Salvador Schavelzon
La situación política sudamericana se encuentra en un momento dinámico. El progresismo deja rápidamente de ocupar el centro de escena mientras se consolidan nuevos gobiernos que, si bien se muestran inestables y provisorios, además de impopulares, no parecen constituir apenas una interrupción temporaria para un progresismo que, en el corto plazo, tendría condiciones de retornar. Sin fuerza para proponer una agenda de cambio, o para frenar un ciclo conservador iniciado ya en tiempos de gobiernos progresistas, el progresismo aún abre discusiones como fuerza con capacidad de bloqueo. Exige un alineamiento cerrado, desde el gobierno o como candidaturas que buscan retornar, que obstaculiza la construcción política incluso dentro de sus propias filas.
Vivimos tiempos de experimentación y discusión intensa. Este da lugar a una amplia zona gris de propuestas municipalistas, plataformas de movilización, candidaturas ciudadanas, luchas desde el territorio o construcciones comunitarias que el progresismo de aparato político ligado a la gestión, desplazada o no, entiende como amenazas, cuando no reprime o busca neutralizar.
La situación política sudamericana se encuentra en un momento dinámico. El progresismo deja rápidamente de ocupar el centro de escena mientras se consolidan nuevos gobiernos que, si bien se muestran inestables y provisorios, además de impopulares, no parecen constituir apenas una interrupción temporaria para un progresismo que, en el corto plazo, tendría condiciones de retornar. Sin fuerza para proponer una agenda de cambio, o para frenar un ciclo conservador iniciado ya en tiempos de gobiernos progresistas, el progresismo aún abre discusiones como fuerza con capacidad de bloqueo. Exige un alineamiento cerrado, desde el gobierno o como candidaturas que buscan retornar, que obstaculiza la construcción política incluso dentro de sus propias filas.
Vivimos tiempos de experimentación y discusión intensa. Este da lugar a una amplia zona gris de propuestas municipalistas, plataformas de movilización, candidaturas ciudadanas, luchas desde el territorio o construcciones comunitarias que el progresismo de aparato político ligado a la gestión, desplazada o no, entiende como amenazas, cuando no reprime o busca neutralizar.
Contra el factor desconocido de lo que vendría, luchan juntos entonces los nuevos gobiernos inestables y los progresismos en decadencia.
A contramano de esas búsquedas, una corriente de opinión impone una lectura ortodoxa polarizada. Esta posición se expresa en medios de comunicación que fueron generosamente financiados por el progresismo, pero también en debates y expresiones orgánicas de una situación que es vivida como los últimos momentos de una guerra. Esos momentos en que comandantes hacen fusilar a los propios combatientes, la deserción y reacomodo en trincheras enemigas están a la orden del día, y muchos ya no recuerdan para qué están luchando. Voces encendidas contra los presidentes y ex presidentes, pueden hacer parecer que esa guerra existe, envuelve a toda la sociedad, y expresa la oposición entre el pueblo trabajador y la oligarquía, aliada al imperialismo. Pero por fuera de la polarización no solo encontramos expresiones políticas nuevas, sino la propia base de la gobernabilidad progresista. El pacto con las elites, derivado algunas veces en negocios comunes involucrando a sus protagonistas, fue una forma de gobierno en que consensos transversales desmienten el enfrentamiento retórico y de disputa por el control de la gestión estatal.
Desde este lugar, todo señalamiento crítico se lee como funcional a la derecha; cualquier búsqueda no alineada con líderes y partidos es acusada de ser divisionista; y toda iniciativa que oriente energía política con autonomía es duramente atacada, en una discusión estratégica que excede el ámbito de la política y hace tiempo invadió en todos los países las cajas de comentarios de Facebook y charlas del horario de almuerzo o cenas de navidad. Con la certidumbre de que es necesario preservar o reconquistar el control institucional, toda protesta espontanea de composición mezclada que no reproduzca las coordenadas políticas del progresismo, se ve como tan nociva y negativa como la organización de fuerzas disidentes, candidaturas díscolas o tendencias organizadas por afuera de los liderazgos o estructuras que hegemonizaron la fase estatal que hoy se acaba.
