Rafa Rius
Toda realidad oculta otra, todo texto oculta su
subtexto. No hay acontecimiento que no esconda su trasfondo secreto, no hay
verdad que no se dibuje tapada por una falsedad, eso que ahora con cínico
eufemismo para nada inocente, denominan posverdad. Pero también esa verdad en
apariencia incuestionable que se oculta tras el palimpsesto de la posverdad no
es sino un trampantojo que engaña nuestra mirada con su apariencia de realidad
objetiva. Lo que creemos ver no es sino una imagen simulada de lo real, pintada
en la pared previamente imprimada de nuestro presente. Vivimos tiempos líquidos
en los que es difícil encontrar nada a lo que agarrarse de alguna manera que no
sea sobradamente efímera y engañosa.
Todo aquello que nos llega,
lo hace convenientemente sesgado y manipulado en función de los intereses de
quien se esconde tras quien nos lo cuenta. Lo implícito en el subtexto es mucho
más determinante que lo explícito en el texto y ni siquiera se molestan en
disimular sus maniobras: saben que operan con total impunidad porque para eso
sus ejércitos de esbirros bien pagados, expertos en manejar la psicología de masas,
han preparado adecuadamente al personal. Compramos trampantojos de perspectivas
equívocas convenientemente manipulados, a sabiendas de que lo que nos ofrecen
sólo existe en nuestra imaginación. Cuando Magritte pinta minuciosamente una
pipa y debajo coloca la leyenda “Esto no es una pipa” está denunciando la
tergiversación que supone el confundir interesadamente la realidad con su
representación icónica. Pero aun así, nos empeñamos en creer en lo que
presentan ante nuestra mirada alucinada. En el fondo es una pura cuestión de
fe.
En la sociedad del
espectáculo todo es aparentemente, apariencia; no obstante sigue habiendo quien
todavía distingue la ficción de la materialidad de las cosas y las personas. En
China, paradigma de la sociedad capitalista actual, llevan ya instalados 170
millones de cámaras en centros oficiales, calles y jardines; y, según han
declarado las autoridades competentes, pronto llegarán a los 400 millones de cámaras.
Aquellos que exprimen nuestras vidas hasta el agotamiento saben que es necesario
un control exhaustivo y objetivo para que no se filtre hasta nosotras ninguna
tentación de disidencia. Lo que reflejan las cámaras espías no ofrece dudas
acerca de nuestros actos, usos y costumbres. Las cámaras callejeras no superponen
imágenes ni presentan falsas perspectivas, no se andan con sutilezas semánticas,
se circunscriben a contar con todo detalle lo que está pasando frente a ellas.
Se limitan a ofrecer las circunstancias y condiciones del escenario en el que
se desarrolla nuestra existencia y lo hacen de manera incuestionable y no
subjetiva –no en balde el visor de las cámaras se denomina “objetivo”. Si
además le compramos a quienes nos las instalan la estupidez tramposa de que “es
por nuestro bien y por nuestra seguridad y si no hacemos nada malo no tenemos
de qué preocuparnos” el círculo de nuestra servidumbre voluntaria se cierra
inexorablemente sobre nosotras.
Vivimos rodeadas de
palimpsestos y trampantojos, ilusorios, inadvertidos y falaces y nosotras tan
contentas. Definitivamente, el Gran Hermano de Orwell se ha quedado naif.
[Publicado originalmente en
la revista Al Margen # 105, Valencia
(Esp.), primavera 2018. Numero completo accesible en
http://rojoynegro.info/sites/default/files/revista105_revista72.qxd_.pdf.]
http://rojoynegro.info/sites/default/files/revista105_revista72.qxd_.pdf.]
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