Rafael Cid
“Lo
universal es lo local sin muros”
- Miguel Torga
En la actualidad
resulta un lugar común entre muchos historiadores resaltar el extraordinario
número de publicaciones existentes sobre la Guerra Civil Española de 1936-1939,
a pesar de su carácter nacional. Hasta el punto de que no pocos estudiosos
advierten que, en términos relativos, existe más bibliografía sobre esta
contienda que de las dos guerras mundiales habidas durante el siglo XX. Como
explicación de la aparente “anomalía” se aduce el carácter polisémico que tuvo
aquel enfrentamiento en la península ibérica. Ciertamente, algunos trabajos se
han centrado en destacar el elemento fratricida de la guerra. Otros han puesto
el foco en la lucha de clases que entrañaba. Y han sido también numerosas las
investigaciones referidas a la vertiente internacional, analizando la
intervención de Mussolini y de Hitler a favor del bando franquista, y de Stalin
por el republicano. Incluso, como corolario, tampoco han faltado textos
referidos a la ola de solidaridad que despertó la defensa de la Segunda
República frente al alzamiento militar entre muchos demócratas del mundo, apoyo
visualizado en la creación de las Brigadas Internacionales.
Seguramente a este
inusitado interés contribuyó en buena medida la presencia en el campo de
batalla, como enviados de distintos medios informativos o como simples
combatientes, de conocidos escritores e intelectuales. Una larga nómina que
engloba a figuras como Ernest Hemingway, W. H. Auden, John Dos Pasos, Arthur
Koestler, Kim Philby, Stephen Spender,
Ilya Ehremburg, Mijail Koltsov, André Malraux, Saint-Exupéry, Octavio
Paz, Simón Weill o Georges Bernanos, entre otros muchos de parecido relieve que
han dejado relatos sobre aquella experiencia (existen más de 2.000 novelas con
temática centrada en la guerra). Aparte
de otras personalidades que andando el tiempo adquirirían notoriedad en la
política mundial, como el italiano Pietro Nenni, el alemán Willy Brand o el
yugoslavo Josip Broz Tito.
Aún así no fue hasta
bien entrada la década de los sesenta cuando se empezó hablar de la “revolución
española” y de la decisiva participación que en su desarrollo tuvo el
“movimiento libertario”, episodio social que había sido postergado en la
narración convencional, habitualmente monopolizada por el relato de las
maniobras militares y las intrigas partidarias. Antes de esa “ruptura
epistemológica”, en líneas generales la guerra de España era tratada como un
conflicto armado donde confrontaron por vez primera las ideologías fascista y
comunista, atribuyéndose a esta última la representación casi exclusiva del
“antifascismo”. Sin tener demasiado en cuenta, por parte de esta tendencia
bibliográfica entonces mayoritaria, que el Partido Comunista de España (PCE)
era prácticamente inexistente en los años inmediatos a la guerra, siendo por el
contrario el sindicato anarcosindicalista CNT (Confederación Nacional del
Trabajo) la organización obrera más numerosa y arraigada del país.
Esta visión sectaria y
discriminatoria de “matonismo intelectual”
se debilitó al aparecer trabajos “políticamente incorrectos”, hasta
entonces marginados por la hegemonía ideológica-cultural de la estela dejada
por la exitosa Revolución Rusa. Autores como George Orwell, Burnet Bolloten,
Noam Chomsky, Gastón Leval, John Brademas, Vernon Richards, Frank Mintz, Hans
Magnus Enzensberger, Xavier Paniagua o Walter L. Bernecker, no solo discutían
el liderazgo político-social de los contendientes comunistas sino que llegaban
a señalarles como parte del problema y no de la solución, complejizando la
mainstream sobre la guerra. La historiografía disidente, que nació de la
necesidad de los vencidos por hacer oír su voz, sacó a la luz aspectos poco
tratados o directamente silenciados por los escritores de la crónica oficial. Seguramente fue la aparición en
1969, dentro de la editorial parisina Ruedo Ibérico, de la obra de José Peirats
La CNT en la revolución española, el primer referente en cuestionar de manera solvente la “epopeya comunista”.
