Rafael Cid
“No nos vamos. Nos mudamos a tu
conciencia”
(Palabras de los indignados)
El año
2018 se inicia bajo los auspicios de dos conmemoraciones simétricas: el
cincuenta aniversario de la rebelión de Praga y de la revuelta de París. Aunque
ni el mayo francés ni la primavera checa alcanzaron la categoría icónica de revolución,
ambos fueron acontecimientos destinados a cambiar la percepción de lo que hasta
entonces suponía el sistema dominante en las dos orillas de la guerra fría. Ni
el capitalismo de Estado del oeste ni el socialismo de Estado del este
significaron lo mismo a partir de la huella dejada por esas movilizaciones
populares. Porque sirvieron para demostrar los vasos comunicantes existentes
entre esos en teoría modelos contrapuestos de explotación y dominación.
Ciertamente
en ninguno de estos acontecimientos se produjo el derrocamiento de las estructuras
hegemónicas. Sin embargo, las consecuencias a largo plazo resultaron más
trascendentes que las de algunos procesos que han enarbolado la divisa
revolucionaria. El doble 68 de Praga y París hizo entrar en la historia contemporánea
a la sociedad civil como gestora de su propio destino, sin la tutela de
partidos, líderes o iglesias. A su rebufo, los pueblos implicados
experimentaron que bajo el martilleo de la propaganda oficial lo realmente
existente eran sendos formatos instituidos para constreñir la emancipación
humana.
En esa
medida se puede afirmar que ambos relatos carecieron del tradicional acople de
unas masas amorfas dispuestas a secundar a ciegas las propuestas que manaban de
las cúpulas dirigentes. Los hombres y mujeres que entonces se echaron a la calle
en Praga y París para “cambiar la vida” seguían los pasos de un demos más
genuino, el que se inspiró en la Comuna de 1871. Manejando las categorías utilizadas
por Bakunin cabría afirmar que los contestatarios del comunismo consideraban
que el postulado de un “socialismo sin libertad era brutalidad y esclavitud” y
que los oponentes del capitalismo denunciaban que la oferta de “libertad sin
socialismo era privilegio e injusticia”. Barbarie con rostro humano en uno y
otro lado.
Lo que se
evidenció hace ahora medio siglo en las calles de la capital del Sena y en la
urbe que acaricia el Moldava fue un soberbio acto de transgresión colectiva en
todos los órdenes. Acciones que, precisamente por no estar mediadas ni sometidas
a consignas exógenas a los propios movimientos, han perdurado en el imaginario
de las gentes con mayor fuerza creativa que algunas revoluciones. Incluso puede
afirmarse que estos pronunciamientos contra el statu quo fueron proféticos en
su rechazo anticipado de las respectivas ideologías imperantes. Sin duda el
vendaval checo previó la caída del muro de Berlín y el sucesivo derrumbe de la
URSS, y su equivalente parisino aventuró las modernas estrategias de disidencia
radical frente al capitalismo del siglo XXI
Desde las
primaveras árabes, pasando por el 15-M español o el Occupy Wall Street, la
consigna unánime es dar la espalda a un tipo de régimen que se perpetra sin el
consentimiento de los gobernados. Lo singular de la transgresión es que configura
una revolución permanente, a pedales. No estableciendo nuevas jerarquías y
divinidades, sino poniéndolas continuamente en cuestión. Rompiendo los tabús y
desenmascarando los fetiches con que se administra el conformismo social. Es un
ir siempre más allá, forzando los límites y salvando las fronteras que leyes,
normas y costumbres levantan a nuestro paso. En todos los niveles de la vida
ese ha sido el camino que ha hecho prosperar a la humanidad a través de las
épocas. Representa la epifanía de la autenticidad en un mundo anclado por
convenciones y rutinas. El sentir y el hacer de las personas, no de sus
sucedáneos, que tratan de vivir como piensan en lugar de limitarse a pensar
cómo viven.
Se trata
de la forma que adopta la verdadera emancipación. No es el proceso dictado
desde arriba que se metaboliza miméticamente porque es lo que está mandado.
Algo que nace del fuero interno para expandirse vía ejemplaridad. La verdadera
propaganda por el hecho que, cuando cae en terreno fértil, crea vínculos perdurables
por encima de los rangos históricos y sociales en que esa elucidación se
origina. Transgresores fueron Sócrates, Prisciliano, Espartaco, Galileo,
Darwin, Luther King; Joyce, Van Gogh o la soldado Chelsea Manning. Y tantos
otro artes, la medicina, la política, la religión o cualquier ámbito de la
existencia por encima de los obstáculos de la costrosa verdad nominal. Los que
jamás se jubilaron de la vida para acatar lo establecido. Quienes, con
Condorcet, creen que la palabra revolucionario solo se puede aplicar a las revoluciones
cuyo objeto es la libertad.
