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domingo, 14 de julio de 2019

Debate (A) - Autoridad y obediencia: La autonomía como problema filosófico



David Hernández-Zambrano



Quien obedece actúa de manera independiente de su propio juicio sobre elcaso particular. Autores como Philip Zimbardo [22] y Wolff [23] proponen que obedecer se basa en actuar por la voluntad de alguien más, eludiendo el propio juicio. De esta manera, la obediencia puede verse como una forma de abdicación del juicio. Esta aproximación al concepto abre campo para críticas morales a la obediencia, especialmente en la esfera política.



En general, la crítica dirá que la obediencia es irracional e inmoral. Irracional por no basarse en el propio balance de razones e inmoral porque falta al deber de ejercer la autonomía moral. Respecto a la cuestión de la racionalidad, se podría decir que hay una incompatibilidad entre esta y la obediencia a la autoridad porque, suponiendo que la racionalidad requiere que los sujetos actúen siempre basados en los balances de razones propios y teniendo en cuenta que el reconocimiento de la autoridad supone la obediencia a sus mandatos incluso cuando pueda parecer irracional, los principios de racionalidad y de autoridad serían contradictorios [24]. Acá encontramos el problema de la autonomía moral: no podemos asegurar la legitimidad de un sistema político que se base en la heteronomía.




Se supone que los seres humanos somos responsables por nuestras acciones y que lo somos en la medida en que decidimos sobre ellas. Wolff [25] dice que tenemos la obligación de asumir la responsabilidad por nuestros actos y que, además, tenemos la obligación moral de reflexionar y buscar la corrección de nuestra acción. Para Wolff, cualquier forma de heteronomía del ciudadano resulta en la relación práctica de autoridad política, en una muestra del ejercicio de un poder ilegítimo. De esa manera, en la medida en que reconozcamos una obligación y nos rijamos por ella sin que esta nos convenza, estamos actuando de forma tal que limitamos nuestra autonomía, nuestra libertad y, por lo tanto, estamos permitiendo una humillación [26]. Para el anarquismo de Wolff (o anarquismo a priori), estar bajo cualquier forma de autoridad es humillante.



No obstante, ante este problema, en la filosofía política contemporánea [27] se han dado intentos de explicación en los que se propone que obviar el ejercicio del propio juicio no necesariamente implica una enajenación absoluta y, por ende, que la obediencia a la autoridad puede ser tanto racional como moralmente aceptable. Estas perspectivas pretenden mostrar dos cosas: que no resulta necesariamente irracional o inmoral la obediencia a la ley, y que aún en casos de obediencia puede haber responsabilidad o imputabilidad.



Un ejemplo de este enfoque es el que elabora Joseph Raz [28], aludiendo a razones de primer y segundo orden. Raz propone que la irracionalidad asignada a la obediencia (al igual que la inmoralidad) se basa en una pobre apreciación de la razón práctica. El punto es que dicha perspectiva olvida que podemos llegar a la acción bien sea por consideraciones directamente relacionadas con la acción (razones de primer orden) o por consideraciones sobre las razones que tenemos para actuar (razones de segundo orden). Si consideramos solo las razones de primer orden como motivos para la acción, la crítica mencionada aplicaría: no habría ninguna intervención relevante del sujeto. No obstante, al considerar también las razones de segundo orden, es posible mostrar que la obediencia puede ser racional [29].



La idea de Raz es circunscribir la autoridad como forma práctica de obrar a través de razones de segundo orden [30] generando, a su vez, un límite en el alcance de dichas razones y, así, la posibilidad de enfrentar razones al reclamo de obediencia por parte de la autoridad. El argumento de Raz propone que las razones de segundo orden solo excluyen ciertas razones de primer orden (no todas) y que, por ende, puede haber casos en los que las razones de primer orden se ponderen contra las razones de segundo orden, renunciando a la obediencia en los casos en los que la autoridad entra en conflicto con el deber moral.



No obstante, esta propuesta tiene el problema de fijar un límite vago entrela obediencia y la reflexión sobre las órdenes. En otras palabras, la cuestión es que la autoridad tiene una jurisdicción o alcance limitado pero, en caso de que el sujeto renuncie a revisar o tener razones propias, resulta imposible saber si las órdenes emitidas se encuentran dentro de los límites de operación de la autoridad. La pretensión de una orden de una autoridad es que siempre sea obedecida dentro de los marcos legales incluso si no hay claridad, por parte del sujeto, sobre si la orden de la autoridad cabe dentro de esos marcos.