Se trata de un texto
canónico cargado de claves sobre ese “vivir la utopía” que significaba la gesta
libertaria en la práctica, como dejó bien patente el espléndido documental del
mismo nombre (https://www.youtube.com/watch?v=-uSIYJxknS4). Primero, porque el
libro de Peirats solo alcanzó a ver la luz en un sello comercial dieciséis años
después de haber sido publicado internamente por la propia central
anarcosindicalista en el exilio francés, y ello una vez la revuelta de mayo del
68 “redescubriera” las ideas anarquistas para las nuevas generaciones. Y en
segundo lugar, debido a la propia personalidad de su autor. Que fuera
precisamente un obrero manual autodidacta, de oficio alpargatero, y no un
intelectual erudito o un historiador
profesional, quien escribiera el texto más importante sobre la contribución de
la CNT a la guerra, resulta elocuente de
lo que aquella tragedia representó como choque cultural y de la tergiversación
efectuada por nazi-fascistas y comunistas abusando de su mayor relevancia
mundial. Una interferencia que se convertiría en funesta complicidad cuando,
apenas cinco meses después de concluir la Guerra Civil Española, los ejércitos
de Hitler y Stalin de la mano invadieron Polonia y los Balcanes, desencadenando
con ello la Segunda Guerra Mundial.
El pacto de no agresión
germano-soviético (en realidad un pacto de agresión contra los países del
entorno) es uno de los episodios más bochornosos de la historia contemporánea,
porque ha permitido una interpretación unilateral, viciada y descontextualizada
sobre unos hechos que tuvieron un origen diametralmente opuesto. Al privilegiar
el resultado de aquella guerra, con una URSS vencedora al lado de las potencias
antifascistas, sorteando el impacto que sobre el estallido del conflicto tuvo
la alianza bélica entre Hitler y Stalin (1939-1941), se distorsionaba la
realidad de los hechos, contribuyendo a potenciar el imaginario izquierdista de
que en determinadas latitudes aún goza el comunismo. Afrenta intelectual que se
mantuvo hasta los trabajos pioneros de Hannah Arendt revelando una misma
identidad totalitaria en ambos regímenes. Gracias a la alianza secreta con la
Alemania nazi, Stalin pudo anexionarse por la fuerza seis naciones con las que
compartía fronteras por su flanco oeste.
Sin embargo, los hechos
de la Guerra Civil Española ya prefiguraban esa impostura despótica e
imperialista por parte de Moscú. En pleno 1937, cuando los agentes del
Komintern acosaban a las fuerzas
situadas a la izquierda del PCE que, como la CNT y el POUM (Partido Obrero de
Unificación Marxista), mantenían viva la llama revolucionaria, las purgas
estalinistas hacían estragos en el Kremlin. Los llamados “procesos de Moscú”,
que culminaron con el asesinato de una parte de la vieja guardia bolchevique y
diezmaron a la cúpula del Ejército Rojo, tenían como objetivo último borrar pistas sobre la extraña fraternidad que
desde 1917 ligó a la URSS con Alemania. Aparte de sembrar el terror para
imponerse como líder único, Stalin utilizó las purgas para eliminar testigos
incómodos de su agenda oculta.
Un oscuro expediente
que en realidad encerraba un relicario de pactos secretos habidos a lo largo de
más de dos décadas. En el primero, la plana mayor del ejército alemán financió
el viaje de Lenin en un tren sellado desde su exilio en Suiza a la estación de
San Petersburgo en Leningrado, donde el 3 de abril de 1917 llegó dirigente bolchevique para encabezar la Revolución de Octubre. El segundo, como si
consistiera en una especie de devolución de favor, consistió en la firma del
tratado Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, acuerdo por el que la Rusia
soviética salía de la Primera Guerra Mundial al sellar la paz por separado con
el Imperio Alemán, cediendo Finlandia, Polonia, Besarabia, Estonia, Lituania,
Ucrania, Livonia y Curlandia al capitular ante los imperios centrales. Y el
último acto se escenificó en 1922 en la
localidad italiana de Rapallo, cuando plenipotenciarios de ambos gobiernos
acordaron utilizar el territorio soviético para entrenamiento del embargado
ejército alemán, saboteando así los Tratados de Versalles que imponían la
desmilitarización y el desarme de Alemania. Muchos revolucionarios de primera
hora y militares de graduación eliminados por orden de Stalin habían colaborado
en esos operativos que culminaron con el pacto entre los dos dictadores. En el
libro Tierras de sangre, Timothy Snyder hace una descripción rigurosa de esa
confluencia criminal.
