Fernando Mires
En un tiempo muy breve, casi vertiginoso, el gobierno del presidente Chávez está definiendo a su favor, de modo cualitativo, una correlación de fuerzas que desde un punto de vista cuantitativo le es desfavorable, vale decir, está dando el último paso que separa a una democracia formal de una dictadura de hecho.
La Ley Habilitante, la Ley Resorte y la Ley de Universidades no son en sentido estricto, leyes. Son zarpazos jurídicos destinados a destruir los restos democráticos que pervivían en la república venezolana. Mediante la Habilitante, Chávez anulará la voluntad popular manifestada el pasado 26 de septiembre, la que dio una mayoría antichavista del 52 % de la votación general. Mediante la Ley Resorte, Chávez, si no acallará totalmente, amedrentará aún más a la prensa y televisión no oficialista, y mediante la Ley de Universidades, Chávez pondrá fin a la autonomía universitaria, aplastando a su principal enemigo social y cultural: el movimiento estudiantil. En otras palabras, Chávez está quitando la voz a los partidos, al parlamento, a la prensa y a las universidades.
En menos de una semana, el gobierno venezolano está a punto de convertirse en propietario monopólico de la política, de todas las organizaciones públicas, de la comunicación social y de las instituciones nacionales. Si a eso agregamos que a través del petróleo controla al poder económico y a través del ejército, el poder represivo, hemos de concluir que no hay en toda América Latina un gobierno que acumule en sí mayor cantidad de poder. Si eso no es una dictadura, nadie sabrá jamás lo que es una dictadura.
Ahora bien, cualquier observador que desconozca la realidad venezolana, imaginará que como todo ese desmontaje institucional, político y social está ocurriendo mediante procedimientos formales, la esencia de la democracia permanece todavía bajo resguardo. La OEA y la UNASUR no levantarán la voz; tampoco lo harán los gobiernos democráticos del continente. Lo que dichas entidades no saben, o no quieren saber, es como se legisla en la Venezuela de Chávez. En su candidez, imaginan que los procesos legales venezolanos son similares a los que ocurren en otras repúblicas del mundo.
En un país democrático normal, las leyes surgen, efectivamente, de reclamos y exigencias sociales que exigen una nueva legislación sobre un tema determinado. O también surgen de la observación reiterada de disfunciones administrativas que requieren ser reformadas, iniciativas que son recogidas por los partidos, o por el ejecutivo, y son propuestas al Parlamento. En el Parlamento, los borradores de dichas iniciativas serán procesados mediante la conformación de comisiones mixtas, las que elaborando un texto preliminar las llevan a la discusión plenaria. Allí serán aprobadas o rechazadas, mediante debates públicos, de acuerdo al criterio de las mayorías absolutas o relativas que priman en cada nación. No así en Venezuela.
En Venezuela una ley es fraguada desde el propio gobierno, en el más absoluto secreto, entre cuatro paredes, casi de modo clandestino, para ser enviada a la Asamblea no cuando es necesaria sino cuando se dan las condiciones objetivas (tomar a los adversarios por sorpresa, por ejemplo) para imponerla a “bajo costo”. Además, la ley no cumple el papel de responder a una demanda social o llenar un vacío constitucional, sino simplemente a una estrategia destinada únicamente a aumentar la potestad del ejecutivo. Nada más. Así, la Habilitante que delega en el ejecutivo la función legislativa, habiendo sido preparada apenas se conocieron los resultados electorales desfavorables al gobierno, fue presentada como un medio para facilitar “la reconstrucción nacional” en medio de calamitosos temporales. Los temporales, que de modo obvio concentran la atención nacional, crean, además, la situación ideal para imponer, de modo sigiloso, por no decir artero, la Ley Resorte. Y como estamos cerca de Navidad y los estudiantes irán pronto de vacaciones, es enviada a la Asamblea la Ley de Universidades. De este modo los deseos presidenciales son convertidos en leyes con una celeridad impresionante. En el caso de las leyes ya mencionadas (bien llamadas “leyes cubanas”) nadie podrá negar a Chávez el mérito político de haber transformado los temporales –calamidad que, por lo demás, fue afrontada con extrema deficiencia- en un aliado estratégico de su revolución.
En Venezuela, la ley es destruida por la ley, la justicia es destruida por la justicia y el parlamento es destruido por el parlamento. Se trata, sin duda, de una situación históricamente inédita.
Naturalmente, ninguna oposición política, ni aún la más inteligente del mundo –y la venezolana no lo es- se encuentra en condiciones de seguir los pasos y el ritmo de un gobierno que actúa en la política con criterio estrictamente militar; de un gobierno que tiende emboscadas, ataca en la oscuridad y por sorpresa, que maneja diabólicamente todos los tiempos y no cede en la iniciativa, y no por último, de un gobierno que no tiene otro objetivo que el poder, el poder, y nada más que el poder.
La MUD es una excelente organización electoral y no un comando de resistencia antidictatorial. Nadie puede pedir al manzano que dé peras. Los estudiantes sólo pueden hacer multitudinarias marchas pacíficas. Por si fuera poco, la sociedad venezolana es una sociedad invertebrada: carece de corporaciones independientes y sindicatos fuertes; las organizaciones civiles que de pronto aparecen están desconectadas entre sí. Y la Iglesia –en un país donde predomina un cristianismo “light”- no es la misma que en Polonia.
Desde otro punto de vista, el gobierno de Chávez está a punto de definir su identidad final. En sus orígenes, ese gobierno respondía a una suma heterogénea de intereses sociales e ideales, muchas veces contradictorios entre sí, propios al movimiento social que lo llevó al poder. Esas contradictorias corrientes coexistían con un marcado militarismo representado en la propia figura presidencial y en sus principales colaboradores. Durante un largo tiempo el chavismo fue, por así decirlo, una criatura con dos personalidades, las que a veces se cruzaban entre sí. Una social, reivindicacionista, asistencial; en fin, populista; y otra militar, autoritaria, personalista y dictatorial. Las elecciones parlamentarias del 26 de septiembre han demostrado al gobierno que la primera personalidad ya no sirve para prolongar su poder más allá de los plazos estipulados. O dicho en breve: el gobierno de Chávez es cada vez menos populista y cada vez más gorilista. Eso significará que tarde o temprano ocurrirán nuevos desplazamientos del chavismo no gorilista, si no hacia la oposición anti-chavista, por lo menos hacia una disidencia no-chavista.
De este modo, la pregunta frente a la cual nadie tiene todavía una respuesta es: ¿cuáles serán las formas orgánicas que emergerán en Venezuela para afrontar la nueva coyuntura política?
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