización Administrativa (Ley 1654), delegó a las prefecturas nuevas facultades en planificación del desarrollo y gestión territorial con recursos, bajo la autoridad de Prefectos nombrado por el Presidente de la República. Con una visión modernizadora de corte más tecnocrático y estatista, la Ley de Descentralización Administrativa (LDA) transfiere competencias técnico administrativas a las Prefecturas Departamentales, siendo el fruto legal del proyecto descentralizador de las regiones. Buscaba armonizar las políticas en el nivel municipal, establecer canales entre los tres niveles de administración del Estado y contrapesar a la LPP, tras un año de vigencia de esta última.
El proceso de cambios continuó en dos líneas, con la primera elección directa de Prefectos el 2005 y el referéndum por las autonomías departamentales el 2006, impulsados por las regiones ricas del Oriente y por las demandas de una Asamblea Constituyente y Refundación del Estado, abanderadas por el movimiento indígena campesino del occidente. A partir de entonces los diversos mecanismos de participación son terreno de batalla entre los proyectos de país enfrentados.
Desde las comunidades, las juntas vecinales, en tanto formas de representación territorial urbana reconocidas por la LPP, han servido para proyectar la beligerancia social frente a las decisiones del estado y han sido alabadas los por teóricos del “nuevo poder no estatal”. Sin embargo, lejos de lo que muchos piensan, ofrecen un saldo contradictorio ya que no tienen una tradición virtuosa de autogobierno ni construcción de consensos. En grandes ciudades -como El Alto- constituyen una suerte de grupos de presión societales para buscar soluciones a necesidades básicas (acceso a agua, luz, escuelas o el saneamiento) donde se imponen dirigentes combativos, que estructuran relaciones complejas de poder e instrumentalización, hacia las bases (que pagan con lealtad y servicios a su líder) y hacia alcaldías necesitadas de apoyo para garantizar una gobernabilidad inestable. Ello nos recuerda que frente a una institucionalidad estatal frágil y enmarcada en la confrontación de discursos disimiles en torno a la cultura democrática, emergen prácticas corporativas y autoritarias, encubiertas tras supuestos “usos y costumbres” en el seno de la sociedad civil y los espacios comunitarios.
El proceso boliviano, desde hace dos décadas, se destaca por el desarrollo de nuevas formas de participación directa, pero no necesariamente por la consolidación paralela (y necesaria) de una institucionalidad que fortalezca el Estado de Derecho y la democracia representativa. Los Concejos Municipales ejercen poco contrapeso frente a las Organizaciones Territoriales de Base y los Comités de Vigilancia, que en determinados momentos pueden rebasar las reglas del juego democrático y conducir asambleas que afectan la gobernabilidad de los gobiernos municipales.
La crisis del sistema político previo al triunfo de Evo Morales en 2005, se empalmó con la constante movilización de actores populares que, aunque aprovecharon el proceso de ampliación de la participación popular, retomaron la concepción de un Estado centralista y benefactor, capaz de generar una redistribución social de la renta, principalmente de hidrocarburos. Nacionalismo estatización, corporativismo e indigenismo impactan radicalmente sobre el proyecto de las autonomías departamentales, defensor del liberalismo, la economía de mercado y una especie de rentismo descentralizado, opuesto a la concepción oficialista y sustituto de los partidos tradicionales. Esta confrontación movilizó a la población del rico Oriente (la Media Luna) e incorporó la reivindicación autonómica en el debate nacional y en las reformas constitucionales.
La nueva Constitución Política del Estado (CPE) establece una reterritorialización del Estado para dar cabida a cuatro tipos de autonomías: departamental, regional, municipal e indígena, originaria campesina, “que no estarán subordinadas entre ellas y tendrán igual rango constitucional”. La estructuración territorial en la nueva CPE se sustenta en cuatro elementos constitutivos: 1) el reconocimiento de los departamentos, provincias, municipios y territorios indígena originario campesinos, y también de las regiones, en atención a la voluntad de sus habitantes; 2) la conformación de autonomías; 3) una amplia variedad de principios, entre ellos, la participación y el control social, el autogobierno, y la preexistencia de las naciones y pueblos; y, 4) la concepción de la autonomía.
La reterritorialización del espacio propuesta exigirá el diseño de mecanismos que permitan establecer relaciones intergubernamentales verticales y horizontales funcionales, para garantizar una distribución de recursos y competencias. Los procesos sociopolíticos bajo la autonomía indígena, se ejercerán de acuerdo a los usos y costumbres propios de cada pueblo, nación o comunidad, quedando en foco rojo el estado de los mecanismos para la rendición de cuentas, la equidad de género o la administración de justicia acorde a los derechos humanos y garantías individuales.