Todo eso ocurría en
Moscú mientras las potencias democráticas contemplaban en silencio la masiva
asistencia soviética en armas y asesores militares para ayudar al proletariado
español (en realidad se pagó con todas
las reservas de oro del país) en su lucha contra el fascismo. Porque el Estado
que el general Francisco Franco quería derribar con el alzamiento militar del
18 de julio era una <<república democrática de trabajadores de toda
clase>>, según el artículo 1 de la Constitución de 1931. Estamos hablando
de una guerra que duró tres años en uno de los países menos desarrollados de
Europa, en su costado mediterráneo y a escasos kilómetros del norte de África,
mar Mediterráneo por medio. Esa España cuya guerra conmovió al mundo era en los
años treinta del siglo pasado una nación con una economía atrasada,
fundamentalmente agrícola, con escasa infraestructura industrial, radicada
sobre todo en el norte catalán y vasco, y una población de unos 24 millones de
personas con altos índices de analfabetismo. En ese contexto, dominado por una
oligarquía latifundista y una iglesia profundamente retrógrada, tuvo lugar el
choque entre “las dos Españas”, la conservadora e integrista y la que porfiaba
por una democracia social avanzada ahondando en la senda liberal abierta por
las Cortes de Cádiz de 1815 y en los brotes verdes de la abortada experiencia
federalista de la Primera República de 1873.
Como de lo que se trata
aquí es de señalar el aliento libertario que inspiró la guerra civil, no vamos
a hacer un relato exigente de lo que significó la contienda en el plano bélico,
cosa más propia de los libros de historia, pero sí de aquellos pasajes que
jalonaron su impronta revolucionaria. En síntesis esa perspectiva se refleja en
cuatro grandes momentos: el rechazo de la tentativa golpista en Madrid y
Barcelona; la entrada de la CNT en el gobierno republicano; la represión
estalinista de mayo del 37; y la puesta en marcha de las colectividades. Episodios todos ellos que permiten
desenmascarar la confabulación de la mentalidad totalitaria contra la
facticidad de la democracia directa y radical implícita en todo proyecto
autogestionario, solidario y emancipatorio a escala humana. Volveremos a ello
más delante.
La sublevación militar
liderada por el general Franco contra la Segunda República fue frenada en seco
en las dos ciudades más importantes del país, Madrid y Barcelona, nada más producirse “el alzamiento”, lo que
haría que la guerra se prolongara durante tres largos años. Ese fracaso inicial
fue posible por la movilización espontánea de una gran parte de la
población que se unió a las fuerzas
leales al régimen, derrotando a los amotinados antes incluso de que lograran
salir de sus cuarteles para ocupar los centros de poder. Y fueron
principalmente los afiliados y simpatizantes de la central
anarcosindicalista CNT y de la
socialista Unión General de Trabajadora (UGT) quienes, ante inacción de las
autoridades, asumieron desde el minuto uno el protagonismo de la defensa de
aquella Constitución de trabajadores. El relato de aquella gesta popular fue
efectuado por el periodista libertario Eduardo de Guzmán, testigo directo de
los hechos, en el libro Madrid Rojo y Negro.
De este modo, fue el
pueblo en armas integrado por milicianos y soldados quien desde el primer
instante cargó con la responsabilidad de parar al fascismo en la calle. Un protagonismo que tuvo en el conjunto del
movimiento libertario (Confederación Nacional del Trabajo, Federación
Anarquista Ibérica y Juventudes Libertarias) tanto al músculo como al cerebro
de la contraofensiva, dado que al producirse el pronunciamiento franquista solo
la organización cenetista contaba ya con cerca de un millón de afiliados
fogueados en la dura lucha sindical. Esa relativa hegemonía libertaria,
destinada por mérito propio a condicionar los primeros meses de la contienda,
sería lo que los comunistas españoles a las órdenes del Komintern sabotearían
más adelante, controlando a los mandos del ejército imponiendo “comisarios
políticos” y recabando para sus cuadros
los puestos de mayor relieve en la administración republicana como fedatarios
de “la ayuda” recibida de Stalin. Para ello hicieron campaña contra las
milicias anarquistas acusándolas de que al <<hacer la revolución al mismo
tiempo que la guerra>> favorecían al enemigo.
Ante la atonía del
primer ejecutivo republicano salido de las urnas que dieron el triunfo al
Frente Popular en febrero 1936, se procedió a formar un nuevo gobierno de
concentración nacional capaz de dar una respuesta eficaz al desafió fascista.
