Wladimir Pérez Parra
Coordinador del Doctorado en Estudios Políticos
Universidad de los Andes
Mérida
Para entender el sentido real de la democracia hay que
enmárcala dentro de la concepción del Estado. Esta conceptualización la hemos
basado en el aporte de Loughlin y Peter (1997). Según estos politólogos las
tradiciones estatales no son más que un conjunto de instituciones y prácticas
culturales, que ofrecen un contiguo de perspectivas acerca de la conducta de
los actores institucionales. Lo que queremos decir con esto es que hay varias
dimensiones en torno al desarrollo de la democracia, de las cuales unas van de
la mano del Estado y otras de la Ciudadanía. En el caso de los países europeos,
el Estado antecedió a la democracia y
por medio de la burocracia se avanzó hacia
la democratización, mientras que en los Estados Unidos primero surgió la democracia y luego la burocracia, de ahí la primigenia
ciudadanía frente al poder estatal. Es por ello que existen países donde la
presencia y la intervención del Estado son más notorias mientras que en otros son menos axiomáticos.
Nuestros países se caracterizan por tener instituciones
públicas isomorfistas coercitivas debido a que las mismas son de origen
europeo. Es por ello que el Estado es el centro de todos los arbitrajes lo que lo convierte en una organización donde
se condensan las diferentes relaciones de fuerza. De tal manera, que el Estado
domina el ámbito social y político en nuestra sociedades conjugándonos como
sociedades estatizadas. Ahora bien, esa organización que todo lo controla ha
entrado en crisis, evidenciándose la misma a finales de los años setenta y
principios de los ochenta, produciéndose un replanteamiento político y
económico brotado del nuevo contexto internacional, con lo cual, las
transformaciones vuelven a poner el acento en las instituciones
administrativas, tanto en los países industrializados como en los nuestros. Las
críticas hacia el Estado interventor fueron demoledoras, se dirigieron
fundamentalmente hacia el sistema democrático y su burocracia. La crisis del
Estado se evidencia notablemente con el déficit fiscal, y cuando arreció la
crítica liberal - revelando el enorme aumento del poder del Gobierno y del
Estado - se llegó a pensar que dicha crisis terminaría por acabar con el Estado
benefactor. Para los pensadores neoliberales, la crisis del Estado es crónica y
su única salida es el repliegue del Estado social para dar paso al Estado
liberal. Éste sería el encargado de reducir el déficit fiscal, controlaría la
inflación, acabaría con el desempleo y, sobre todo, reduciría el excesivo
crecimiento de la burocracia. Se reestructuró el tejido institucional para
organizar mejor los mecanismos de asignación de recursos fiscales, gestionar y
reducir el empleo público y establecer unas relaciones con el mercado desde los
ámbitos institucionales, que era lo prioritario de esas propuestas. Los cambios
que se avizoraron en los años ochenta tuvieron sus aciertos en lo económico,
pero en lo social, dichas reformas se quedaron cortas. Esto trajo consigo que
una década después surgiera la necesidad de impulsar nuevamente una serie de
reformas, pero de índole administrativa y social, que involucrarían a todo el
sector público. Se justificó la necesidad de atender las carencias de la
población más vulnerable para paliar las consecuencias sociales que podrían
acarrear la implementación de políticas
de ajustes macroeconómicos.
La crisis de la democracia en nuestros países viene dada por
el modelo de Estado, que aún prevalece,
el cual se distingue por su deficiente estándar normativo de administración
patrimonialista. Patrón que debe ser
sustituido por un conjunto de reformas adaptadas a los nuevos tiempos, y que
debe saber interpretar la ola de cambios de democratización e inclusión social
que existen en estos momentos en los países
latinoamericanos. Autores como Prats y Catalá sostiene que hay que
adoptar una posición de diálogo crítico que considere con mayor urgencia en la
reforma administrativa, la creación de verdaderas burocracias capaces de asumir
eficazmente las funciones exclusiva del Estado en un marco de seguridad
jurídica. En tal sentido, llegó la hora del paso de democracias con legitimidad
de origen a democracias con legitimidad de desempeño.
En lo que respecta a
Venezuela, a partir de 1958 se logró establecer un sistema democrático
representativo, su aparato administrativo sufrió una implosión en su
crecimiento. La finalidad era lograr una política de consenso entre los
diferentes actores políticos, y dar estabilidad a la naciente democracia por
medio de la expansión del gasto público y a expensas de la riqueza derivada de
la renta petrolera, allende los contenidos sustanciales de las políticas
concretas, toda vez que el objetivo estratégico era establecer la democracia
formal. Fue un sistema político muy sui géneris, enmarcado dentro de un modelo
rentista petrolero que daba lugar a un modelo administrativo también sui
generis: una administración pública interesada en lograr que el ciudadano
tuviese acceso a ella pero sin participar. Fue un modelo de Estado diseñado con
base en cierto tipo de desarrollo impulsado por la renta petrolera, de tal
suerte que este factor produjo un enlace descontrolado que dio lugar a
desviaciones administrativas ostensibles en la duplicación de funciones, así
como a la descomunal diversificación de los organismos públicos e instancias de
decisiones sin ninguna razón ni pertinencia para las respuestas administrativas
a la sociedad civil. Esto dificultó la fijación y ejecución de políticas
acertadas y coherentes en materia administrativa e impidió el control y el
rendimiento de la administración pública, dejando entre dicho la calidad de la
democracia venezolana.
La indolencia se apodera del sistema democrático el
cual era manejado a partir de mecanismos
ya distorsionados de raíz: los grupos económicos, en lugar de producir empleo y
competir con sus iguales en el mercado, se dedicaban mediante el ejercicio de
los poderes paraconstitucionales, a presionar las rentas del Estado, y éste, a
su vez, en lugar de satisfacer las demandas ciudadana (o, cuando menos,
intentarlo), dedicaba sus energías a lograr un consenso formal desde las
cúpulas representativas de los distintos grupos con mayor capacidad de presión
al Estado. En la década de los años ochenta, comienzan a anticiparse los
análisis de lo que podría suceder a Venezuela si no reorientaba el modelo de
proyecto nacional fraguado en 1958 con el llamado Pacto de Punto Fijo.
Al no hacerse las reformas ni los cambios requeridos, dicho
modelo forjado desde una óptica de la democracia de partidos, sucumbe y da paso
a un régimen que propugna la democracia participativa. Venezuela desde 1999
está frente a la ausencia de cimentación de un modelo alternativo productivo
anverso al rentista no productivo que colapsa a partir de 1983 con el famoso
viernes negro. El país después de un
proceso constituyente con un gobierno y un partido ejerciendo el poder de forma
hegemónica por quince años, y con el control absoluto de todos los poderes
públicos, no ha logrado hasta ahora concordar un gran debate nacional donde se
discuta en torno al necesario y urgente diseño de un nuevo modelo de Estado
productivo que sustituya al rentista. Lo que hay es una exacerbada polarización política que opaca un
enriquecedor debate que requiere la realidad política venezolana. Hace falta
voluntad política para erradicar de una vez por todas las conductas desviadas
de la clase política, que evidencian formas grotescas en el uso y usufructo del
erario público nacional, el cual está saturado con un falso discurso cargado de
mesianismo, personalismo, paternalismo y populismo de inclusión social, donde
la mala gestión, la retórica y la corrupción
evidencian el deterioro de las instituciones democrática venezolanas.
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