Si en Venezuela el control de la justicia y la policía secreta se convierte en un actor omnipresente en la política, en Ecuador y Bolivia la saña por eliminar todo tipo de disidencia, interviene especialmente el campo de las organizaciones sociales.El lenguaje progresista o nacionalista de izquierda con que se acompañan estas campañas muestra quizás la faceta más deteriorada de un fin de ciclo que, como maniqueísmo electoral, busca mantenerse como chantaje de que a pesar de todo lo otro siempre va a ser peor.
Contra alternativas que capitalizan la imagen negativa del progresismo en retirada dentro del juego electoral y mediático, como las de Sergio Massa en Argentina, Marina Silva en Brasil, Paco Moncayo en Ecuador, los miembros moderados de la Mesa de Unidad democrática (MUD) en Venezuela y posiblemente Carlos Mesa en el futuro de Bolivia, es implacable el ataque demarcador de la comunicación del progresismo. Sabe que sólo como centro, delimitando una amplia derecha y una ultraizquierda infantil para todo lo que surja desde su izquierda, podrá seguir siendo alternativa electoral, aun cuando ya no sea una verdadera alternativa política.
Es cierto que con el avance o radicalización conservadora, el progresismo detiene su retroceso y recupera un lugar político a la izquierda, que poco antes se desdibujaba de forma acelerada, después de una década de gestión pragmática y alianzas conservadoras. Para lecturas limitadas al juego institucional, el progresismo es una pieza del sistema que garantiza algunos consensos básicos, y cuya ausencia sólo beneficiaría a derechas que muestran eficiencia en un juego de marketing político, en el que hasta hace poco solo le iba bien al progresismo.
El fin de ciclo no significa que el progresismo no sea más una fuerza actuante. Podrá volver como parte de una nueva configuración en Argentina, o no dejar el poder en Bolivia, aunque un referéndum adverso a la repostulación de Evo Morales sigue generando dudas. En Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT) sigue componiendo gobiernos locales con fuerzas de derecha y habilitando a sectores políticos conservadores en el congreso. El fin de ciclo no es su desaparición institucional, sino lo contrario: su limitación a fuerza neutralizada.
Esta muerte sin entierro se relaciona con la inviabilidad de su forma de gobernar, su viabilidad electoral, sus alianzas parlamentarias, su relación con el sector productivo y empresarial, fatalmente deshecha por la crisis económica y un desgaste que se refleja en la desmovilización y pérdida de iniciativa. El progresismo, que adoptó el lugar de mediador entre sectores capitalistas y de trabajadores, recuerda la frustración histórica en este sentido de la socialdemocracia europea, y su letal acercamiento con un poder y formas de gobernar cuyo sentido histórico había sido el de combatir o controlar. Comprometido con un neoliberalismo que permitió la viabilidad del progresismo al precio de carcomerlo desde su interior, extrayendo cualquier resto de anticapitalismo, el progresismo dejó de garantizar consensos mínimos, y se convirtió en máquina política ajena a los consensos nacidos de las movilizaciones que anteceden su formación.
La falta de enfrentamiento a elites políticas, evitando cualquier medida que reduzca las ganancias desmedidas de los sectores privilegiados, fue desplegándose en un sinfín de decisiones ejecutivas cada vez más abiertamente conciliadoras con el poder tradicional. Así fueron haciéndose evidentes y visibles, medidas como la autorización de transgénicos, la promoción de minería a cielo abierto, la planificación de grandes obras como camino para garantizar la caja de la política y la planificación de infraestructura determinada por favores y afinidades.
El progresismo se retira después de haber entregado el comando de la economía a los mercados, con autorización de tratados de libre comercio, privatizaciones, ajustes de «austeridad» con recortes en lo social, aceptando la financiarización de la vida y la destrucción de tejidos comunitarios, barriales, o microasociativos. El desencanto que lo rodea, en momentos en que gobiernos más conservadores toman la posta, sólo desaparece cuando la reconstrucción se da por nuevos caminos, de experimentación creativa, desde abajo y con autonomía.
