David
Hernández-Zambrano
Quien obedece actúa de
manera independiente de su propio juicio sobre elcaso particular. Autores
como Philip Zimbardo [22] y Wolff [23] proponen que obedecer se basa en actuar
por la voluntad de alguien más, eludiendo el propio juicio. De esta manera, la
obediencia puede verse como una forma de abdicación del juicio. Esta
aproximación al concepto abre campo para críticas morales a la obediencia,
especialmente en la esfera política.
En general, la crítica dirá
que la obediencia es irracional e inmoral. Irracional por no basarse en el
propio balance de razones e inmoral porque falta al deber de ejercer la
autonomía moral. Respecto a la cuestión de la racionalidad, se podría decir que
hay una incompatibilidad entre esta y la obediencia a la autoridad porque,
suponiendo que la racionalidad requiere que los sujetos actúen siempre basados
en los balances de razones propios y teniendo en cuenta que el reconocimiento
de la autoridad supone la obediencia a sus mandatos incluso cuando pueda
parecer irracional, los principios de racionalidad y de autoridad serían
contradictorios [24]. Acá encontramos el problema de la autonomía moral: no
podemos asegurar la legitimidad de un sistema político que se base en la
heteronomía.
Se supone que los seres
humanos somos responsables por nuestras acciones y que lo somos en la medida en
que decidimos sobre ellas. Wolff [25] dice que tenemos la obligación de asumir
la responsabilidad por nuestros actos y que, además, tenemos la obligación
moral de reflexionar y buscar la corrección de nuestra acción. Para Wolff,
cualquier forma de heteronomía del ciudadano resulta en la relación práctica de
autoridad política, en una muestra del ejercicio de un poder ilegítimo. De esa
manera, en la medida en que reconozcamos una obligación y nos rijamos por ella
sin que esta nos convenza, estamos actuando de forma tal que limitamos nuestra
autonomía, nuestra libertad y, por lo tanto, estamos permitiendo una
humillación [26]. Para el anarquismo de Wolff (o anarquismo a priori),
estar bajo cualquier forma de autoridad es humillante.
No obstante, ante este
problema, en la filosofía política contemporánea [27] se han dado intentos de
explicación en los que se propone que obviar el ejercicio del propio juicio no
necesariamente implica una enajenación absoluta y, por ende, que la obediencia
a la autoridad puede ser tanto racional como moralmente aceptable. Estas
perspectivas pretenden mostrar dos cosas: que no resulta necesariamente
irracional o inmoral la obediencia a la ley, y que aún en casos de obediencia
puede haber responsabilidad o imputabilidad.
Un ejemplo de este enfoque
es el que elabora Joseph Raz [28], aludiendo a razones de primer y segundo orden.
Raz propone que la irracionalidad asignada a la obediencia (al igual que la
inmoralidad) se basa en una pobre apreciación de la razón práctica. El punto es
que dicha perspectiva olvida que podemos llegar a la acción bien sea por
consideraciones directamente relacionadas con la acción (razones de primer
orden) o por consideraciones sobre las razones que tenemos para actuar (razones
de segundo orden). Si consideramos solo las razones de primer orden como
motivos para la acción, la crítica mencionada aplicaría: no habría ninguna
intervención relevante del sujeto. No obstante, al considerar también las
razones de segundo orden, es posible mostrar que la obediencia puede ser
racional [29].
La idea de Raz es
circunscribir la autoridad como forma práctica de obrar a través de razones de
segundo orden [30] generando, a su vez, un límite en el alcance de dichas
razones y, así, la posibilidad de enfrentar razones al reclamo de obediencia
por parte de la autoridad. El argumento de Raz propone que las razones de segundo
orden solo excluyen ciertas razones de primer orden (no todas) y que, por ende,
puede haber casos en los que las razones de primer orden se ponderen contra las
razones de segundo orden, renunciando a la obediencia en los casos en los que
la autoridad entra en conflicto con el deber moral.
No obstante, esta propuesta
tiene el problema de fijar un límite vago entrela obediencia y la
reflexión sobre las órdenes. En otras palabras, la cuestión es que la autoridad
tiene una jurisdicción o alcance limitado pero, en caso de que el sujeto
renuncie a revisar o tener razones propias, resulta imposible saber si las
órdenes emitidas se encuentran dentro de los límites de operación de la autoridad.
La pretensión de una orden de una autoridad es que siempre sea obedecida dentro
de los marcos legales incluso si no hay claridad, por parte del sujeto, sobre
si la orden de la autoridad cabe dentro de esos marcos.