El gabinete entrante, constituido en noviembre de ese mismo año, estuvo
presidido por el socialista Francisco Largo Caballero y contó con la novedad de
incluir entre sus miembros a cuatro destacados militantes de la CNT y de la FAI
(Federación Anarquista Ibérica). Algo que chocaba frontalmente con la identidad
antiautoritaria del anarquismo y que nadie había previsto cuando en el IV
Congreso de la CNT celebrado en Zaragoza dos meses antes de estallar la guerra
fueron ratificados sus tradicionales principios de no colaboración
gubernamental. Federica Montseny, en la cartera de Sanidad; Juan López en
Comercio; Juan García Oliver en Justicia; y Joan Piero en Industria, fueron las
personas designadas por el Comité Nacional de la CNT para pilotar esa coyuntura
histórica.
A pesar de tratarse de
un gobierno de guerra en una situación excepcional, el acuerdo provocó fisuras
en los órganos confederales y fue vehementemente discutido por unas bases que
creían ver en los nombramientos una operación encubierta para diluir el proyecto
revolucionario del anarcosindicalismo. No obstante, había un cierto grado de
coherencia entre el hecho de entrar en un gobierno de emergencia nacional y la
circunstancia de que la central cenetista hubiera contribuido a la victoria del
Frente Popular al dejar libertad de voto a sus afiliados en las elecciones. Por
lo demás, en los escasos seis meses que duró el equipo de Largo Caballero, los
ministros de la CNT-FAI dieron prueba de su capacidad de gestión plasmando en
leyes algunas de sus reivindicaciones programáticas. Especialmente notable fue
la labor de Federica Montseny en terrenos hasta entonces tabú como la
interrupción del embarazo en hospitales públicos, la protección integral de la
infancia o los liberatorios de prostitución. Por su parte, García Oliver, uno
de los hombres claves en la defensa de Barcelona contra los fascistas, eliminó
las tasas judiciales para hacer efectiva la justicia gratuita; destruyó los
registros de antecedentes penales;
derogó la Ley de Vagos y Maleantes; elevó a categoría legal la teórica
igualdad entre hombres y mujeres; cerró las cárceles clandestinas de los
partidos políticos; y prohibió las excarcelaciones extrajudiciales, evitando
que “las sacas” fueran utilizadas para eliminar prisioneros y adversarios
políticos.
Los sucesos de mayo de
1937 en Barcelona no solo significaron el ocaso del gobierno de Largo Caballero
sino también el ascenso político del PCE en la dirección de la guerra y en el
dominio de los órganos de decisión. La excusa fue el ultimátum de los comunistas
para que las milicias cenetistas desalojaran la sede de la Telefónica en la
ciudad, bajo su control desde que derrotaran en las calles a los sediciosos.
Cuando, después de cinco días de duros enfrentamientos, los comunistas con
ayuda de los Guardias de Asalto lograron su objetivo, se hizo visible que lo
que aquellas jornadas de “guerra civil en la guerra civil” encubrían era el
propósito de los emisarios de Stalin de yugular la revolución española. Lo que
se tradujo en una encarnizada persecución contra anarquistas y trotskistas del
Partido de Unificación Marxista (POUM), uno de cuyos dirigentes, Andrés Nin,
desapareció víctima de los sicarios estalinistas sin que hasta la fecha se
hayan recuperado sus restos. El escritor inglés George Orwell, que trabajaba
como corresponsal de guerra en las filas del POUM, describió puntualmente esos hechos en el
libro Homenaje a Cataluña, una obra que se ha convertido en testigo de cargo de
la acción contrarrevolucionaria del comunismo. Aquella experiencia le inspiraría
más tarde dos de sus obras más famosas, la sátira del estalinismo Rebelión en
la granja y la distopía futurista 1984, donde Orwell muestra los mecanismos de
dominación totalitaria ejercidos a través de la propaganda y del control de la
información.
Pero la piedra de toque
de la revolución libertaria, el locus donde se visualizaba el ideal anarquista
por antonomasia, estuvo en las colectividades. Nunca hasta ese momento ningún
país había realizado un proyecto de transformación social de esa magnitud. Millones
de hombres y mujeres movilizados, decenas de miles de hectáreas de territorio
afectadas en varias regiones distintas, retrataban a un proletariado militante
comprometido en hacer realidad un mundo nuevo al mismo tiempo que luchaba
contra los golpistas franquistas. Una experiencia inédita en los anales de la
emancipación que descansaba sobre el hecho incontrovertible de que solo
aquellos que defienden lo que siente suyo pueden aspirar a cambiar la vida y no
limitarse a soportarla. Reto que aplicaba a la realidad diaria, en momentos de
extrema dificultad, el clásico dicho castellano <<predicar con el
ejemplo>>. Aforismo afín al del <<apoyo mutuo>>, inscrito en
el código ético del movimiento libertario que, en su aceptación más cabal, ha
inspirado la lógica de la
<<propaganda por el hecho>>.