El progresismo contra la movilización
Para la izquierda de gobierno, la nueva época es aún el tiempo de evitar el desplome de formaciones políticas organizadas atrás de liderazgos fuertes, como los de Inácio Lula Da Silva, Cristina Fernández y Evo Morales, en sus probables nuevas candidaturas, o en el intento de que Nicolás Maduro termine su mandato y de que Rafael Correa pueda ver electo a su candidato. El juego político parece ya haber abierto una transición hacia un nuevo ciclo, cuyo perfil aún no está definido. La movilización es clave en este momento. Desde la ortodoxia progresista se desconfía de ella, se acusa a las jornadas de Junio de 2013, en Brasil, de haber desestabilizado la calma hegemonía del PT. En los países andinos organizaciones históricas de campesinos indígenas son criminalizadas cuando se oponen a las políticas y la mirada del progresismo.
Los líderes progresistas, con presencia importante en las encuestas, no alcanzan la popularidad de antaño, afectados por causas de corrupción y el desgaste de una economía adversa. Con un piso electoral alto, pero un techo bajo, las candidaturas presidenciales apuestan a seguir polarizando, pero se encuentran con antiguas bases distanciadas y alianzas sociales en buena medida desarmadas. Las grandes movilizaciones como las que generaron las condiciones para la llegada del progresismo, son ahora inexistentes. Hay movilizaciones con un núcleo conservador en Venezuela y Brasil. Pero el progresismo comete un error en reducir toda su composición a ese signo. En su periferia, estas movilizaciones suman sectores que en el pasado votaron por el progresismo, o participaron de ciclos de movilización como el encuentro de piquetes y cacerolas de diciembre de 2001 en Argentina, o sublevaciones como el Caracazo y las «guerras» del Agua y del Gas en Bolivia en 2000 y 2003.
Movilizaciones desde abajo por trabajo, derechos indígenas o reivindicaciones campesinas organizadas contra gobiernos progresistas, no generaron en estos ninguna apertura o reflexión. Al contrario, sólo las posiciones conservadoras de apelo popular y nacionalista, punitivas, integristas, contraria a derechos de minorías, fueron siendo asimiladas desde el discurso progresista, como reacción que buscaba revertir un retroceso en los antiguos bastiones, y que buscó también encontrar un salvavidas acercándose a la iglesia católica en los Andes, utilizar el mundial de fútbol en Brasil, o conflictos con países limítrofes en el discurso de Nicolás Maduro o el gobierno boliviano. Las alianzas que sostienen en el territorio o el Parlamento a los progresismos aún gobernantes, dan cuenta de este giro conservador que coincide con la consolidación gubernamental de estos gobiernos: sectores religiosos, financieros, depredadores de la soja y la minería, o de la política tradicional garantizan apoyo parlamentario, participan de gobiernos e intermedian en los negocios.
Si el kirchnerismo fuera del poder puede asociarse a protestas y movilizaciones impulsadas por sindicatos o universidades, no encabezando, pero como parte de las subjetividades e identidades que se reconfiguran en las calles después de su salida, el nuevo tiempo post-progresista parece presentarse de forma más cruda en la ya no incomún represión de manifestaciones como las ocurridas durante la copa del mundo en Brasil, en la marcha indígena de las tierras bajas en Bolivia, o con la persecución de fundaciones y ONGs ecologistas en Ecuador.
En Brasil, después de haber desdeñado las movilizaciones de 2013, el PT y Dilma Rousseff enfrentarían en 2015 inmensas movilizaciones pidiendo su salida y sin poder contrarrestar desde las calles la destitución. La CUT, central sindical afín al PT manifestó que no tenía dinero para organizar movilizaciones y la izquierda organizada se mostró sin reacción ni capacidad de expresarse en las calles frente a la ruptura de alianzas de un gobierno que en ningún momento intentó un giro hacia la izquierda, implementó un ajuste contrario a lo prometido en la campaña que llevó a Dilma por segunda vez a la presidencia, y terminó aislado por las elites con las que había co-gobernado por tres gobiernos.
Junto a un círculo de apoyo que se reafirma alrededor de un legado cristalizado en los años de aumento del consumo y disminución de la pobreza, otros perciben un relato grandilocuente y propagandístico, adepto con cinismo a las teorías de conspiración, o de críticas de las nuevas derechas que no se sostienen cuando revertidas contra la experiencia progresista de gobierno. Cuanto menor se vuelve la base social de apoyo, más alto y elocuentemente se evoca la disputa contra el neoliberalismo, el imperialismo y la derecha.
