Rafael Cid
Pero lo primero son las víctimas y sus deudos. Sin paliativos ni excepciones. Todos, asesinados, oprimidos, explotados, demandan nuestra solidaridad y la más enérgica repulsa. El terrorismo es inmundo. Es la materia con la que se amasa la barbarie. Por eso, los atentados del denominado Estado Islámico (ISIS), golpeando por segunda vez a los ciudadanos de Paris, oriundos, residentes, emigrantes o meros transeuntes, no debe merecer más que la plena condena de las gentes de buena voluntad con dos dedos de frente.
No hay ningún atributo, ni político, ni social, ni ideológico, ni religioso que permita “contextualizar” con un “sí pero” hechos tan aberrantes como los que viene perpetrando ISIS para predicar su sanguinaria e inquisitorial yihad. Bombas en salas de conciertos abarrotadas, ametrallamientos indiscriminados en bares y restaurantes, asaltos a publicaciones satíricas disparando contra todo lo que se mueve, no tienen más lógica que la del terror. Y el hecho de que los responsables se inmolen no le quita ni un ápice de gravedad al fanatismo que exportan. Tampoco que muchos sean jóvenes-adolescentes desarraigados, marginados en guetos por la feroz ostentación de la sociedad de consumo. Carne de cañón que se percibe así misma como especialmente humillada por la muy desigual lotería social. Parte de esa mayoría infortunada que sobrevive en las zonas más deprimidas de las periferias de las ciudades europeas, y que suele estar condenada a conocer antes la cárcel que la escuela.
No tiene enmienda. Y se equivoca quien busque comparaciones con el terrorismo de baja intensidad de otros tiempos, llevando al paroxismo la lucha clases de clases o la violencia pretendidamente revolucionaria. Entonces, la mayoría de esas manifestaciones agresivas, igualmente criminales, eran actos individuales fruto de la extrema impotencia y dirigidas contra reyes, gobernantes u otros altos representantes de la autocracia imperante. Netchaiev no ha vuelto. Los cruzados del ISIS no son nihilistas. Todo lo contrario, su milenarismo es contingente: tienen fe ciega. Administran una vasta cruzada que pasa la destrucción física de los infieles, la esclavización de la mujer o la decapitación pública del enemigo.
Con todo, responder a los actos terroristas de una banda de iluminados bombardeando desde el aire ciudades abiertas, como Raqqa o Mosul, donde sus habitantes son usados como escudos humanos no es un acto de legítima defensa, sino una venganza que envilece a quienes la practican y nos devuelve a las antípodas de una comunidad democrática. ¿Dónde está la superioridad moral que se supone a un Estado de derecho? Hace tiempo que los poderosos del mundo sembraron unilateralmente el camino de la violencia institucional imitando al Trasímaco que entendía la justicia como “el interés del más fuerte”. La URSS y EEUU en Afganistán; China en el Tíbet; El Reino Unido y EEUU en Irak; Rusia en Crimea…y ahora esa impune receta genocida ha subido la apuesta con la aparición de brutales epígonos que matan por la gracias de Dios.
Por eso la respuesta eficaz no puede ser superarles en brutalidad y cainitismo. El imperativo ético de los oscuros tiempos que corren debe consistir en una respuesta proporcionada que les aísle ante su propio entorno, en vez de cebar el siniestro rigodón de “justicias infinitas” que terminan aportando más combatientes a sus filas a costa de los inocentes damnificados por la acción de las armas de destrucción masiva. Prudencia que casi con toda la seguridad los gobiernos afectados no harán. Ahí está la extraña alianza entre Hollande y Putin, convencidos de que lanzar sus maquinarias de guerra sobre los baluartes del Estado Islámico supone una oportunidad para recomponer su cuestionado prestigio ante sus respectivas audiencias.
Afortunadamente, no todo el mundo piensa así. Frente a la postura de muchos dirigentes políticos y mandatarios múltiples, sectores ciudadanos surgidos como alternativa convivencial frente al austericidio han empezado a marcar diferencias mostrando que su proyecto va más allá de una simple opción de recambio económico. En este sentido, la rápida intervención del grupo Anonymous, actuando contra los recursos informáticos que utiliza el Estado Islámico para planificar sus matanzas, es un signo de que hay nuevos actores en acción, más allá de las instituciones. Activistas de la sociedad civil que no están dispuestos a que las represalias del terrorismo de Estado engulla derechos y libertades mientras estigmatiza a los inmigrantes y refugiados por el color de sus creencias. Aquí hay que hacer notar el hecho extraordinario de que el mazazo de la crisis económico-financiera en España no haya auspiciado el repunte de la extrema derecha y la xenofobia, debido sobre todo a la impronta del espíritu integrador, horizontalista, solidario y cooperativo del 15-M.