No obstante, esta propuesta
tiene el problema de fijar un límite vago entre la obediencia y la reflexión sobre
las órdenes. En otras palabras, la cuestión es que la autoridad tiene una
jurisdicción o alcance limitado pero, en caso de que el sujeto renuncie a
revisar o tener razones propias, resulta imposible saber si las órdenes
emitidas se encuentran dentro de los límites de operación de la autoridad. La
pretensión de una orden de una autoridad es que siempre sea obedecida dentro de
los marcos legales incluso si no hay claridad, por parte del sujeto, sobre si
la orden de la autoridad cabe dentro de esos marcos.
Acá entraría de nuevo la
crítica de que si establecemos que, por ejemplo,la Constitución es
legítima, todo lo que de ella emane supondrá el deber deobediencia. Sin embargo,
Raz dirá que, aunque respetar la ley es una opción viable (en el sentido de que
puede ser racional y moralmente aceptable), no hay una obligación,
siquiera prima facie, de obedecerla. En consecuencia, incluso si pudiese
asignarse algún valor moral al Estado, no habría un vínculo de obligación moral
de obediencia con este.
¿Qué derecho puede reclamar
la autoridad?
Hasta este punto hemos
mostrado que la pregunta por la autoridad práctica permite entender tanto la
relevancia como el concepto básico de la autoridad política. A su vez,
encontramos que la autoridad política es usualmente encarnada por el Estado
moderno que es soberano, o clama serlo [31], y que para justificarla necesita
de un argumento que pruebe su legitimidad. Sin embargo, el derecho del Estado a
mandar y a ejercer el poder no resulta ser un derecho que por definición tenga
necesariamente una obligación correlativa por parte de terceros. Sabiendo que
la coerción suele ser algo que en sentido moral resulta negativo, se precisa de
una justificación para su ejercicio. El derecho que pretende el Estado no es un
derecho de reclamación (claim-right) como el descrito por Joel Feinberg
[32], sino, como lo propone Robert Ladenson [33] siguiendo el argumento de
Feinberg, un derecho de justificación ( justification-right) [34].
Esto quiere decir que es un
derecho que necesita de una justificación adecuada para ser
reconocido. Es un derecho cuyo ejercicio, por las consecuencias que tiene en
otros, necesita probar que sea útil o bueno. No obstante, para que pueda
reconocerse el derecho a este por parte del Estado se puede recurrir a mostrar
que, bajo los reglamentos específicos de un sistema legal, resulta ser una
buena herramienta para la protección de los derechos humanos de la población
(se muestra que es algo moralmente deseable o aceptable) y que facilitan la
coordinación de la sociedad (se argumenta en favor de su utilidad). En caso de
lograrse una justificación similar, la ciudadanía podría reconocer la autoridad
del Estado y obedecer decididamente sus órdenes.
Sin embargo, puede haber
Estados que cuenten con el reconocimiento y obediencia de la ciudadanía y que
resulten, sin embargo, moralmente ilegítimos. Encontramos entonces que la
autoridad política necesita mostrar una justificación para el ejercicio y
monopolio del poder, pero aun así, una vez establecida la utilidad o bondad del
Estado, volvemos al problema mencionado anteriormente. Independientemente de
las apreciaciones propias del sujeto, el mandato de la autoridad de ser
reconocida como legítima, genera la percepción del deber de obediencia basados
en la fuente de la orden y no en el contenido mismo de lo ordenado.
Inicialmente se podría
rechazar el postulado anarquista por medio de la alusión a casos como el de la
aceptación de los preceptos médicos que nos ofrece un oncólogo. Parecería que
cumplimos con las órdenes del médico en virtud de su autoridad, dada nuestra
ignorancia respecto de las cuestiones sobre las que él, de alguna manera,
legisla. Decir que hay humillación en un caso como ese parece contra-intuitivo
o nos lleva a afirmar que cualquier aceptación o cumplimiento de los preceptos
de un agente externo constituye una humillación y, consecuentemente, reconocer
que para conservar la vida o para vivir en sociedad es necesaria la
humillación. Sin embargo, la posición anarquista no es ingenua.
Dado que lo que se busca
refutar desde el anarquismo es la legitimidad de la autoridad y no la
necesidad de actuar conforme a preceptos que se originan fuera del individuo,
el anarquista puede contra argumentar que, en el caso de la medicina, la
aceptación y cumplimiento de las órdenes médicas no se basan tanto en el
reconocimiento de la autoridad como en la perseverancia en el interés individual.