El avance de la derecha plantea desafíos para toda la izquierda y no sólo para la que apoyó o fue parte de gobiernos. Y uno de estos es dar respuesta al tema de la corrupción, mientras es eludido por un progresismo que se ve amenazado por esas denuncias, mientras se convierte en principal plataforma para el avance de nuevas derechas o justicieros de turbios proyectos para la sociedad. La renuncia a estar alineados con una indignación contrasta con la postura de cualquier izquierda o progresismo en alza, como en Perú, la India o España, o para el propio progresismo en su fase de formación como sentido común anti-neoliberal en los 90.
Las prácticas del poder, que afectan también al progresismo como uno de los participantes de un régimen con privilegios, negocios, favores y financiamiento ilegal de campañas, se diluyen como bloqueo progresista de una posible situación política que oponga las mayorías a los privilegiados. Con la victimización de los líderes progresistas y una presentación reduccionista de las investigaciones a operaciones de persecución política, escándalos de corrupción en Argentina, Venezuela, Brasil o Bolivia generan un aislamiento del progresismo que se produce en el exacto momento en que la posición de defensores del pueblo contra los poderosos ya no es más creíble.
La nueva época y las tres derrotas del progresismo
Una nueva época parece delinearse en el momento en que el progresismo deja de ser eje central. Con inevitables consensos y formas de funcionamiento que persistan, tanto a la izquierda como a la derecha se perfila un escenario que ya no será ni a favor ni en contra el progresismo. No es todavía una realidad nueva cuando el antagonismo sigue planteado contra la herencia o la corrupción del progresismo, tampoco cuando este es el foco de las guerras culturales conservadoras que, por corrupción o ideología, presentan al mismo como proyecto contrario a la moral de la nación.
Más allá de la polaridad, siempre hubo pactos interpartidarios, y también internos a la clase gobernante. La diferencia que marca el fin de un ciclo es que todo lo que pasa en el medio de los dos campos enfrentados, se vuelve más visible y relevante para entender o imaginar la realidad política. Esto ocurre en este momento, en que diputados y tendencias internas rompen con el PT, el PNUV PSUV??y el kirchnerismo. O los acuerdos congresales contra los gastos ilegales de campaña, que encuentran en la misma articulación a todos lo grandes partidos en Brasil, generan indignación de todo el espectro político. Al mismo tiempo, en este momento las calles se convierten en laboratorio de nuevas formas de organización, y la posibilidad de un encuentro entre sectores de clase media indignados con fuerzas sociales anticapitalistas o de resistencia, se presenta como fue en el ciclo de movilizaciones que abrió el ciclo progresista, como la política del 15M y Podemos tiene como desafío en España, y como no fue posible después de las masivas movilizaciones de 2013 en Brasil, pero quizás lo sea ya sin el progresismo intentando estar de los dos lados de la contienda.
El declive del progresismo se registró en Argentina con la candidatura de Scioli, antes que con su derrota; o con el PT brasilero abriendo las puertas a las políticas de austeridad, y con los gobiernos plurinacionales o bolivarianos casi indistinguibles, en su modelo de desarrollo, de los de Colombia o Perú, antes en las antípodas. Es un progresismo que ya no puede cumplir su papel. Fuera del Estado, el progresismo sólo existe como esperanza de volver a serlo. Como máquina de gestión ya sin Estado, el progresismo es primeramente superado por las luchas. Estas surgieron muchas veces contra el propio progresismo, notablemente las que enfrentaban el modelo desarrollista, o las que el progresismo asumía como consecuencias de sus alianzas conservadoras. En segundo lugar, el progresismo es superado por otras opciones que provienen del sistema y, desde la misma lógica de comunicación-polarización, se imponen como alternativa.
En tercer lugar, el progresismo en retirada no solo teme una sublevación que lo desconozca exigiendo los cambios que ya no puede representar, o a un candidato que haga mejor la representación de la opción electoral, que antes caracterizó al progresismo. También se deshace desde adentro, frente al desgaste producto de la presión de hombres de partido y también organizaciones sociales dependientes de sus recursos, que saldrán en busca de nuevos intermediarios, o de dispositivos de lucha que permitan incidir en las decisiones de nuevas autoridades.
[Tomado de http://nuso.org/articulo/el-fin-de-ciclo-progresista-sudamericano.]
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