El fenómeno de la
colectivización de la producción que se implantó durante la Guerra Civil
Española se puede analizar desde muchos puntos de vista. Pero merecería la pena
acercarnos a su definición más sencilla y elocuente porque demuestra que el
esfuerzo hecho por ese <<vivir la utopía>> no significaba otra cosa
que plasmar en la práctica social la definición académica del concepto
“economía”. Esa que el neokeynesiano Paul A. Samuelson, en su clásico manual
Curso de Economía Moderna, describe como <<el estudio de la manera en que
los hombres y la sociedad utilizan
–haciendo uso o no del dinero- unos recursos productivos escasos para obtener
distintos bienes y distribuirlos para su consumo presente o futuro entre las
diversas personas y grupos que componen la sociedad>>. Recursos escasos,
susceptibles de usos alternativos, para satisfacer necesidades humanas. Eso y
nada más es lo que representaron las colectividades. Una obra constructiva de
reparto equitativo de los bienes comunes que, por la pureza de su
planteamiento, implicaba una revolución. Un nuevo paradigma que amenazaba los
principios inequitativos de la sociedad de la época y de todos los sistemas
políticos jerárquicos basados en el dominio y la explotación, a diestra y
siniestra. Tal era su grado de subversión.: la autogestión del bien común.
En este contexto parece
pertinente recoger lo que sobre la experiencia colectivista en la Guerra Civil
Española dijeron algunos de los historiadores emblemáticos de la corriente
“revisionista”. Para el francés Gastón Leval fue el momento en que se plasmó el
ideal anarquista de <<la libertad como base, la igualdad como medio, la
fraternidad como fin>> (Colectividades Libertarias en España, p. 17).
Según el inglés Vernon Richards supuso <<un experimento social más
interesante que cualquier otro, más aún que el ruso; porque fue un movimiento
improvisado y espontáneo del pueblo>> (Enseñanzas de la revolución
española, p.117). En opinión del alemán Walter L. Bernecker se trató de un
intento de <<transformar en praxis en la base de la sociedad una
democracia llena de contenido social>> (Colectividades y revolución
social, p.447). Y, finalmente, el español José Peirats precisaba así sus
características: << Este sistema tenía por base la explotación en común
por los trabajadores de las fábricas, empresas y fincas abandonadas o
incautadas. Los patronos dispuestos a colaborar eran incorporados como otros
tantos colectivistas, o bien –caso de los pequeños propietarios y artesanos- se
les permitía la explotación individual de sus industria o de la parte capaz de
cultivar por su solo esfuerzo familiar, a condición de no emplear mano de obra
asalariada>> (La CNT en la revolución española , tomo 1, p. 274).
Vemos en estas
notas definidas algunas de las
principales señas de identidad del fenómeno colectivizador. A saber: que su
actividad, con diversa intensidad, se extendió a todos los ramos de la
actividad productiva, (agricultura, ganadería, industria, servicios y
empresas); que existió una voluntad inicial de conjugar los principios
libertarios con la imperiosa necesidad de atender las necesidades de la
población; y que se intentó evitar que la fórmula colectivizadora fuera utilizada para un ajuste
de cuentas contra los “enemigos de clase”, reduciendo al mínimo las
expropiaciones forzosas. Quizás porque existía la experiencia histórica de lo
ocurrido en Rusia, donde se procedió al despojo violento de las tierras por el
Ejército Rojo, provocando el rechazo del mundo campesino y los años de hambruna
consiguientes ante la ineficacia de los burócratas soviéticos para poner en
rendimiento las tierras. Curiosamente, eso no evitó que fueran precisamente los
“hombres de Moscú” en el gobierno quienes instigaran la ofensiva contra las
colectividades, intentando granjearse el favor del pequeño y mediano empresario
rural desafecto.
