Rafa Rius
Mr.
Tacañete hace cálculos y asientos en un voluminoso libro de caja y cuenta monedas
y billetes en su húmeda guarida del banco. Es 24 de diciembre y el balance
anual no puede esperar. A él las navidades le traen al pairo. Las cuentas han
de estar listas para el balance de final de año: eso es lo único que importa.
Esa misma
mañana ha tenido que despedir a su secretario porque quería tomarse fiesta el
día de navidad con la excusa de que tenía comida familiar. ¡Vaya ocurrencia!
Así aprenderá. Él mismo había tenido que rechazar la invitación a comer en
familia de su propio sobrino. Seguro que era una excusa para sacarle dinero;
pues lo lleva claro. Hoy mismo, a la entrada del banco ha tenido que poner en
su sitio a dos hombres que le pedían un donativo para ayudar a los pobres a pasar
la navidad.
“-¿Qué no
hay prisiones, no hay asilos?, pues entonces que se mueran y así aliviaremos la
superpoblación.” En esos pensamientos anda, cuando, como salido de una
pesadilla, se presenta ante él el fantasma de su socio Margoso, muerto siete
años atrás y que ha sido condenado a vagar eternamente arrastrando una larga y
pesada cadena que representa todos los actos de avaricia y egoísmo que cometió
en vida. El fantasma le revela que él llevará también una pesada cadena todavía
mucho más larga, proporcional a sus innumerables villanías y le anuncia la
visita de tres espíritus navideños, para ver de hacerlo reflexionar: los de las
navidades pasadas, presentes y futuras.
Llegado
el momento, el espíritu de las navidades pasadas se aparece ante Tacañete como
un ser andrógino de edad indeterminada, vestido con una túnica blanca y con una
luz brillante que sale de su cabeza. El espíritu le hace contemplar imágenes de
su niñez navideña. Ciudad oscura y fría con escasas figuras ateridas que cruzan
raudas las calles. Un motocarro engalanado con una estrella de Belén gigante
petardea y se pierde a lo lejos. En un solar cercano un grupo de mendigos se calienta
junto al fuego de un bidón mientras se pasan una botella de vino y una pastilla
de turrón de cacahuete. Entretanto, las familias de la gente de orden sentarán
esa noche un pobre a su mesa. Todo el mundo, a medianoche, acudirá por
imperativo legal a la misa del gallo (pasarán lista).
El
segundo espíritu, el fantasma de las navidades presentes, muestra a Tacañete
diferentes escenas. Corre la mañana radiante del día cuya noche será la más Buena del año y las gentes
abarrotan las calles y los centros comerciales.
Compactas multitudes cargadas con innumerables
bolsas de alegres colores caminan apresuradas para poder llegar a tiempo a sus
últimas compras de cachivaches perfectamente prescindibles, de manera que esa
madrugada, en su dulce hogar, el luminoso abeto de plástico adornado con
decenas de bombillitas de colores, bolas variopintas y una estrella en la
punta, pueda tener a sus pies multitud de paquetes de brillantes envoltorios, encubridores
de las inefables ilusiones de los más pequeños. La televisión está saturada con
cientos de películas babosas llenas de renos y papás nöel en las que sólo por
unos días desaparecen las masacres y tó er mundo é güeno.
Entretanto, en la casa de caridad y en el banco de
alimentos, largas colas esperan como cada día para mendigar algo caliente que echarse
a la boca. La diosa Estupidez, más aún que de costumbre, reina por doquier.
A Mr. Tacañete lo visita también el espíritu de las
navidades futuras. Es un espíritu silencioso que viaja en un coche fúnebre y deposita
a Mr. Tacañete en el centro de una plaza donde le muestra imágenes de lo que
será. Unos vapores fétidos se arrastran
sobre el asfalto de la ciudad en el día uno después
del apocalipsis. Grupos de personas cubiertas de andrajos se afanan y pelean
junto a un cartel de mercadoma (sic) rebuscando algo que echarse a la boca
entre las estanterías destrozadas. Un santa claus notoriamente borracho camina
junto a los restos de fachadas desmoronadas mientras arrastra de la mano los
despojos de una monstruosa muñeca. Un poco más allá, los cadáveres se amontonan
sobre una pista de hielo, todavía con los patines puestos, junto a los restos
de un abeto gigante del que aún cuelgan flácidas un montón de luces apagadas y
de estrellitas de purpurina.
Con las primeras luces, Mr. Tacañete se despierta y
piensa: “vaya chorrada de pesadilla estúpida que he tenido”. Tras un frugal
desayuno se dirige al banco como cada día, porque las cuentas no se hacen solas
y siempre hay alguien a quien estafar.
Corre la mañana del día de navidad y como no podía
ser menos, el dichoso niño dios no aparece por ninguna parte.
Ni está ni se le espera
[Publicado originalmente en el suplemento cultural Addenda # 42, Madrid, diciembre 2016.
Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/addenda%2042%20diciembre.pdf.]
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