Tomás Ibáñez
En un intervalo temporal inferior a dos años nos
han dejado dos de los compañeros más relevantes del pensamiento y de la
actividad libertaria de las últimas décadas en Europa. Amedeo Bertolo, el joven
libertario que no dudó en secuestrar el vicecónsul de España en Milán en 1962
para salir al paso de la petición de condena a muerte contra un joven libertario
de Barcelona, falleció el 22 de noviembre de 2016; Eduardo Colombo, exilado
forzoso de Argentina en 1970 que compartió, prácticamente desde entonces,
muchas iniciativas militantes con Amedeo, nos dejó hace unos meses el 13 de
marzo 2018.
Bajo el título “Pensamiento y acción: el anarquismo
como comunidad militante y elección de vida”, los compañeros y compañeras del
Centro Studi Libertario/Giuseppe Pinelli, de Milán, y el Laboratorio libertario/Ateneo
degli Imperfetti, de Marghera (Venecia) organizaron el pasado 15 de septiembre de 2018 un nutrido seminario para recordar su
andadura militante y debatir sobre sus aportaciones teóricas. Presentado, por
invitación, en el marco de ese seminario el texto que sigue confronta algunas
de las coincidencias y divergencias entre estos dos entrañables e inolvidables
compañeros.
Pensando
en cómo dar cuenta de algunas de las concordancias y discrepancias entre Amedeo
y Eduardo, mi primer impulso fue el de dejar las discrepancias como simples notas
a pie de página, privilegiando el relato de las múltiples coincidencias y
similitudes que se manifestaban, como es lógico, entre dos compañeros que eran,
ambos, tan intensa y genuinamente anarquistas como estaban orgullosos
de serlo. De hecho, los dos ilustraban perfectamente esa combinación de
entereza, de compromiso, de compañerismo, de coherencia entre la vida y “la idea”,
que ha caracterizado históricamente a la mejor militancia anarquista.
Entre
esas similitudes, cabe destacar que Amedeo y Eduardo manifestaban parecido
rigor en el ejercicio del pensamiento, tanto en lo que atañe a la trabazón
lógica del razonamiento, como a la claridad y a la precisión de los conceptos.
Además, ambos hacían acopio de un impresionante bagaje de conocimientos. Pero
la voluntad de saber que nutría su placer de pensar no reflejaba
un deseo de conocer por conocer, sino que manifestaba la voluntad de conocer para
poder hacer y también para crear comunidad de acción y de pensamiento mediante
el debate, el trabajo colectivo y la puesta en común. En suma, el
conocimiento como una vertiente, una más, de la práctica política libertaria.
Los
contenidos sustantivos de su pensamiento también presentaban múltiples
coincidencias. Por ejemplo, ambos otorgaban una extraordinaria importancia al
imaginario y a lo simbólico como fundamento de cualquier sociedad y
como el “locus” donde se instituye el poder político, a la vez que la
posibilidad de subvertirlo. Por citar otro ejemplo, también cabe señalar la
importancia que otorgaban a la función utópica y a la voluntad como
palancas del cambio social radical. Y tampoco podemos olvidar que, desde su
común voluntad de luchar contra la dominación, ambos estaban empeñados en descifrar
el fenómeno del poder y su conversión en dominación, aportando valiosos
elementos para ese esclarecimiento.
Son
tantas las coincidencias que no es extraño que mi primer impulso fuese
el de hablar principalmente de ellas. Sin embargo, al pensarlo mejor, me
pareció que lo que Amedeo y Eduardo hubiesen deseado, lo que más les hubiese ilusionado
es que, en lugar de comentar sus coincidencias, este encuentro sirviese para dar
continuidad a su propio esfuerzo por enriquecer y renovar el anarquismo,
intentando avanzar en algunas de las cuestiones en las que no habían
alcanzado un acuerdo.
Es
por eso por lo que he optado finalmente por hablar principalmente de sus
divergencias, pensando que éstas indican el carácter problemático de unas
cuestiones en las que conviene profundizar. Entre esas divergencias destacaré
la relativa al binomio Revolución-insurrección, y la que gira en torno a
la cuestión del Estado.