Cuando durante la Primera Guerra Mundial Bertrand Russell comprometió su inmenso prestigio como intelectual y patriota de rancio abolengo para intentar frenar la contienda, sabía que acometía una empresa titánica pero también que la cultura de la muerte entraña un degradante camino de servidumbre. Y eso que en 1914 las cartas estaban boca arriba y los intereses en conflicto eran más nítidos. Hoy no es así. Detrás de cada guerra hay un negocio que se alimenta a través de una poderosa industria armamentista, como revela la súbita revalorización en bolsa de las gigantes multinacionales de la defensa tras el impacto de los atentados en Francia.
Un complejo militar-industrial-financiero que extiende su influencia hasta sectores tan poco sospechosos como los medios de comunicación, claves para predisponer a la opinión pública en favor de las acciones punitivas de los Estados. Precisamente en el país vecino las corporaciones armamentistas Dassault y Lagardere controlan buena parte de los principales rotativos. Por no hablar del juego sucio de ciertas monarquías del Golfo de estricta observancia wahhabista, como Qatar y Arabia Saudí, que favorecieron la expansión del integrismo kamikaze vía mecenazgo, y ahora se sientan confortablemente en los consejos de administración de periódicos y grandes empresas “infieles”. Es el caso de Qatar que acaba de captar un significativo paquete accionarial en El País y El Corte Inglés, además de llevar años patrocinando al club de futbol Barcelona, sin que hasta el presente a nadie se le haya ocurrido incluirle en esa peregrina lista de países que apoyan el terrorismo.
Y si de lo que se trata es de “socializar el sufrimiento”, tampoco nos representan.
[Tomado de http://www.radioklara.org/radioklara/?p=5306#more-5306.]
Pero lo primero son las víctimas y sus deudos. Sin paliativos ni excepciones. Todos, asesinados, oprimidos, explotados, demandan nuestra solidaridad y la más enérgica repulsa. El terrorismo es inmundo. Es la materia con la que se amasa la barbarie. Por eso, los atentados del denominado Estado Islámico (ISIS), golpeando por segunda vez a los ciudadanos de Paris, oriundos, residentes, emigrantes o meros transeuntes, no debe merecer más que la plena condena de las gentes de buena voluntad con dos dedos de frente.
No hay ningún atributo, ni político, ni social, ni ideológico, ni religioso que permita “contextualizar” con un “sí pero” hechos tan aberrantes como los que viene perpetrando ISIS para predicar su sanguinaria e inquisitorial yihad. Bombas en salas de conciertos abarrotadas, ametrallamientos indiscriminados en bares y restaurantes, asaltos a publicaciones satíricas disparando contra todo lo que se mueve, no tienen más lógica que la del terror. Y el hecho de que los responsables se inmolen no le quita ni un ápice de gravedad al fanatismo que exportan. Tampoco que muchos sean jóvenes-adolescentes desarraigados, marginados en guetos por la feroz ostentación de la sociedad de consumo. Carne de cañón que se percibe así misma como especialmente humillada por la muy desigual lotería social. Parte de esa mayoría infortunada que sobrevive en las zonas más deprimidas de las periferias de las ciudades europeas, y que suele estar condenada a conocer antes la cárcel que la escuela.
No tiene enmienda. Y se equivoca quien busque comparaciones con el terrorismo de baja intensidad de otros tiempos, llevando al paroxismo la lucha clases de clases o la violencia pretendidamente revolucionaria. Entonces, la mayoría de esas manifestaciones agresivas, igualmente criminales, eran actos individuales fruto de la extrema impotencia y dirigidas contra reyes, gobernantes u otros altos representantes de la autocracia imperante. Netchaiev no ha vuelto. Los cruzados del ISIS no son nihilistas. Todo lo contrario, su milenarismo es contingente: tienen fe ciega. Administran una vasta cruzada que pasa la destrucción física de los infieles, la esclavización de la mujer o la decapitación pública del enemigo.
