David Graeber
Cuesta
pensar en una época en la que haya habido tal abismo entre intelectuales y
activistas; entre los teóricos de la revolución y sus practicantes. Los
escritores que durante años han estado publicando ensayos que recuerdan a
documentos de definición política destinados a enormes movimientos sociales que
no existen en la realidad parecen sobrecogidos por la confusión o, lo que es
peor aún, dan muestras de desprecio, ahora que los verdaderos movimientos
surgen por todas partes. Esto resulta particularmente escandaloso en lo que respecta
al todavía denominado, sin mayor fundamento, movimiento «antiglobalización»,
que en apenas dos o tres años se las ha arreglado para transformar
completamente el sentido de las posibilidades históricas para millones de personas
en todo el planeta.
La razón
puede estribar en la pura ignorancia o en el crédito concedido a lo que se puede
sacar de fuentes tan abiertamente hostiles como el New York Times; por otra parte, la mayor parte de lo que se escribe
incluso en las sucursales progresistas da muestras de no haber comprendido casi
nada o, en cualquier caso, apenas se centra en lo que los participantes en el
movimiento consideran en realidad que es lo más importante al respecto.
Como
antropólogo y participante activo – en particular en el área más radical y
ligada a la acción directa del movimiento–, acaso pueda deshacer algunos
malentendidos comunes; sin embargo, es posible que estas informaciones no sean
recibidas con gratitud. Sospecho que buena parte de esas vacilaciones responden
a la reticencia con la cual aquellos que durante mucho tiempo han creído
pertenecer a algún tipo de radicalidad asumen el hecho de que en realidad no
son más que liberales: están interesados en el ensanchamiento de las libertades
individuales y en la consecución de la justicia social, pero no en caminos que
pudieran suponer un grave desafío a la existencia de instituciones imperantes
como el capital o el Estado. Más aún, buena parte de aquellos a los que les gustaría
ver un cambio revolucionario podrían no sentirse contentos del todo al comprobar
que la mayor parte de la energía creativa de la política radical proviene en la
actualidad del anarquismo –una tradición que hasta la fecha buena parte de
ellos ha despreciado– y que tomar en serio a este movimiento supondrá
necesariamente asumir con él un compromiso respetuoso.
Escribo
como anarquista; sin embargo, en cierto modo, si consideramos cuánta gente que participa
en el movimiento se autodenomina de hecho «anarquista» y en qué contextos lo hace,
esta cuestión queda un poco fuera de lugar [1]. La noción misma de acción
directa, con su rechazo de una política que llame a los gobiernos a modificar
su comportamiento y en favor de una intervención física contra el poder estatal
de tal forma que esta acción prefigure de suyo una alternativa: todo ello surge
directamente de la tradición libertaria. El anarquismo es el corazón del
movimiento, su alma; la fuente de buena parte de lo que en él podemos encontrar
de nuevo y esperanzador. Así, pues, en lo sucesivo intentaré aclarar los que
parecen ser los tres equívocos más habituales acerca del movimiento –nuestra
supuesta oposición a algo denominado «globalización», nuestra supuesta
«violencia» y nuestra supuesta carencia de una ideología coherente– para indicar
a continuación cómo podrían reconfigurar sus prácticas teóricas los
intelectuales radicales a la luz de todo lo anterior.
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La práctica de la democracia directa
Una de
las quejas permanentes acerca del movimiento global en la prensa progresista consiste
en decir que éste, a pesar de la brillantez de sus tácticas, carece de toda
temática central o de una ideología coherente.(Éste parece ser el equivalente
de izquierdas de las afirmaciones vertidas por las corporaciones mediáticas
según las cuales somos un manojo de niñatos que pregonan una ristra de causas inconexas:
libertad para Mumia, cancelación de la deuda externa, salvemos las selvas vírgenes.)
Otra línea de ataque consiste en decir que el movimiento está plagado de una oposición
genérica a toda forma de estructura o de organización. Resulta penoso que, dos años
después de Seattle, tenga que escribir esto, pero desde luego alguien tiene que
hacerlo: éste es un movimiento que trata de reinventar la democracia. No se
opone a la organización. Trata de crear nuevas formas de organización. No
carece de ideología. Esas nuevas formas de Organización son su ideología. Trata
de crear e instaurar redes horizontales en vez de estructuras verticales como
las de los Estados, los partidos o las corporaciones; redes basadas en
principios de democracia no jerárquica y consensual. En última instancia,
aspira a reinventar la vida cotidiana en su totalidad. Sin embargo, a
diferencia de muchas otras formas de radicalismo, se ha organizado en primer
lugar en la esfera política, sobre todo porque éste era uno de los territorios
que los que detentan el poder (que han trasladado toda su artillería pesada al
ámbito económico) en buena medida han abandonado.