No obstante, esta propuesta tiene el problema de fijar un límite vago entre la obediencia y la reflexión sobre las órdenes. En otras palabras, la cuestión es que la autoridad tiene una jurisdicción o alcance limitado pero, en caso de que el sujeto renuncie a revisar o tener razones propias, resulta imposible saber si las órdenes emitidas se encuentran dentro de los límites de operación de la autoridad. La pretensión de una orden de una autoridad es que siempre sea obedecida dentro de los marcos legales incluso si no hay claridad, por parte del sujeto, sobre si la orden de la autoridad cabe dentro de esos marcos.



Acá entraría de nuevo la crítica de que si establecemos que, por ejemplo,la Constitución es legítima, todo lo que de ella emane supondrá el deber deobediencia. Sin embargo, Raz dirá que, aunque respetar la ley es una opción viable (en el sentido de que puede ser racional y moralmente aceptable), no hay una obligación, siquiera prima facie, de obedecerla. En consecuencia, incluso si pudiese asignarse algún valor moral al Estado, no habría un vínculo de obligación moral de obediencia con este.



¿Qué derecho puede reclamar la autoridad?



Hasta este punto hemos mostrado que la pregunta por la autoridad práctica permite entender tanto la relevancia como el concepto básico de la autoridad política. A su vez, encontramos que la autoridad política es usualmente encarnada por el Estado moderno que es soberano, o clama serlo [31], y que para justificarla necesita de un argumento que pruebe su legitimidad. Sin embargo, el derecho del Estado a mandar y a ejercer el poder no resulta ser un derecho que por definición tenga necesariamente una obligación correlativa por parte de terceros. Sabiendo que la coerción suele ser algo que en sentido moral resulta negativo, se precisa de una justificación para su ejercicio. El derecho que pretende el Estado no es un derecho de reclamación (claim-right) como el descrito por Joel Feinberg [32], sino, como lo propone Robert Ladenson [33] siguiendo el argumento de Feinberg, un derecho de justificación ( justification-right) [34].



Esto quiere decir que es un derecho que necesita de una justificación adecuada para ser reconocido. Es un derecho cuyo ejercicio, por las consecuencias que tiene en otros, necesita probar que sea útil o bueno. No obstante, para que pueda reconocerse el derecho a este por parte del Estado se puede recurrir a mostrar que, bajo los reglamentos específicos de un sistema legal, resulta ser una buena herramienta para la protección de los derechos humanos de la población (se muestra que es algo moralmente deseable o aceptable) y que facilitan la coordinación de la sociedad (se argumenta en favor de su utilidad). En caso de lograrse una justificación similar, la ciudadanía podría reconocer la autoridad del Estado y obedecer decididamente sus órdenes.



Sin embargo, puede haber Estados que cuenten con el reconocimiento y obediencia de la ciudadanía y que resulten, sin embargo, moralmente ilegítimos. Encontramos entonces que la autoridad política necesita mostrar una justificación para el ejercicio y monopolio del poder, pero aun así, una vez establecida la utilidad o bondad del Estado, volvemos al problema mencionado anteriormente. Independientemente de las apreciaciones propias del sujeto, el mandato de la autoridad de ser reconocida como legítima, genera la percepción del deber de obediencia basados en la fuente de la orden y no en el contenido mismo de lo ordenado.



Inicialmente se podría rechazar el postulado anarquista por medio de la alusión a casos como el de la aceptación de los preceptos médicos que nos ofrece un oncólogo. Parecería que cumplimos con las órdenes del médico en virtud de su autoridad, dada nuestra ignorancia respecto de las cuestiones sobre las que él, de alguna manera, legisla. Decir que hay humillación en un caso como ese parece contra-intuitivo o nos lleva a afirmar que cualquier aceptación o cumplimiento de los preceptos de un agente externo constituye una humillación y, consecuentemente, reconocer que para conservar la vida o para vivir en sociedad es necesaria la humillación. Sin embargo, la posición anarquista no es ingenua.



