Colectivo DesFace
* Sección extraida de la obra Contra el arte y el artista, que en versión completa es accesible en https://mega.nz/#!Xw4D0awB!_N7lEy9r8mS92ucbhd310XilFCHIC-g-2xcsFF28t4U.
El arte debe bajar de su esfera sacra y “secularizarse”, debe democratizarse, lo que significa, en su acepción más pobre y conservadora, situar los “productos” del arte en el espacio público, para dar a las masas (lo que en el imaginario fascista significa “población desposeída de talento, educación y cultura”) un acceso más expedito a esta “expresión sublime del espíritu”. El museo es la institución que cristaliza tal política. Exhibir las obras de los “grandes maestros” en dependencias públicas es la otra versión estatal de este concepto; hacerlo en bancos y empresas es la versión neoliberal. En todo caso, este filantrópico procedimiento sigue perpetuando la separación entre arte y vida, entre creador y espectador.
Por otro lado, politizar el arte no significa solamente trasladar la “lucha de clases” a una expresión artística, no es meramente plasmar sus contenidos de forma estética, o denunciar o expresar tal o cual realidad histórica en el arte, verlo así es una reducción. Politizar el arte es, también, dar una lucha formal al interior de su campo específico para derrumbar las formas tradicionales de expresión, revolucionar el lenguaje y encontrar una voz que represente las nuevas sensibilidades, los nuevos procesos espirituales y sociales. Lukács desestimó el aporte del surrealismo y de autores como Kafka, acusándolos de complicidad con el orden dominante; en cambio reivindicó el realismo y el trabajo de autores como Thomas Mann, encontrando en su obra una literatura realmente revolucionaria. Esto puede ocurrir sólo en un pensamiento crítico que aún está amarrado a la idea de que politizar el arte significa utilizarlo como herramienta de denuncia y de propaganda.
El realismo reclamado por Lukács cumplía la misión de ser un espejo de la realidad, de reflejar en la obra las miserias del mundo, de poner sus contradicciones de relieve, en un afán pedagógico. Ponía al arte en el mismo sitial que la Iglesia Católica lo hacía tanto en el período de oscurantismo medieval, como en el proceso de evangelización del nuevo mundo: el arte debía ser la manera de llevar los evangelios a aquellos pueblos ignorantes y bárbaros que no sabían leer ni escribir. El papel pedagógico del arte aparece siempre vinculado a grandes procesos de racionalización o control político. Ser fiel a la realidad (o ser fiel a las escrituras) es el mandato que otorga al arte un papel ideológico en los períodos de cambio social. Sin embargo, esta mirada responde a un concepto del cambio revolucionario que también es estrecho, no entiende que producir un ensanchamiento del lenguaje o de los modos de expresión también incide finalmente en las prácticas humanas (dinámica a la que se le podría denominar, en la esquemática jerga de la economía política, una determinación recursiva de lo ideológico sobre lo productivo). Pero esta tan especial forma de politización del arte, puede culminar en el mero formalismo (que ya hemos criticado antes), y en una autorreferencia que consolide aún más el carácter afirmativo de la cultura.
La voluntad de politizar el arte, propio de las vanguardias, ha tenido, entonces, dos caminos, que no son excluyentes, pero que sin embargo han marcado derroteros distintos, aunque con consecuencias análogas:
1. La tendencia a asumir los temas históricos y sociales y expresarlos en el lenguaje del arte, reduciendo el lenguaje del arte a una función pedagógica o de propaganda;
2. La otra tendencia ha alimentado y perpetuado la separación entre arte y vida al recaer, en su extremo, en el esteticismo.
Debido a la primera tendencia, a muchos artistas comprometidos con un proyecto político y social ya no les basta con el campo del arte y derivan naturalmente a la militancia en movimientos de la política formal (es frecuente la cooptación de estos artistas por el Estado, el Partido o el gobierno que, aparentemente, estaría llevando a cabo el programa revolucionario). Otros han seguido poniendo énfasis en los temas más formales, insistiendo en la fórmula del arte por el arte y en los aspectos estéticos, buscando acercarse a una idea de la perfección expresiva. En ambos casos la potencia de sus creaciones decae y pierde el ímpetu renovador que las animaba originalmente.