Durante
la pasada década, los activistas norteamericanos han invertido enormes energías
creativas en la reinvención de los procesos internos de los propios grupos, con
el fin de crear modelos viables de lo que podría dar de sí realmente el
funcionamiento de una democracia directa. Para ello nos hemos inspirado, como
ya he señalado, en ejemplos que no pertenecen a la tradición occidental, que
casi sin excepciones descansan en procesos de búsqueda del consenso en vez del
voto por mayoría. El resultado es una rica y creciente panoplia de instrumentos
organizativos –consejos de portavoces, grupos de afinidad, técnicas de dinamización,
«peceras», discusiones por pequeños grupos, resolución de situaciones de
bloqueo colectivo, observación externa de las atmósferas del grupo, etc.–
encaminada en su totalidad a la creación de formas de proceso democrático que
permitan que las iniciativas surjan desde abajo y alcancen la máxima
solidaridad efectiva, sin ahogar a las voces discrepantes y sin crear
posiciones de liderazgo u obligar a nadie a hacer algo a lo que no haya dado su
libre consentimiento.
La idea
básica del proceso de construcción del consenso consiste en que, en vez de
votar, uno intente formular propuestas aceptables para todo el mundo o, al
menos, que no levanten serias objeciones por parte de nadie: en primer lugar,
se cuenta la propuesta, después se preguntan las «dudas» que ésta plantea y se intenta
darles respuesta. A menudo, llegados a este punto, las personas del grupo
propondrán «enmiendas constructivas» a la propuesta original o encaminadas a
modificarla, para asegurar que las dudas son tenidas en cuenta. Luego, para
terminar, cuando se solicita la aprobación, se pregunta si alguien quiere «bloquear
la propuesta» o «mantenerse al margen». Mantenerse al margen no significa otra cosa
que decir: «En lo que a mí respecta, no quiero participar en esta acción, pero
con ello no quiero impedir a nadie que lo haga si así lo desea». El bloqueo es
una forma de decir: «Creo que esto viola los principios o los propósitos
fundamentales que dan sentido a estar en el grupo». Funciona como un veto: cualquiera
puede echar abajo toda una propuesta bloqueándola, aunque hay formas de poner en
duda hasta qué punto un bloqueo responde a una argumentación basada realmente
en tales principios.
Hay
diferentes tipos de grupos. Los consejos de portavoces, por ejemplo, son
grandes asambleas que coordinan entre sí a «grupos de afinidad» más pequeños.
La mayor parte suelen celebrarse antes o durante acciones directas a gran
escala como Seattle o Quebec. Cada grupo de afinidad (que puede variar de 4 a
20 personas) elige a un «portavoz» encargado de hablar en su nombre en el grupo
más amplio. Sólo los portavoces pueden intervenir en el proceso efectivo de
búsqueda del consenso en el consejo, pero antes de tomar las principales decisiones
se dividen de nuevo en grupos de afinidad y cada grupo llega al consenso acerca
de la posición que quieren que adopte su portavoz (aunque esto no es tan rígido
como pudiera interpretarse en esta descripción). Por su parte, las discusiones
en grupos se producen cuando una reunión amplia se divide temporalmente en
grupos más pequeños que discuten acerca de la toma de decisiones o la generación
de propuestas, que luego pueden presentarse para su aprobación a todo el grupo
una vez que éste vuelve a reunirse. Las técnicas de dinamización se utilizan
para resolver problemas o sacar adelante cuestiones si se tiene la impresión de
que están atascadas. Se puede plantear una lluvia de ideas, en la que la gente
puede presentar ideas pero no criticar las de los demás; o una votación de
tanteo, en la que la gente levanta la mano sólo para comprobar cómo ve cada
cual una propuesta y no para tomar una decisión. Una «pecera» sólo es un
recurso si hay una profunda diferencia de opiniones: se escoge a dos
representantes de cada bando –dos hombres y dos mujeres– y se les sienta en el
medio, mientras todos los demás los rodean en silencio y comprueban si los
cuatro pueden llegar juntos a una síntesis o a un compromiso, que habrán de
presentar a continuación como una propuesta al resto del grupo.
Notas
[1] Hay
quienes asumen tan profundamente los principios anarquistas de antisectarismo e
indefinición prospectiva que a veces se muestran reticentes a llamarse «anarquistas»
por este preciso motivo.
[Textos
extraídos del folleto del mismo nombre, que en versión completa está disponible
en https://utopia.partidopirata.com.ar/los_nuevos_anarquistas.pdf.]
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