En ese caso, obedecemos al médico no en virtud de que este sea, en efecto, un
médico, sino porque vemos en esa aceptación la prolongación de nuestra libertad
de intentar preservar la calidad de vida y la vida misma. Según la distinción
entre autoridad teórica y autoridad práctica vemos que el reconocimiento de la
prescripción médica se basa en que se supone que el médico, por experiencia,
sabe lo que prescribe y se decide actuar conforme a lo que él dice por razones
propias. El médico no necesita argumentar en favor de su prescripción, no tiene
medios objetivos de sanción ni cambia directamente las razones para la acción
del paciente. Solo hace que por la consideración de su autoridad se genere la
creencia sobre ciertos requisitos para lograr un fin haciendo una consideración
prudencial para actuar conforme a la prescripción.
No obstante, en casos de
autoridad política, los límites entre una y otra rara vez son fáciles de
distinguir y podríamos extrapolar el salvamento que hace Wolff de la autoridad
práctica a muchos casos de ejercicio de la autoridad política, lo que restaría
fuerza a su crítica. Además, Wolff, siguiendo a Kant, cree que las promesas
generan obligación moral y, si atendemos a la propuesta de Raz de razones de
primer y segundo orden, la promesa resulta ser una razón de segundo orden
indistinguible de las razones de segundo orden que aplican en el entorno
político, por lo que deberíamos desechar la crítica de Wolff [35]. Raz propone
que, al igual que en el caso en el que prometemos cuestiones que luego no
querremos cumplir pero que estamos racionalmente avocados a cumplir, resulta
racional seguir una razón de segundo orden de obedecer a la ley para facilitar
y agilizar nuestras acciones cotidianas.
Consecuentemente, si por
diferentes razones llegamos a un acuerdo sobre la razonabilidad de la
existencia de normas que nos rijan y las seguimos, más que por ser buenas, por
el hecho de ser razonable tenerlas, parece que estamos haciendo una
legitimación de la autoridad política [36].
El problema estaría
resuelto (y el anarquista habría sido refutado) de no ser porque se puede tomar
esa aceptación de la autoridad estatal como un caso injustificado y
probablemente inmoral de reconocimiento de la autoridad, afirmando la autoridad
de facto y negando la existencia de la autoridad de jure. El
argumento anarquista –tanto a priori como a posteriori– postula
que podemos renunciar a nuestra autonomía y que no por eso estaríamos
legitimando la autoridad a la que nos sometemos.
Partiendo de este punto podemos
postular un paralelo (salvando las diferencias) entre el ideal anarquista y el
rechazo de la ilustración contra todo prejuicio basado en la autoridad37.
Siguiendo esta idea, solo podemos ser autónomos en la medida en que aceptemos
de manera nformada y libre las normas que se nos imponen. Esto, de nuevo,
deslegitima la autoridad de las instituciones porque la justificación de la
legitimidad de las normas que elaboran no recae sobre ellas, sino sobre la
racionalidad individual. De esa manera, no hay una legitimación de la autoridad
por ella misma sino de la autoridad de la norma. De hecho, no hay siquiera la
validación de la autoridad de la norma en tanto que norma del Estado sino en
tanto que norma acorde con principios morales que el individuo acepta. Se
deslegitima, también, en los casos en que las instituciones buscan la aceptación
de obligaciones que van en contra del resultado de la aplicación de la
racionalidad individual o que van más allá de las posibilidades de comprensión
del sujeto de esas obligaciones (casos que suelen ser frecuentes). Eso, sin
embargo, plantea el problema de la imposibilidad que hay en la actualidad de
que los ciudadanos puedan tomar posturas informadas acerca de todos los temas
sobre los que legisla el Estado y, además, nos deja el problema de tener que
legitimar todas las reglas a las que nos ceñimos por medio de la reflexión y el
estudio. Ese problema parece solo poder resolverse a través de una sociedad en
la que la población pueda dedicar el tiempo suficiente a la reflexión. Esta sería
una sociedad muy difícil, por no decir imposible, de encontrar en la actualidad
[38].
Notas
[22] Cf. Zimbardo,
P., El efecto lucifer,
Barcelona: Paidós, 2008. Se incluye a este autor, quien trabaja en psicología
social, para enfatizar que la definición de obediencia ofrecida no es
simplemente un supuesto teórico del anarquismo filosófico.
[23] Cf. Wolff, R.P., In Defense of Anarchism.
[24] Cf. ibid, pp. 3-19.
[25] Cf. ibid, p. 12.
[26] Tomo la expresión
“humillación” de Margalit, A., La
sociedad decente, Barcelona: Paidós, 1997, para referir a la
condición de ser tratado como menos valioso de lo que se es o de ver afectados los
propios intereses de forma injusta. Margalit rechaza el anarquismo, pero, dado
que no entra en detalles sobre las perspectivas acá mencionadas, omitiré los
comentarios al respecto. Lo que quiero retomar de Margalit es que la
humillación se da cuando se desprecia la dignidad humana y, en este caso específico,
se asume que el pleno ejercicio de la autonomía es condición necesaria para tal
dignidad.