La
Revolución y el Estado
En
cuanto a la primera, la postura de Eduardo era taxativa y la defendió
con extraordinaria constancia a lo largo del tiempo, desde su vibrante
reivindicación de la revolución en el inolvidable encuentro de Venecia en 1984,
hasta su contundente y muy reciente afirmación, en 2016, según la cual, lo
cito, “Un anarquismo no revolucionario es un oxímoron”.
Sin
duda, Eduardo contemplaba con cierta añoranza el tiempo en el que, para la
mayor parte de la militancia, la razón de ser del anarquismo era la
transformación revolucionaria de la sociedad considerada en su totalidad,
lo
cual
exigía una insurrección popular capaz de neutralizar el poder instituido
y, sobre todo, de quebrar el imaginario social establecido. Para
Eduardo, el anarquismo no podía separarse ni de la lucha por la ruptura
revolucionaria ni del momento insurreccional, porque éste último
constituye un paso obligado para que emerja un nuevo imaginario y un
nuevo proceso instituyente impulsado por el ejercicio de la autonomía. Eso
implica que el anarquismo no puede limitarse a luchar contra la dominación
actualmente existente, sino
que
el proyecto de un cambio global debe acompañarlo en permanencia.
A
diferencia de Eduardo, Amedeo pensaba, que la actividad revolucionaria no tenía
por qué presuponer necesariamente un momento de vuelco total, y menos
aún un episodio insurreccional. Estaba convencido de que, sin abandonar nunca el
impulso subversivo de la utopía, y sin caer en las incongruencias del
reformismo, se puede provocar una mutación cultural de signo libertario mediante
unas prácticas orientadas a modificar elementos del
presente
y a transformar de forma gradual el imaginario social instituido. Por lo tanto,
el anarquismo seguía estando plenamente justificado aunque la
insurrección revolucionaria no figurase en su agenda, y es por eso por lo que,
contra el todo o nada y contra la apuesta por lo totalmente otro que
subyacen
en el paradigma revolucionario clásico, Amadeo propugnaba la apertura al “casi
anarquismo” y a “la anarquía posible”.
En
efecto, conforme a esa metáfora del alcohol que expuso en la entrevista
realizada por Mimmo Pucciarelli,Amedeo consideraba que la “anarquía
en estado puro” era demasiado fuerte, y que había que presentarla en dosis
de menor graduación capaces de producir efectos libertarios sin provocar
un rechazo radical. La estrategia de extender en la sociedad modalidades y
espacios de funcionamientos libertarios, se inscribía en una línea bastante próxima
a la que explicaba Francesco Codello al dar cuenta del anarquismo
pragmático de Colin Ward. Recordemos que para Colin Ward se
trataba de mostrar, en la práctica,que se puede funcionar desde unos principios
no jerárquicos, desprovistos de relaciones de dominación, ofreciendo soluciones
libertarias a los problemas cotidianos,como una prueba irrefutable de
que la anarquía funciona efectiva y positivamente en el presente, rompiendo
de esa
forma
algunos de los esquemas asociados negativamente al anarquismo en el imaginario
dominante.
Aunque
aún resuenan en muchas de nuestras manifestaciones los gritos de: “¡¡una
única solución: la Revolución!!” parece que una parte del anarquismo da por
resuelto el tema, alejándose cada vez más del imaginario revolucionario
tradicional. Sin embargo, la divergencia entre Eduardo y Amedeo apunte a uno de
los asuntos en los que se dirime actualmente una posible mutación del propio
anarquismo. Por lo tanto, esa cuestión requiere ser pensada hasta sus
últimas consecuencias, como lo hace por cierto Nico Berti en el
extraordinario ensayo titulado “Libertà senze Revoluzione”.
Con
menor intensidad, otra de las divergencias concernía la cuestión del Estado.
Desde el anarquismo nadie duda de que es preciso luchar contra el Estado,
ahí no estaba la divergencia, esta consistía en saber si la oposición al Estado
forma parte o no del núcleo central del anarquismo. En contra de la
opinión de Eduardo, Amedeo pensaba que no, porque el Estado tan sólo
representa una de las formas históricas de la dominación política.
Finalmente, en el intercambio que mantuvieron en 2006, Eduardo admitió que no
es el rechazo del Estado lo que figura en el núcleo central del
anarquismo, sino el rechazo de “cualquier forma constituida de dominio
político”.