Cataluña, Aragón, la
región levantina (Valencia y Murcia) y las dos Castillas fueron las zonas donde
las colectivizaciones tuvieran mayor presencia. Un total de más de tres
millones de personas y cerca de 2.000 colectividades estuvieron involucradas en
el empeño. Y si bien la CNT fue su principal elemento dinamizador, también hubo
colectividades gestionadas por la UGT y, en muchas menor medida, por miembros
del PCE. Especialmente significativo fue lo sucedido en las tierras aragonesas,
donde unos 600 pueblos colectivizados pusieron en práctica su plan de
transformación social y de “apoyo mutuo”, sirviendo además a las necesidades de
avituallamiento del frente, bajo la dirección técnica-administrativa del
Consejo de Aragón. De la simbiosis revolucionaria que se estableció entre el
pueblo en armas y en las colectividades, como consigna el profesor Alejandro R.
Díez Torre, da idea el hecho excepcional de que Aragón fue <<el único
caso de territorio reconquistado a los sublevados contra la República>>
(Trabajan para la eternidad, p. 12).
El balance que este
autor hace del trabajo en esas colectividades contiene la refutación de uno de
los mitos principales del capitalismo, el de que solo la propiedad privada de
los medios de producción y la competencia aseguran riqueza social. Así podemos
leer que <<el paisaje agrario colectivo cambió cuando centenares de
arados mecánicos, segadoras y trilladoras poblaron los campos y -en el plazo de
solo un año- elevaron la mecanización de labores campesinas al 50%>>,
dándose <<incrementos agrícolas, durante 1937, del 20% sobre años
precedentes>>. Todo ello en plena
guerra y sometiendo las decisiones
estratégicas al consenso de las asambleas en régimen de democracia directa. Un
know-how comunitario y sostenible que se vería ratificado a nivel científico en
los estudios de Elinor Ostrom sobre las instituciones de acción colectiva,
investigaciones que merecieron el Premio Nobel de Economía en el año 2009.
Las colectividades
puestas en funcionamiento durante la Guerra Civil Española no eran solo
unidades de explotación económica. Junto a esa actividad central existía la
comuna, un espacio donde se expresaba la sociedad civil sin autoritarismos degradantes.
Además de facilitar suministros para el frente, servir a las tropas para recuperarse de la fatiga de
guerra, el autogobierno de las familias allí congregadas creó sus propias
normas de solidaridad y convivencia. Hasta podría hablarse de que en su seno se
impulsaron medidas precursoras de lo que luego se llamaría “Estado de
bienestar”. El salario familiar; la
exención de trabajar a los menores de 15 años y mayores de 60; la pensión para
las viudas; el mantenimiento de los huérfanos; el cuidado de los inválidos,
entre otras medidas sociales, eran estipulaciones frecuentes en muchos
estatutos de las colectividades agrarias. También la abolición el dinero como
medio de pago interno. Un esbozo de cosmopolitismo sostenible, erigido desde el
eslabón de la democracia de proximidad, que recuerda el enunciado del gran
escritor portugués Miguel Torga <<o universal é o local sen
paredes>>.
Y es que, aparte de la
organización horizontal cooperativa, las colectividades se estructuraban además
sobre un eje vertical ascendente y confederal que aportaba coherencia solidaria
y apoyo técnico al conjunto. Los Consejos Municipales y Comarcales parecían
responder al principio colaborativo de <<uno para todos y todos para
uno>>, favoreciendo las transferencia de conocimiento y la asistencia
mutua entre las diferentes unidades económicas de cada zona. Esta red de nodos
productivos y convivenciales a escala humana, de abajo arriba, ha sido también
objeto de interés por parte de algunos sociólogos y economistas que objetan al
modelo de concentración económica y política que rige en el capitalismo como un
factor de desigualdad e ineficacia. Incluso algunas de las propuestas más
innovadoras en este ámbito se inspiraron en la experiencia de las
colectividades. Es el caso del austriaco Leopold Kohr, Premio Nobel Alternativo de 1983 y autor de
la célebre expresión <<lo pequeño es hermoso>>, utilizada para
denunciar la ideología del gigantismo. Un concepto que le fue inspirado por el estudio de las
colectividades de Aragón durante su estancia en España como corresponsal de
guerra independiente. Su heredero intelectual, Fritz Schumacher, alcanzó
reconocimiento mundial en 1970 con un libro del mismo título, en la actualidad
considerado vademécum de la economía sostenible.
