La Oveja Negra
Pese al nuevo aire progresista, bajo el cual las mujeres pueden trabajar “a la par” de los hombres y hasta pueden ser presidentas, sabemos que las mujeres no somos ni más iguales ni más libres y más aún, que estas consignas ni siquiera nos pertenecen. Seguimos siendo esclavas de nuestras necesidades, para vivir debemos vender nuestro cuerpo, nuestras energías y nuestras fuerzas. Aquellos famosos derechos por los que deberíamos luchar contienen la obligación violenta de trabajar para vivir y obedecer la ley de quien la otorga.
Resulta evidente cómo la mayoría de las reformas introducidas en la sociedad capitalista responden a sus propias necesidades y nada tienen que ver con una verdadera emancipación humana. En el caso de la mujer, gran parte de los “derechos adquiridos” no son más que cambios necesarios en la dinámica de explotación capitalista. Cada vez que el Estado nos hace hablar en su lenguaje, nos hace hablar de derechos y libertades democráticas, logra traficar el verdadero origen de nuestras necesidades y deseos.
Los defensores del orden afirman que la prostitución es el trabajo más viejo del mundo, para nunca decir que la más vieja prostitución del mundo es el trabajo. La democracia, con sus fragmentaciones y falsificaciones otorga derechos particulares que no permiten ver la totalidad del problema.
La mujer como cuerpo–objeto, los roles y las formas de relacionarnos impuestos por siglos de explotación siguen intocables a pesar de tanta reforma. Tanto es así que ni siquiera se frenan los excesos y las miserias más terribles.
Un gran número de mujeres son esclavas de un mercado en continuo crecimiento, alimentado por el tráfico de mujeres y niños. Se calcula que hay cuatro millones de personas traficadas por año, obligadas mediante engaño y coacciones a alguna forma de servidumbre. Sólo hacia Europa occidental son traficadas 500 mil mujeres por año.
Por poner otro ejemplo, 66 mil mujeres son asesinadas cada año en el mundo. Eso representa el 17% del total de muertes violentas (y las cifras no incluyen casos de violencia psicológica, económica o de discriminación laboral, que no suelen ser denunciados).
En Argentina un total de 295 mujeres perdieron la vida por “violencia de género” durante el 2013, lo que arroja un promedio de una mujer muerta cada 30 horas.
Los cuerpos de las mujeres han constituido y constituyen lugares privilegiados para el despliegue de técnicas y relaciones de poder, desde el control sobre la función reproductiva de las mujeres hasta las violaciones, los maltratos y la imposición de la belleza como una condición de aceptación social.
El lugar que históricamente el sistema capitalista de producción fue imponiendo a la mujer según sus necesidades de valorización no hizo más que quebrantar cada vez más la solidaridad entre quienes sufren la misma explotación. Sea un oficinista jodiendo sobre lo ajustado que le queda el uniforme a su compañera que se encuentra a dos escritorios de distancia o el obrero de la construcción que grita y denigra a quien limpia la casa al lado de la obra, que bien podría ser la casa de su jefe. O un ejemplo más extravagante: los diez cafiolos en San Lorenzo que hicieron un piquete el fin de semana del 7 de marzo porque la municipalidad cerró los últimos burdeles que existían, reclamando porque los dejaban sin trabajo.
El sistema y sus ejecutores, representantes y falsos críticos, se alimentan de estas divisiones, se aprovechan de ellas para sostenerse en pie, sostener la desigualdad, la violencia que implica la separación de la sociedad en dos clases, la de quienes poseen los medios de producción y la de quienes sólo cuentan con sus fuerzas y energías para sobrevivir.
La única lucha posible contra la violencia que sufren las mujeres es la lucha contra la más vieja prostitución del mundo: el trabajo. Es la lucha contra el Capital y su sistema, que impone sus necesidades de más y más Capital a costa de la vida humana. Es la lucha de mujeres y hombres por la destrucción del capitalismo y por la construcción de una verdadera comunidad humana, sin propiedad privada, sin Estado y sin roles de género impuestos.
[Este texto es parte del artículo "Las hogueras aún no se apagaron", publicado en La Oveja Negra N° 14, marzo 2014, Rosario, accesible en http://boletinlaovejanegra.blogspot.com.]