Se
trataba de una formulación más satisfactoria, porque está claro que de nada
nos sirve la desaparición del Estado si pervive la dominación política. Sin
embargo, ulteriormente, Eduardo volvió a situar la lucha contra el Estado como
un elemento central del anarquismo, en perfecta coherencia con su reiterado y
bien trabado argumento de que es el principio de Estado el que legitima
en el actual imaginario social la sumisión al poder político y la aceptación de
la jerarquía. Sin duda, Eduardo se mantuvo fiel, hasta el final, a lo que ya
escribía en 1980, lo cito, “el Estado es el nudo gordiano que hay que
cortar”.
El
hecho es que, desde los tiempos de Proudhon y de Bakunin, el
pensamiento anarquista ha elaborado en torno al Estado un entramado teórico que
sitúa finalmente la lucha por la destrucción del Estado como una de las señas
de identidad más distintivas del anarquismo. No es casual que se oiga en
nuestras manifestaciones: “¡¡Muerte al Estado y viva la anarquía!!”, lanzado
como el grito de guerra del anarquismo.
Ahora
bien, quizás el anarquismo no debería limitarse a abandonar no su lucha contra
el Estado sino su obsesión por él, y proceder a una profunda
reconsideración de sus características desde, por ejemplo, los análisis de Foucault
sobre la gobernamentalidad, entre otras aportaciones relevantes.
El
núcleo central de las divergencias
Sin
duda, las divergencias en torno a la Revolución y al Estado señalan unos
aspectos sobre los que conviene profundizar. Sin embargo, esas divergencias no
llegan al corazón, al núcleo central, de la discrepancia entre Amedeo y
Eduardo.
Intentaré
explicarme. La necesidad de enriquecer el anarquismo es algo que ambos
consideraban necesario y a lo cual ambos contribuyeron efectivamente. Ahora
bien, aunque enriquecer también constituye una forma indirecta de renovar,
la cuestión de la renovación plantea una serie de interrogantes
específicos. Por ejemplo, ¿hasta qué punto es imprescindible, o es tan
sólo importante determinado constructo socio-histórico denominado “anarquismo”
pueda seguir siendo identificado como tal, en lugar de pasar a ser otra
cosa, sufriendo un proceso de pseudomórfosis, en palabras de Eduardo. En
definitiva: ¿Qué es lo que resulta inalienable y que es lo que tan sólo
es prescindible? ¿Qué es lo que resulta ser “sine qua non” y que
es lo que tan sólo es accesorio?… Esa es la cuestión…
Emulando
la búsqueda de las partículas elementales de la materia se pueden buscar
los componentes últimos del anarquismo para caracterizar su
singularidad —término que prefiero, de lejos, al de identidad. Sin
embargo, también se puede articular una aproximación menos corpuscular, más
holística, más flexible, más compleja, más difusa, pero también más
rica, menos preocupada por los elementos que por las relaciones entre
ellos. En efecto, cabe preguntarse si son, efectivamente, unos pocos
elementos básicos los que definen la identidad del anarquismo o si esa
singularidad no se configura más bien en forma de un conjunto relativamente
borroso compósito y flexible, que agrupa una serie de dimensiones variadas y
heterogéneas.
Cabe
preguntarse si en lugar de hacer descansar su identidad sobre un núcleo
central, el anarquismo no basa más bien su singularidad en una
configuración más cercana a la de un síndrome. Un síndrome que,
en su acepción no médica, se puede definir como un “conjunto de elementos que
concurren unos con otros, — unos con otros, insisto en esto—, para conformar
una determinada realidad”. Y en el caso del anarquismo resulta que esos
elementos se distribuyen además sobre distintas dimensiones que pertenecen a
diferentes tipos categoriales.
Frente
al modelo del núcleo central esa concepción del anarquismo facilita la incorporación
de nuevos elementos y también permite diversificar las configuraciones de
los componentes del conjunto, atribuyendo, por ejemplo, un mayor peso a algunos
de ellos y minimizando el peso de otros o privilegiando determinadas
dimensiones en lugar de otras. Lo cual concuerda bastante bien con la constatación
puramente empírica de que existen desde siempre varias corrientes que combinan
diversamente los distintos componentes del anarquismo. Y esas diferentes combinaciones
también resultan más acordes, en el plano teórico, con la diversidad que
tanto aprecia y celebra el anarquismo como un principio básico de la anarquía y
de la propia vida.