Dado que lo que se busca refutar desde el anarquismo es la legitimidad de la autoridad y no la necesidad de actuar conforme a preceptos que se originan fuera del individuo, el anarquista puede contra argumentar que, en el caso de la medicina, la aceptación y cumplimiento de las órdenes médicas no se basan tanto en el reconocimiento de la autoridad como en la perseverancia en el interés individual. En ese caso, obedecemos al médico no en virtud de que este sea, en efecto, un médico, sino porque vemos en esa aceptación la prolongación de nuestra libertad de intentar preservar la calidad de vida y la vida misma. Según la distinción entre autoridad teórica y autoridad práctica vemos que el reconocimiento de la prescripción médica se basa en que se supone que el médico, por experiencia, sabe lo que prescribe y se decide actuar conforme a lo que él dice por razones propias. El médico no necesita argumentar en favor de su prescripción, no tiene medios objetivos de sanción ni cambia directamente las razones para la acción del paciente. Solo hace que por la consideración de su autoridad se genere la creencia sobre ciertos requisitos para lograr un fin haciendo una consideración prudencial para actuar conforme a la prescripción.



No obstante, en casos de autoridad política, los límites entre una y otra rara vez son fáciles de distinguir y podríamos extrapolar el salvamento que hace Wolff de la autoridad práctica a muchos casos de ejercicio de la autoridad política, lo que restaría fuerza a su crítica. Además, Wolff, siguiendo a Kant, cree que las promesas generan obligación moral y, si atendemos a la propuesta de Raz de razones de primer y segundo orden, la promesa resulta ser una razón de segundo orden indistinguible de las razones de segundo orden que aplican en el entorno político, por lo que deberíamos desechar la crítica de Wolff [35]. Raz propone que, al igual que en el caso en el que prometemos cuestiones que luego no querremos cumplir pero que estamos racionalmente avocados a cumplir, resulta racional seguir una razón de segundo orden de obedecer a la ley para facilitar y agilizar nuestras acciones cotidianas.



Consecuentemente, si por diferentes razones llegamos a un acuerdo sobre la razonabilidad de la existencia de normas que nos rijan y las seguimos, más que por ser buenas, por el hecho de ser razonable tenerlas, parece que estamos haciendo una legitimación de la autoridad política [36].



El problema estaría resuelto (y el anarquista habría sido refutado) de no ser porque se puede tomar esa aceptación de la autoridad estatal como un caso injustificado y probablemente inmoral de reconocimiento de la autoridad, afirmando la autoridad de facto y negando la existencia de la autoridad de jure. El argumento anarquista –tanto a priori como a posteriori– postula que podemos renunciar a nuestra autonomía y que no por eso estaríamos legitimando la autoridad a la que nos sometemos.



Partiendo de este punto podemos postular un paralelo (salvando las diferencias) entre el ideal anarquista y el rechazo de la ilustración contra todo prejuicio basado en la autoridad37. Siguiendo esta idea, solo podemos ser autónomos en la medida en que aceptemos de manera nformada y libre las normas que se nos imponen. Esto, de nuevo, deslegitima la autoridad de las instituciones porque la justificación de la legitimidad de las normas que elaboran no recae sobre ellas, sino sobre la racionalidad individual. De esa manera, no hay una legitimación de la autoridad por ella misma sino de la autoridad de la norma. De hecho, no hay siquiera la validación de la autoridad de la norma en tanto que norma del Estado sino en tanto que norma acorde con principios morales que el individuo acepta. Se deslegitima, también, en los casos en que las instituciones buscan la aceptación de obligaciones que van en contra del resultado de la aplicación de la racionalidad individual o que van más allá de las posibilidades de comprensión del sujeto de esas obligaciones (casos que suelen ser frecuentes). Eso, sin embargo, plantea el problema de la imposibilidad que hay en la actualidad de que los ciudadanos puedan tomar posturas informadas acerca de todos los temas sobre los que legisla el Estado y, además, nos deja el problema de tener que legitimar todas las reglas a las que nos ceñimos por medio de la reflexión y el estudio. Ese problema parece solo poder resolverse a través de una sociedad en la que la población pueda dedicar el tiempo suficiente a la reflexión. Esta sería una sociedad muy difícil, por no decir imposible, de encontrar en la actualidad [38].



Notas



[22] Cf. Zimbardo, P., El efecto lucifer, Barcelona: Paidós, 2008. Se incluye a este autor, quien trabaja en psicología social, para enfatizar que la definición de obediencia ofrecida no es simplemente un supuesto teórico del anarquismo filosófico.

  
[23]  Cf. Wolff, R.P., In Defense of Anarchism.



[24] Cf. ibid, pp. 3-19.



[25] Cf. ibid, p. 12.



[26] Tomo la expresión “humillación” de Margalit, A., La sociedad decente, Barcelona: Paidós, 1997, para referir a la condición de ser tratado como menos valioso de lo que se es o de ver afectados los propios intereses de forma injusta. Margalit rechaza el anarquismo, pero, dado que no entra en detalles sobre las perspectivas acá mencionadas, omitiré los comentarios al respecto. Lo que quiero retomar de Margalit es que la humillación se da cuando se desprecia la dignidad humana y, en este caso específico, se asume que el pleno ejercicio de la autonomía es condición necesaria para tal dignidad.