Desconocemos qué futuro
esperaba a las colectividades libertarias porque las mataron sus adversarios ideológicos mucho antes de que lo
pudieran hacer los propios franquistas. En su camino para acaparar todo el
poder para el partido, el PCE instrumentalizado por la URSS se impuso como
objetivo acabar con esa experiencia antiautoritaria poco después de haber
conseguido borrar del mapa a sus antagonistas del POUM. Aunque en esta ocasión
no bastó con la acción soterrada de pistoleros y checas, siendo preciso
movilizar a las unidades del ejército republicano bajo su influencia para dar
el tiro de gracia a aquella experiencia histórica de revolución social. El
dudoso honor de desmantelar las colectividades y reintegrar las tierras en
explotación a sus antiguos propietarios fascistas correspondió a Enrique
Lister, dirigente estalinista formado militarmente en la Academia Frunze de
Moscú, quien al frente de la XI División disolvió el emblemático Consejo de
Aragón y detuvo a sus dirigentes con las mismas prácticas mafiosas. Culminaba
de esta forma la ola reaccionaria iniciada meses atrás en Cataluña con el golpe
de mano anticenetista.
En este punto es donde
suelen acabar habitualmente las historias sobre las colectividades. Pero eso
supone mostrar solo la parte emergida del iceberg. Lo que constituyó el
principio activo de la revolución española no se puede avistar en toda su
integridad analizando solo los efectos. Es preciso remontarse a las causas
primeras para conocer qué lo hizo posible, cuál era su aliento vital. Como escribió
el sabio Carlos Linneo <<natura nom facit saltus>> (la naturaleza
no da saltos), y pensar que la transformación social que emprendió una parte del pueblo español en armas contra
el fascismo fue un acto sobrevenido o improvisado incide en la categoría del
pensamiento mágico. Los hombres y mujeres de la quinta del 36
eran el último eslabón de un proletariado militante forjado en el
racionalismo crítico, el apoyo mutuo y la apuesta libertaria. Gentes que, como
dijo Buenaventura Durruti al periodista canadiense Von Passen en el frente de
batalla, <<llevan un mundo nuevo en sus corazones que crece a cada
instante>>.
El humus que dinamizó
aquel espíritu indómito se incubó gracias a la emergencia de una sociedad
paralela al Estado y la Iglesia promovida por el espíritu librepensador, cuyo
punto álgido estuvo en la fundación en Barcelona de la Escuela Moderna, por
Francisco Ferrer y Guardia en 1901, sobre la pauta de <<una educación
racionalista, secular y no coercitiva>>. Fue medio siglo de cultura y
acción anarquista, sembrando “la Idea” a
través de los múltiples ateneos y asociaciones de todo tipo, con actividades
que iban desde la instrucción obrera al feminismo, para impulsar la autonomía
personal frente a la delegación suplantadora de la propia experiencia.
Conferencias, debates, cursillos, escuelas diurnas, cursos nocturnos, lecturas,
bibliotecas, periódicos, revistas, libros, folletos, veladas artísticas,
excursiones campestres, naturismo, nudismo o enseñanza del esperanto, figuraban
en el plantel de extensión cultural del
universo libertario para la plena emancipación.
Una forma de ser en el
mundo que entroncaba con los dos principios rectores establecidos
en la Primera Internacional. Aquel que primaba <<la emancipación
de los trabajadores ha de ser obra de los trabadores mismos>>, y su
complementario <<no más deberes sin derechos ni más derechos sin
deberes>>. Igualdad, libertad, fraternidad y responsabilidad a través de
la herramienta política del autogobierno como proyecto de una auténtica democracia
social y humanista. Según el estudio realizado por el investigador Francisco
Javier Navarro Navarro, solamente en la comarca levantina durante la Segunda
República operaban 54 ateneos libertarios: 16 en Valencia-Ciudad, 16 en
Valencia-Provincia; 17 en Alicante-Provincia; y 5 en Castellón-Provincial
(Ateneos y Grupos Ácratas, pp.583 a 584).
Todo lo expuesto no
significa ocultar ni excusar la parte negativa de la tragedia humana que asoló
a España durante un trienio a causa del golpe militar. También la izquierda
cometió errores, excesos y se dieron situaciones
totalmente reprobables. Por acción y por omisión. Y no solo al dar rienda suelta, en este caso
con especial incidencia en el sector ácrata, a su visceral anticlericalismo,
que en ocasiones alcanzó a convertirse en persecución religiosa. Ahí no hay
nada para vanagloriarse, sino todo por rectificar. Desmanes y hostilidades, en
cualquier caso, muchas veces utilizados como válvula de escape por las
humillaciones y privaciones a que las clases populares se vieron sometidas
durante generaciones por el poder caciquil y sus correligionarios institucionales. No hay nobleza en la guerra,
ni honor, aunque sea en defensa propia. Toda guerra siempre es incivil.