Por
otra parte, esa concepción se acercaría un poco a la que parecía sugerir Amedeo
cuando distinguía entre logos, praxis, ethos y pathos y asignaba
diferentes componentes del anarquismo a cada una de esas categorías. El
anarquismo se asemejaría así a esa polifacética y extensa, muy extensa, área
libertaria, externa al movimiento anarquista propiamente dicho, que Rossella
Di Leo caracterizaba como una estructura compuesta de elementos diversos,
no homogénea y fluida.
El
“agiornamento” del anarquismo
Creo
que la metáfora del árbol a la que recurrió Amedeo en 1980 puede ayudar
a entender cuál era la divergencia fundamental entre nuestros dos
compañeros. Amedeo hablaba entonces de renovar el anarquismo podando
su tronco para que lo que se ha marchitado no impida que puedan brotar
nuevas ramas e injertando nuevos elementos en ese tronco. Sin embargo,
frente a lo que denominó “el modelo de la poda y del injerto”, favorecido
por Amedeo, se contrapone lo que podríamos llamar “el modelo del abono y de
la contraofensiva”, que tenía las preferencias de Eduardo. En efecto,
Eduardo estaba más preocupado por abonar las raíces del árbol para que
recobrase el vigor perdido y por protegerlo activamente de unos leñadores que
pretendían cortarlo, así como de unas plagas neoliberales que lo
carcomían y que le restaban vitalidad.
Es
cierto que ambos coincidían en que el anarquismo estaba en declive Eduardo
escribía, por ejemplo, “A principios de los sesenta el anarquismo perdía su
base obrera y revolucionaria”. Amedeo señalaba que en los años 50 y 60 sólo
existía un simulacro de movimiento y en 1983 precisaba “ahora estamos
en desmoronamiento y el edificio amenaza ruina.” Ahora bien, esa
coincidencia no les impedía discrepar sobre diversos aspectos.
—
En primer lugar, sobre la magnitud de la “crisis del anarquismo” que
Amedeo percibía como mucho más intensa escribiendo en 1980 que “el capital
teórico” del anarquismo, lo cito, “está obsoleto -no en sus grandes
principios sino en sus instrumentos operativos y sus articulaciones”; y precisaba
más tarde que la crisis del anarquismo, lo cito otra vez, “no es coyuntural
sino estructural”, preguntando, “¿Estamos ante el fin del anarquismo?”,
y él mismo contestaba, “Del anarquismo puede que no. Pero de cierto
anarquismo históricamente determinado, probablemente sí”.
—
En segundo lugar, también discrepaban acerca de las causas de esa situación.
Ambos atribuían esas causas a determinados factores externos al anarquismo, tales
como la pérdida de centralidad del proletariado y del movimiento obrero. Pero,
además, Eduardo veía en la ideología neoliberal otra de las causas,
también externa, que se sumaba a la obsesión de una parte de la “intelligentsia”
progresista por criticar “la ilustración” y desmantelar su legado.
En
efecto, Eduardo hacía caballo de batalla de los efectos nocivos que, según él,
tiene el postmodernismo sobre el anarquismo, argumentando que la
influencia de la tendencia liberal-cultural, lo cito, “intenta extirpar el
alma del anarquismo haciendo olvidar la cuestión social y alejándose de los
pobres y de los proletarios para crear un anarquismo dandy típico de los
intelectuales bien alimentados de la sociedad industrial”. Para él, el
anarquismo pierde su alma si se diluye la cuestión social en la
critica cultural y si se renuncia al binomio revolución-insurrección.
Por
su parte, menos reacio que Eduardo hacia el postestructuralismo, Amedeo era más
autocrítico y atribuía parte de las causas a factores internos al
propio anarquismo. Consideraba que algunos de sus planteamientos habían
quedado desfasados por la propia evolución de la sociedad, y que no había
sabido renovarse con la suficiente profundidad ni con la necesaria
agilidad, encerrándose en una autoreferencialidad que le impedía
incorporar valiosas
aportaciones
del pensamiento contemporáneo.