Se podría aventurar, a modo de definición, que las vanguardias artísticas y literarias son justamente el encuentro entre estas dos voluntades en un momento histórico determinado, en un contexto especial, favorable a su consecución. Luego, la subsecuente ruptura es necesaria y esperable, porque las vanguardias son la síntesis efímera de una contradicción permanente de la modernidad. Anida en ellas un deseo que también define a las vanguardias políticas: el de romper con lo antiguo, con las estructuras que determinan los modos de pensar y de actuar de una sociedad. En ellas pervive el espíritu de la revolución.
La revolución (entendida como un momento de aguda agitación social en busca de un cambio) se parece bastante a un carnaval (en la definición que de él hace Bajtín), y un carnaval no se puede sostener por mucho tiempo. La revolución permanente que proponía Trotsky ha sido históricamente una ilusión; lo que se impone siempre es lo contrario, el despotismo, el maximalismo, el estalinismo, el pinochetismo, el castrismo.
Tanto el período de la agitación prerevolucionaria, como aquel de la institucionalización o derrota de la revolución (que a nuestro modo de ver es lo mismo), son el momento de las vanguardias artísticas y literarias: éstas nacen y se alimentan tanto del auge como de la derrota de la revolución. Crecen tanto al amparo del entusiasmo ilusionado como de las voluntades traicionadas, de los esfuerzos revolucionarios que han sido desterrados de la política y que se han exiliado hacia el ámbito estético, que se han formalizado y que, por lo tanto, han perdido su peligrosidad y su carga crítica. Las clases instaladas en el poder tras los procesos revolucionarios han comprendido que mientras el arte siga perteneciendo al reino de la cultura afirmativa no ofrece ni resistencia ni riesgo. De hecho, las clases gobernantes estimulan su existencia, el poder se rodea de una élite artística e intelectual cooptada, a la que alimenta para que reproduzca (en tanto élite) la distancia entre arte y vida. Ese matrimonio se da por lo menos hasta el punto en que el arte vuelve a intentar regresar al terreno de la política.
Las vanguardias son la impotencia política manifiesta, son el impulso destructivo-creador orientado y relegado al campo del arte. En ellas se refugia el espíritu de la revolución, provocando una espiral de transgresiones formales, pero haciéndose cómplice de la instauración de un poder que sepulta en vida dicho espíritu.
El proceso que vive la vanguardia se podría resumir así: en principio canta a la revolución, es su entusiasta propagandista (en la fase de politización del arte); luego es su conciencia crítica, incluso su detractora, es la ironía de la vieja utopía traicionada, es desilusión y nihilismo; hasta que, finalmente, es pura autorreferencia, antes de convertirse en moda y en producto de mercado.
La derrota de los procesos de cambio, que ya viene prefigurada en la forma de las vanguardias políticas (en su deseo de poder), aleja a las vanguardias artísticas de la política. El nihilismo y la conciencia trágica de la historia se instalan en la experiencia de las vanguardias, inmovilizándolas respecto de la acción política. Ocurre, entonces, que la perspectiva crítica desata un relativismo paralizador, según el cual la infatuación del espíritu romántico en la historia se hace despreciable. De tal modo, y con mayor razón, las vanguardias se retrotraen de la arena social hacia el formalismo, la ironía, el juego intelectual o retórico y la ilusión estética.
Estas circunstancias hacen posible explicar por qué las vanguardias, pese a que históricamente hayan postulado la reconciliación de arte y vida (la politización del arte y su muerte), recaen cíclicamente en la fórmula del arte por el arte, como si hubiese una especie de redención en el cultivo de lo sublime.
Pero también hay otra conciencia operando en este movimiento, la percepción subversiva de que el arte en sí mismo es la realización de un acto inútil (para los parámetros de la ideología del trabajo y la acumulación capitalista), es la expresión de la imaginación, de la creatividad y el ocio improductivo. Pero ya sabemos que el arte por sí mismo no tiene un valor intrínseco, que sólo lo adquiere en la relación que entabla con el medio y con la manera en que circula, y, al mismo tiempo, sabemos que su contenido no es suficiente para configurar una transgresión, ni siquiera en la función pedagógica que le han asignado tanto Lukács como Brecht. Entonces, ¿cómo habría que ver o imaginarse el modo en que se puede salir de este ciclo, aparentemente inevitable, en el que se ha dado vueltas la modernidad en los últimos tres siglos y politizar efectivamente al arte? Creemos que la única salida es la destrucción o vaciamiento del campo del arte.
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