Pese al nuevo aire progresista, bajo el cual las mujeres pueden trabajar “a la par” de los hombres y hasta pueden ser presidentas, sabemos que las mujeres no somos ni más iguales ni más libres y más aún, que estas consignas ni siquiera nos pertenecen. Seguimos siendo esclavas de nuestras necesidades, para vivir debemos vender nuestro cuerpo, nuestras energías y nuestras fuerzas. Aquellos famosos derechos por los que deberíamos luchar contienen la obligación violenta de trabajar para vivir y obedecer la ley de quien la otorga.
Resulta evidente cómo la mayoría de las reformas introducidas en la sociedad capitalista responden a sus propias necesidades y nada tienen que ver con una verdadera emancipación humana. En el caso de la mujer, gran parte de los “derechos adquiridos” no son más que cambios necesarios en la dinámica de explotación capitalista. Cada vez que el Estado nos hace hablar en su lenguaje, nos hace hablar de derechos y libertades democráticas, logra traficar el verdadero origen de nuestras necesidades y deseos.
Los defensores del orden afirman que la prostitución es el trabajo más viejo del mundo, para nunca decir que la más vieja prostitución del mundo es el trabajo. La democracia, con sus fragmentaciones y falsificaciones otorga derechos particulares que no permiten ver la totalidad del problema.
La mujer como cuerpo–objeto, los roles y las formas de relacionarnos impuestos por siglos de explotación siguen intocables a pesar de tanta reforma. Tanto es así que ni siquiera se frenan los excesos y las miserias más terribles.
Un gran número de mujeres son esclavas de un mercado en continuo crecimiento, alimentado por el tráfico de mujeres y niños. Se calcula que hay cuatro millones de personas traficadas por año, obligadas mediante engaño y coacciones a alguna forma de servidumbre. Sólo hacia Europa occidental son traficadas 500 mil mujeres por año.
Por poner otro ejemplo, 66 mil mujeres son asesinadas cada año en el mundo. Eso representa el 17% del total de muertes violentas (y las cifras no incluyen casos de violencia psicológica, económica o de discriminación laboral, que no suelen ser denunciados).
En Argentina un total de 295 mujeres perdieron la vida por “violencia de género” durante el 2013, lo que arroja un promedio de una mujer muerta cada 30 horas.
Los cuerpos de las mujeres han constituido y constituyen lugares privilegiados para el despliegue de técnicas y relaciones de poder, desde el control sobre la función reproductiva de las mujeres hasta las violaciones, los maltratos y la imposición de la belleza como una condición de aceptación social.
El lugar que históricamente el sistema capitalista de producción fue imponiendo a la mujer según sus necesidades de valorización no hizo más que quebrantar cada vez más la solidaridad entre quienes sufren la misma explotación. Sea un oficinista jodiendo sobre lo ajustado que le queda el uniforme a su compañera que se encuentra a dos escritorios de distancia o el obrero de la construcción que grita y denigra a quien limpia la casa al lado de la obra, que bien podría ser la casa de su jefe. O un ejemplo más extravagante: los diez cafiolos en San Lorenzo que hicieron un piquete el fin de semana del 7 de marzo porque la municipalidad cerró los últimos burdeles que existían, reclamando porque los dejaban sin trabajo.
El sistema y sus ejecutores, representantes y falsos críticos, se alimentan de estas divisiones, se aprovechan de ellas para sostenerse en pie, sostener la desigualdad, la violencia que implica la separación de la sociedad en dos clases, la de quienes poseen los medios de producción y la de quienes sólo cuentan con sus fuerzas y energías para sobrevivir.
La única lucha posible contra la violencia que sufren las mujeres es la lucha contra la más vieja prostitución del mundo: el trabajo. Es la lucha contra el Capital y su sistema, que impone sus necesidades de más y más Capital a costa de la vida humana. Es la lucha de mujeres y hombres por la destrucción del capitalismo y por la construcción de una verdadera comunidad humana, sin propiedad privada, sin Estado y sin roles de género impuestos.
[Este texto es parte del artículo "Las hogueras aún no se apagaron", publicado en La Oveja Negra N° 14, marzo 2014, Rosario, accesible en http://boletinlaovejanegra.blogspot.com.]
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