—
Por fin, en tercer lugar, también diferían, como es lógico, en cuanto al remedio
para revertir el declive del anarquismo. Este consistía para Eduardo en
luchar contra las influencias nefastas del neoliberalismo tanto
sobre el imaginario social como sobre las concepciones de los propios
anarquistas, mientras que para Amedeo se trataba de dejar de lado la
fascinación por la cuestión social, la revolución y la insurrección, y
trabajar para hacer crecer la “anarquía posible” y para abrir el
anarquismo a los tiempos actuales.
La
divergencia entre ambos no remitía a su común reconocimiento del carácter evolutivo
del anarquismo. “Toda teoría viva es una teoría en devenir” escribía
Amedeo, y Eduardo afirmaba lo cito, “las ideas anarquistas están bien vivas
porque se mueven, se modifican, evolucionan”. La divergencia remitía a la
magnitud y a la forma del necesario “agiornamento” y lo que subyacía en esa
divergencia era una diferente concepción de la singularidad del anarquismo.
Si
para Eduardo un anarquismo no revolucionario era un auténtico oxímoron, Amedeo
consideraba por su parte que aún quedaba mucha vida anarquista más allá
de la revolución y de la cuestión social, y que había que explorar ese espacio
y adentrarse en él a sabiendas de que, como lo escribía Louis Mercier Vega, lo
cito, “el militante anarquista debe aprender a vivir y a actuar en medio de
una selva de signos de interrogación”. Ahora bien, zarpar hacia nuevos
horizontes exige partir ligeros de equipaje dejando en puerto buena
parte de nuestro bagaje histórico, y también exige atreverse a navegar a
vista, aunque eso suponga, como escribía Amedeo, “seguir siendo
anarquista pero de otra forma”. Sin embargo, para Eduardo, quien
reivindicaba “una identidad firme en un terreno cambiante”, no había
otra forma de ser anarquista que la que resulta de la fidelidad al bagaje
histórico heredado de las luchas sociales y de la voluntad revolucionaria.
Para
concluir, quisiera volver sobre la diversidad como un elemento básico
del anarquismo, y comentar una peculiaridad que forma parte de su
singularidad. El hecho de que una persona sea reconocida como anarquista
por sus compañeros y compañeras va más allá de que acepte los principios
explícitos que conforman el anarquismo. Hay personas, autoproclamadas
anarquistas, de las cuales sentimos que no acaban de formar parte de nuestra
comunidad de pensamiento y de acción, aunque no mantengamos ninguna
discrepancia formal con ellas. Sin embargo, hay otras personas, igualmente
anarquistas, con quienes podemos mantener grandes discrepancias sin que dudemos,
ni por un solo instante, de que son profundamente anarquistas.
¿De
qué depende? Pues de ese “aire de familia” imposible de formalizar, que
remite a cosas tan cualitativas como, por ejemplo, a las actitudes más o
menos autoritarias en la vida cotidiana, o bien a la mayor o menor coherencia
entre el hacer y el decir. En suma, a unos elementos que remiten a ese
anarquismo al que antes me he referido como un síndrome, heterogéneo y
parcialmente borroso, más que a un claro y compacto núcleo central.
Quizás
sea por eso por lo que decimos a veces que una persona es visceralmente
anarquista aunque ni siquiera haya oído pronunciar esa palabra. Y quizás sea
también por eso por lo que, parodiando a Christian Ferrer, cabe decir
que el anarquismo no se aprende en libros y en cursillos, sino que se
contagia por el contacto con las conductas, con las formas de ser y de
luchar de los y de las anarquistas.
En
cualquier caso, todo eso indica que la inclusión o no en el espacio común de la
sensibilidad anarquista no es reducible al acuerdo sobre los contenidos
del logos y que el margen de discrepancia, es decir finalmente, la
diversidad respecto de esos contenidos puede ser extraordinariamente amplia
sin que se quiebre por ello el vínculo político libertario, porque es la
totalidad heterogénea del conjunto la que avala ese vínculo.
Amedeo
y Eduardo discrepaban en temas importantes, pero ambos sabían perfectamente que
eso no podía alterar su mutuo reconocimiento como compañeros fuertemente
unidos en lo esencial, es decir, finalmente, su mutuo, su recíproco, reconocimiento
como “anarquistas orgullosos de
serlo”.
[Publicado originalmente en la revista Libre
Pensamiento # 96, Madrid, otoño 2018. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/publicacion/libre-pensamiento-n%C2%BA-96-oto%C3%B1o-2018.]
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