La nueva CPE define que el Estado debe impulsar la participación de las organizaciones sociales, para configurar tres tipos de democracia: Directa y participativa (por medio del referendo, la iniciativa legislativa ciudadana, la revocatoria de mandato, la asamblea, el cabildo y la consulta previa); Representativa (por medio de la elección de representantes), y Comunitaria (basada en normas y procedimientos propios de las naciones y pueblos indígenas, originarios, campesinos). Aunque es positiva esta expansión de la participación (desde el diseño de políticas hasta la gestión de servicios) parece otorgarle una mayor preponderancia a un sector de la sociedad civil organizada, con el riesgo de profundizar lógicas corporativas y de exclusión. El discurso confrontativo de las dirigencias regionales derechistas (y sus bases de apoyo) también echa leña al fuego de la política boliviana, que incorpora como rasgo persistente una permanente movilización y conflictividad políticas, así como un riquísimo espectro de prácticas, discursos e imaginarios sobre la democracia, capaces de desafiar las convenciones de la política moderna.
En Bolivia, los movimientos sociales pueden participar e incluso co‐gobernar a través de sus dirigentes, y además, actuar de manera directa, haciendo uso de mecanismos de control que están por encima de las instituciones estatales de representación (concejos municipales, o el mismo Congreso), de fiscalización y de gestión pública. Sin embargo, no queda claro quién controla esta estructura de participación y control societales; y cómo se asegura que los dirigentes no terminen sobreponiendo sus intereses al bien común. También existen desequilibrios entre las cuotas de representación a detrimento de las organizaciones de áreas urbanas, donde habita poco más del 60% de la población, debilitando la ciudadanía universal y la igualdad política de todos los bolivianos. Por tanto está en juego una capacidad de interacción simétrica y menos conflictiva entre el estado y la sociedad, entre los diferentes grupos sociales, y entre las diversas modalidades de gobiernos autónomos.
De cualquier manera, los acontecimientos recientes han mostrado los desafíos y potencialidades de Bolivia, en las formas y métodos de su sociedad plural, sus tradiciones de autonomía popular y la no sujeción mecánica de los movimientos a las decisiones estatales, aunque estas provengan de un gobierno progresista del cual son aliados. Aún con las suspicacias que una “democracia comunitaria” (o étnica) genere, no cabe duda que con semejantes niveles de politización y penetración social de una cultura política beligerante, las fuerzas de izquierda de la nación andina parecen mejor posicionadas para resistir los vientos crecientes de verticalismo, autoritarismo y de colonización estatal y burocrática de la (auto)organización social y comunitaria en países de la región.
Inevitablemente estos sucesos me hacen pensar en la coyuntura de un aliado del gobierno boliviano: Cuba. No sólo porque al leer la cobertura de los medios isleños (con su conocido enfoque tradicional) salta a la vista la distorsión de buena parte del sentido de las protestas, la pertenencia ideológica de sus participantes y la misma postura dialógica y rectificatoria del gobierno. Sino porque ante un paquete de reformas como el que hoy se implementa en la nación caribeña (con costes sociales elevados que incrementarán la pobreza y la desigualdad) no vemos una respuesta social masiva y equivalente al daño que se le provoca. Las respuestas a esta “paradoja” son obvias: la población cubana, aunque sana e instruida, está más cansada que nunca en términos materiales y simbólicos, su autonomía ha sido alienada y degradada en este medio siglo por el estado, en medio de tanto bajar ordenes inconsultas, cortar y penalizar la iniciativa comunitaria, hacer giros de timón y controlar (mediante la cooptación o castigo) la irradiación de iniciativas populares de empoderamiento .
La lección es muy clara: si se quiere preservar y ampliar alguna experiencia digna de llamarse Poder Popular la gente debe tener la posibilidad de expresar su disenso, hacer rectificar a quienes los dirigen y ganar la autoestima de quien se siente, por sus derechos y actos, un sujeto auténticamente empoderado. Hoy Bolivia nos ofrece un legado valioso de semejantes aprendizajes populares.
Bibliografía
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Serna de la Garza, José María (coord.), 2009, Procesos Constituyentes Contemporáneos en América Latina. Tendencias y perspectivas, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México DF.
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