Para finalizar, y solo
como apunte de perfil filosófico. Hacer notar que el proyecto de las
colectividades permitió explorar uno de los nudos gordianos del anarquismo: la
dificultad del sujeto autónomo en una sociedad holísticamente heterónoma. Y lo
hizo demostrando en la práctica que el proceso transformador es viable si está
en la cabeza de las personas, si se produce una nueva conciencia en el
individuo como <<zoon politikón>> (de abajo arriba), y nunca al
revés, como pretendieron los bolcheviques, imponiendo prácticamente por decreto
la mentalidad revolucionaria desde el aparato del poder (de arriba abajo). En
el primer caso se sigue el modelo cooperativo de Bakunin <<soy libre solo
cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libre>>. En
el segundo entra en acción la fórmula delegativa de Lenin que, al considerar la
libertad de uno en competencia con la libertad de los otros, reproduce la ideología liberal y con ello la necesidad
del Estado como árbitro supremo. Precisamente la deriva tomada por la Guerra
Civil España al imponerse la doctrina heterónoma comunista demostró el fracaso
de ese planteamiento. Se abortó la revolución social y se perdió la guerra.
Visto con la
perspectiva que ofrece el ochenta aniversario de la Revolución Española, la
pregunta pertinente sería cuál es el legado del “positivismo libertario” que
reflejaban las colectividades, y la respuesta es que ha sobrevivido más allá de
las siglas y las coyunturas como un anarquismo nómada, incrustado en el
quehacer diario de la gente. Fenómenos como la rebelión de los indignados del
15-M y su capacidad expansiva, prueban la vitalidad del antiautoritarismo mientras
la otra gran ideología de la familia socialista, la autoritaria del proclamado
“socialismo científico”, ha pasado al álbum de la historia. Hoy el anarquismo
sigue vivo pero sin denominación de origen, ni clichés, ni carnets, y aparece
polinizándolo todo como la principal alternativa vital al oxímoron de la
<<democracia capitalista>>. Tanto a nivel colectivo como en el
ámbito individual, el activismo emancipatorio se han instalado en la vida real,
hermanando redes de apoyo mutuo, acción directa y autogestión que
<<crecen a cada instante>> para constituir un nuevo imaginario
social a escala humana. Aún a riesgo de
caer en el vicio del presentismo, podría decirse que ese aliento vital ha
terminado contagiando a otras tradiciones culturales, teóricamente distintas y
distantes, como las “primaveras árabes “. Un amotinado egipcio de la Plaza de
Tahrir razonaba así su experiencia en un blog:<<Nos dimos cuenta que de
hecho la organización estatal era la desorganización máxima, porque se basaba
en la negación de la facultad humana de organizarse>>.
El nuevo anarquismo existencial, que en el crisol del
36 era sobre todo militante, obrerista y agresivo, se ha hecho proactivo,
disidente, multiforme y cotidiano, que surge por doquier como por generación
espontánea. Un exponente de este anarquismo antagonista lo encontramos en el
insólito gesto del artista Santiago Sierra, uno de los creadores españoles de
mayor reconocimiento mundial,
representante en la Bienal de Venecia, al renunciar públicamente al
Premio Nacional de Artes Plásticas 2010 concedido por el gobierno español en
protesta por las barbaries y atropellos del Estado y del Capital. Con este
rotundo argumentario ético: <<Este premio instrumentaliza en beneficio
del Estado el prestigio del premiado. Un Estado que pide a gritos legitimación
ante un desacato sobre el mandato de trabajar para el bien común sin importar
qué partido ocupe el puesto. Un Estado que participa en guerras dementes
alineado con un imperio criminal. Un Estado que dona alegremente el dinero
común a la banca. Un Estado empeñado en el desmontaje del Estado de bienestar
en beneficio de una minoría internacional y local. El Estado no somos todos. El
Estado son ustedes y sus amigos. Por lo tanto, no me cuenten entre ellos, pues
yo soy un artista serio. No señores, NO. Global Tour. ¡Salud y
Libertad!>>.
La utopía libertaria se
reinventa en el mundo globalizado como Demo-Acracia.
(Nota: Este trabajo ha
sido publicado en el número 29 de la revista brasileña VERVE, del mes de mayo
de 2016).
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