[27] Por ejemplo: Rawls, J., Teoría de la justicia; Raz, J., Authority of Law; y Estlund, D., La autoridad democrática.



[28] Raz, J., Authority of Law, pp. 22-23.



[29] Cf. ibid., pp. 25-27.



[30] Cf. ibid.; Raz, J., Practical Reason and Norms.



[31] Entiendo acá soberanía en un sentido amplio: como autoridad suprema sobre un territorio y población determinados. Dejo de lado los debates acerca de la posibilidad de autoridad absoluta o exclusiva (recurrentes especialmente en filosofía del derecho), fundamentalmente porque no resultan necesarios para la discusión presente.



[32] Cf. Feinberg, J., “The Nature and Value of Rights”, en: The Journal of Value Inquiry, v. IV (1970), pp. 243-257.



[33] Cf., Ladenson, R., “Two Kinds of Rights”, en: The Journal of Value Inquiry, v. XIII, 3 (1979), pp. 161-172 y “In a Defense of a Hobbesian Conception of Law”, en: Raz, J. (ed.), Authority, Nueva York: New York University Press, 1990, pp. 32-55.



[34] La diferencia entre “claim-rights” y “justification-rights” es, para los propósitos del presente texto, que los primeros implican necesariamente deberes correlativos por parte de terceros, mientras que los segundos se limitan a justificar una acción que resultaría, prima facie, inmoral. En palabras de Ladenson, las personas “invocan derechos de justificación [justification-rights] como respuesta a la demanda de justificación de su comportamiento y no para imponer demandas a otros, como lo harían al invocar derechos de reclamación [claim-rights]” (Ladenson, R., “In a Defense of a Hobbesian Conception of Law”, p. 36).



[35] Cf., Raz, J., Authority of Law, pp. 25-27.



[36] En los intentos de justificación de la autoridad encontramos por lo menos tres vertientes que pretenden explicar cómo la autoridad facilita la cohesión social. La primera es una vertiente comunitarista en la que el conglomerado de la comunidad tiene ideas autoritativas sobre el sentido de la vida y la teleología de las acciones por medio de lo cual la autoridad –en este caso, el Estado– facilita la cohesión y el mutuo reconocimiento reflejado en que las órdenes respaldan las creencias compartidas de la comunidad. Por otro lado, hay un enfoque en la regulación autoritativa de la conducta por parte del Estado. Se propone que el Estado facilita no la realización de ideales compartidos, sino la posibilidad de convivencia de individuos con ideales radicalmente diferentes. Individuos diferentes se suman a las reglas estatales independientemente de su acuerdo puntual con dichas reglas porque el hecho de seguir un sistema unificado de reglas permite perseguir sus propios fines. El Estado aparece, entonces, como solución a la pérdida o inexistencia de creencias compartidas. La tercera justificación se basa en el juego limpio. En pocas palabras, esta justificación muestra la autoridad como una forma de coordinar y hacer cooperar a las personas de una comunidad y, así, su razón principal en la defensa de la autoridad es que permite generar marcos de coordinación en los cuales cada sujeto ha de poner su justo aporte para las empresas de la comunidad. El punto central de la tesis del juego limpio es que, en un marco social, la aceptación de los beneficios generados por esquemas cooperativos es suficiente para generar obligaciones políticas. Así, en virtud de la reciprocidad del juego limpio, aquel que acepte los beneficios generados por los esquemas cooperativos del Estado estará obligado a cumplir con las leyes cuyo cumplimiento, por parte de los demás, le ha beneficiado.



]37] Esta descripción de la perspectiva ilustrada se puede encontrar en: Gadamer, H.-G., Verdad y Método, Salamanca: Sígueme, 2003, pp. 331-377.



[38] La deslegitimación de la autoridad, en tanto que se basa en la imposibilidad conceptual o práctica de legitimación (como en la oposición autonomía-autoridad planteada por Wolff) se constituye como una posición del anarquismo a priori, mientras que, en caso de tratarse de fallas que puedan solucionarse mediante mejoramientos argumentativos e institucionales, corresponderá a una posición del anarquismo a posteriori.



[Texto extraido del ensayo "Autoridad y legitimación: de vuelta al anarquismo", que en versión original completa es accesible en http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/arete/article/view/20996.]

 

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