[27] Por ejemplo: Rawls,
J., Teoría de la justicia;
Raz, J., Authority of Law;
y Estlund, D., La autoridad democrática.
[28] Raz, J., Authority of Law, pp. 22-23.
[29] Cf. ibid., pp. 25-27.
[30] Cf. ibid.; Raz,
J., Practical Reason and Norms.
[31] Entiendo acá soberanía
en un sentido amplio: como autoridad suprema sobre un territorio y población
determinados. Dejo de lado los debates acerca de la posibilidad de autoridad
absoluta o exclusiva (recurrentes especialmente en filosofía del derecho),
fundamentalmente porque no resultan necesarios para la discusión presente.
[32] Cf. Feinberg, J., “The Nature and Value of Rights”, en: The
Journal of Value Inquiry, v. IV (1970), pp. 243-257.
[33] Cf., Ladenson, R., “Two Kinds of Rights”, en: The Journal
of Value Inquiry, v. XIII, 3 (1979), pp. 161-172 y “In a Defense of a
Hobbesian Conception of Law”, en: Raz, J. (ed.), Authority, Nueva York: New York University Press, 1990, pp.
32-55.
[34] La diferencia entre “claim-rights”
y “justification-rights” es, para los propósitos del presente texto, que
los primeros implican necesariamente deberes correlativos por parte de
terceros, mientras que los segundos se limitan a justificar una acción que
resultaría, prima facie, inmoral. En palabras de Ladenson, las personas
“invocan derechos de justificación [justification-rights] como respuesta
a la demanda de justificación de su comportamiento y no para imponer demandas a
otros, como lo harían al invocar derechos de reclamación [claim-rights]”
(Ladenson, R., “In a Defense of a Hobbesian Conception of Law”, p. 36).
[35] Cf., Raz, J., Authority
of Law, pp. 25-27.
[36] En los intentos de
justificación de la autoridad encontramos por lo menos tres vertientes que pretenden
explicar cómo la autoridad facilita la cohesión social. La primera es una
vertiente comunitarista en la que el conglomerado de la comunidad tiene ideas
autoritativas sobre el sentido de la vida y la teleología de las acciones por
medio de lo cual la autoridad –en este caso, el Estado– facilita la cohesión y
el mutuo reconocimiento reflejado en que las órdenes respaldan las creencias compartidas
de la comunidad. Por otro lado, hay un enfoque en la regulación autoritativa de
la conducta por parte del Estado. Se propone que el Estado facilita no la
realización de ideales compartidos, sino la posibilidad de convivencia de
individuos con ideales radicalmente diferentes. Individuos diferentes se suman
a las reglas estatales independientemente de su acuerdo puntual con dichas
reglas porque el hecho de seguir un sistema unificado de reglas permite
perseguir sus propios fines. El Estado aparece, entonces, como solución a la
pérdida o inexistencia de creencias compartidas. La tercera justificación se
basa en el juego limpio. En pocas palabras, esta justificación muestra la
autoridad como una forma de coordinar y hacer cooperar a las personas de una comunidad
y, así, su razón principal en la defensa de la autoridad es que permite generar
marcos de coordinación en los cuales cada sujeto ha de poner su justo aporte
para las empresas de la comunidad. El punto central de la tesis del juego
limpio es que, en un marco social, la aceptación de los beneficios generados
por esquemas cooperativos es suficiente para generar obligaciones políticas.
Así, en virtud de la reciprocidad del juego limpio, aquel que acepte los
beneficios generados por los esquemas cooperativos del Estado estará obligado a
cumplir con las leyes cuyo cumplimiento, por parte de los demás, le ha
beneficiado.
]37] Esta descripción de la
perspectiva ilustrada se puede encontrar en: Gadamer, H.-G., Verdad y Método, Salamanca:
Sígueme, 2003, pp. 331-377.
[38] La deslegitimación de
la autoridad, en tanto que se basa en la imposibilidad conceptual o práctica de
legitimación (como en la oposición autonomía-autoridad planteada por Wolff) se
constituye como una posición del anarquismo a priori, mientras que, en
caso de tratarse de fallas que puedan solucionarse mediante mejoramientos
argumentativos e institucionales, corresponderá a una posición del anarquismo a
posteriori.
[Texto extraido del ensayo "Autoridad y legitimación: de vuelta al anarquismo", que en versión original completa es accesible en http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/arete/article/view/20996.]
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