Pero las
transgresiones más trascedentes son las que protagonizan gentes que nunca figurarán
en el panteón de las personas ilustres. Todos y todas los que en un momento de
sus vidas supieron decir “adiós a todo eso”. Aquellas y aquellos que
diariamente expresan públicamente que llevan un mundo nuevo en sus corazones y
lo practican. Y con esa manera de ser y estar, humildemente, sin aspavientos ni
recompensas, porque se lo pide el cuerpo, terminan alumbrando en la oscuridad
de lo reglado. Como si su buen vivir propiciara ese aleteo de mariposa que antes
o después, en recorridos accidentados y gozos, incubará un huracán transformador.
Describe la metáfora de una serendipia que culmina en una especie de imprevista
fraternidad. Hablamos de los hombres y mujeres que se opusieron y se oponen en
la medida de sus fuerzas a la esclavitud, la intolerancia, el racismo, el culto
a la personalidad, la crueldad, la ignorancia decretada desde púlpitos o Estados,
la sumisión de clases, la destrucción de la naturaleza, el machismo, la
opresión legal o los mandamientos inquisitoriales. En esa indispensable escuela
de desobediencia civil se inscriben, entre otros activismos, el feminismo, el
laicismo, el ecologismo, el animalismo, el antimilitarismo, los movimientos
LGTB o los defensores del aborto libre y del divorcio.
Ese
actuar en conciencia es la gran fuerza de la transgresión. Algo improbable cuando
la dinámica transformadora pretende encarnarse en masas replicantes. Lo que
explica la volatilidad y facilidad de reversión de algunas revoluciones
clásicas, que apagado su resplandor inaugural apenas dejan poso entre quienes
las vivieron. Mientras, por el contrario, es fehaciente la extraordinaria
resiliencia de esas transgresiones encadenadas en el tiempo por personas
sencillas, aisladas en países y continentes distintos pero habitadas por la
convicción de que la casa siempre se empieza por los cimientos. Nadie puede compartir
aquello de lo que carece, porque para que los demás cambien es preciso antes
que uno cambie. El dictum de Lampedusa es exógeno, no se refiere a personas, se
inscribe en los códigos de la representación institucional, no el de la acción
directa, en el de la democracia de proximidad. Por eso un cambio impuesto desde
afuera u otorgado en diferido a veces es la condición para que en sustancia
nada cambie. De ahí que el gran “no” transgresor, el “no a las guerras” aún sea
una asignatura pendiente, por más que se hayan ensayado algún específico y limitado
“no a la guerra”, insuficiente para desencadenar una catarsis civilizatoria.
La
volición del “déjate llevar” de la tradicional revolución vertical y jerárquica
entraña la enajenación de la ética política, el desplazamiento de la moneda
buena de la experiencia vivida por la moneda mala de la obediencia debida. Lo
que supone un trueque a escala, favorable a las magnitudes con que funciona la
política a escala de masas en las sociedades mediadas, esos universales
confiscadores que hoy se formulan vía algoritmo y big data. En el libro Sobre
la revolución, Hannah Arendt afirma que “siempre que se separa el conocimiento
de la acción, se pierde el es-acio para la libertad”. La trasgresión de la que
hablamos recorre el camino inverso. Va de las minorías individuales hacia las
mayorías colectivas, sin vocación ontologista, por confluencia de subjetividades.
Y conlleva riesgos para quien asume esa operativa, en forma de aislamiento,
criminalización o demonización, según sean los tiempos que corren. Al contrario
de lo que sucede con la emanada desde los poderes, que usan la delegación para
eximir al titular de la ciudadanía del “peso de su responsabilidad”. Con lo
que, sin ese autorrendimiento de cuentas, quien es el titular de la política se
convierte en un autómata sin dignidad, un mero consumidor, votante y
contribuyente. La voz de su amo, replicante de lo instituido y silente admirador
de sus expropiadores.
La virtud
última de la transgresión sobre otras resistencias es que aúna libertad e
igualdad, en línea con las tesis que sostiene la pensadora de la teoría Queer, Judith
Butler, al afirmar: “Cualquiera que sea la libertad por la que luchamos, debe ser
una libertad basada en la igualdad. En efecto, no podemos encontrar la una sin la
otra. La libertad es una condición que depende de la igualdad para realizarse”.
Otra forma de expresar lo dicho por Bakunin antes citado, similar a lo escrito
por Eliseo Reclus al calificar como “la más alta expresión del orden” a la
anarquía, la madre de todas las transgresiones que cuestiona los marcos
estatales de homogenización y taxonomización que prescriben lo que debe ser
pensado y sentido. Porque todos los transgresores del globo, por el simple
hecho de pronunciar un “no” dispar y complejo, y asumir sus consecuencias como
algo inherente al humano vivir en sociedad, abrazan idéntico aliento
emancipatorio.
[Artículo
publicado originalmente en el periódico Rojo
y Negro # 320, Madrid, febrero 2018. Numero completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20320%20febrero.pdf.]
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