Con todo, responder a los actos terroristas de una banda de iluminados bombardeando desde el aire ciudades abiertas, como Raqqa o Mosul, donde sus habitantes son usados como escudos humanos no es un acto de legítima defensa, sino una venganza que envilece a quienes la practican y nos devuelve a las antípodas de una comunidad democrática. ¿Dónde está la superioridad moral que se supone a un Estado de derecho? Hace tiempo que los poderosos del mundo sembraron unilateralmente el camino de la violencia institucional imitando al Trasímaco que entendía la justicia como “el interés del más fuerte”. La URSS y EEUU en Afganistán; China en el Tíbet; El Reino Unido y EEUU en Irak; Rusia en Crimea…y ahora esa impune receta genocida ha subido la apuesta con la aparición de brutales epígonos que matan por la gracias de Dios.
Por eso la respuesta eficaz no puede ser superarles en brutalidad y cainitismo. El imperativo ético de los oscuros tiempos que corren debe consistir en una respuesta proporcionada que les aísle ante su propio entorno, en vez de cebar el siniestro rigodón de “justicias infinitas” que terminan aportando más combatientes a sus filas a costa de los inocentes damnificados por la acción de las armas de destrucción masiva. Prudencia que casi con toda la seguridad los gobiernos afectados no harán. Ahí está la extraña alianza entre Hollande y Putin, convencidos de que lanzar sus maquinarias de guerra sobre los baluartes del Estado Islámico supone una oportunidad para recomponer su cuestionado prestigio ante sus respectivas audiencias.
Afortunadamente, no todo el mundo piensa así. Frente a la postura de muchos dirigentes políticos y mandatarios múltiples, sectores ciudadanos surgidos como alternativa convivencial frente al austericidio han empezado a marcar diferencias mostrando que su proyecto va más allá de una simple opción de recambio económico. En este sentido, la rápida intervención del grupo Anonymous, actuando contra los recursos informáticos que utiliza el Estado Islámico para planificar sus matanzas, es un signo de que hay nuevos actores en acción, más allá de las instituciones. Activistas de la sociedad civil que no están dispuestos a que las represalias del terrorismo de Estado engulla derechos y libertades mientras estigmatiza a los inmigrantes y refugiados por el color de sus creencias. Aquí hay que hacer notar el hecho extraordinario de que el mazazo de la crisis económico-financiera en España no haya auspiciado el repunte de la extrema derecha y la xenofobia, debido sobre todo a la impronta del espíritu integrador, horizontalista, solidario y cooperativo del 15-M.
Cuando durante la Primera Guerra Mundial Bertrand Russell comprometió su inmenso prestigio como intelectual y patriota de rancio abolengo para intentar frenar la contienda, sabía que acometía una empresa titánica pero también que la cultura de la muerte entraña un degradante camino de servidumbre. Y eso que en 1914 las cartas estaban boca arriba y los intereses en conflicto eran más nítidos. Hoy no es así. Detrás de cada guerra hay un negocio que se alimenta a través de una poderosa industria armamentista, como revela la súbita revalorización en bolsa de las gigantes multinacionales de la defensa tras el impacto de los atentados en Francia.
Un complejo militar-industrial-financiero que extiende su influencia hasta sectores tan poco sospechosos como los medios de comunicación, claves para predisponer a la opinión pública en favor de las acciones punitivas de los Estados. Precisamente en el país vecino las corporaciones armamentistas Dassault y Lagardere controlan buena parte de los principales rotativos. Por no hablar del juego sucio de ciertas monarquías del Golfo de estricta observancia wahhabista, como Qatar y Arabia Saudí, que favorecieron la expansión del integrismo kamikaze vía mecenazgo, y ahora se sientan confortablemente en los consejos de administración de periódicos y grandes empresas “infieles”. Es el caso de Qatar que acaba de captar un significativo paquete accionarial en El País y El Corte Inglés, además de llevar años patrocinando al club de futbol Barcelona, sin que hasta el presente a nadie se le haya ocurrido incluirle en esa peregrina lista de países que apoyan el terrorismo.
Y si de lo que se trata es de “socializar el sufrimiento”, tampoco nos representan.
[Tomado de http://www.radioklara.org/radioklara/?p=5306#more-5306.]
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