Revista Al Margen (Valencia, península Ibérica)
“No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror”
“No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror”
Jorge Luis Borges
Temor, pánico, pavor, espanto, horror, terror, fobia, cobardía… de todos los sinónimos del miedo, siempre relativos y matizables, nos vamos a quedar con la acepción de cobardía porque es la que tiene una dimensión social más acentuada. ¿Cuántas indignidades no habremos consentido por miedo a las consecuencias de una actitud de rebeldía frente a lo impuesto?
De lo particular a lo general, nuestras vidas están sembradas de pequeñas y grandes traiciones a nuestra dignidad. Desde las cotidianas deslealtades para con nosotras mismas en nuestro lugar de trabajo, aceptando imposiciones arbitrarias por miedo a perder nuestra miserable condición de explotadas hasta nuestras actitudes políticas y sociales, contaminadas por abundantes ejemplos de comportamientos pusilánimes.
¿Cuántas veces nos hemos enfrentado con el dilema ético de actuar conforme a nuestras convicciones más profundas o hacerlo dejándonos llevar por nuestros “intereses” más mezquinos? ¿Cuántas veces, con la excusa de un supuesto pragmatismo, hemos optado por lo segundo?
Tal vez sería cuestión de desentrañar las razones de nuestras cobardías como paso previo ineludible para intentar dejarlas atrás. Es probable, como conjetura, que nuestros pánicos comunitarios estén profundamente enraizados en las regiones mas ignoradas de nuestro yo (sea ello lo que fuere) pero en cualquier caso, como no se trataría de hacer sesiones intensivas de terapia colectiva, habría que descubrir el modo en que operan nuestros miedos sociales e intentar así combatir sus efectos paralizantes.
El miedo es algo inherente a determinados contextos políticos como el estalinismo o el fascismo; para ellos es cuestión de supervivencia el montar entornos de posibles amenazas, reales o imaginarias. Junto con ello es necesario crear la sensación de que estamos solas, abandonadas a nuestra suerte, de que la organización y la movilización social no existen o carecen de sentido. En definitiva, de lo que se trata desde el poder, es de resquebrajar toda forma de tejido social. Para ello el sistema recurre a diferentes estrategias, una de ellas consiste en crear los espacios semánticos necesarios para que se constituyan y legitimen las representaciones de un miedo transversal que recorra el camino que va desde lo colectivo hasta lo más íntimo y personal.
Dentro de estas estrategias, no deberíamos menospreciar aspectos como las banalidades que nos presentan en los medios de incomunicación, pues estos eventos aparentemente frívolos y sin sustancia, pura “diversión”, son determinantes en la medida en que su omnipresencia oculta otros elementos de la realidad mucho más significativos para nosotras.
En otro orden de cosas, las representaciones de la violencia cotidiana no son para nada inocentes: son extraordinariamente útiles para enmascarar la violencia estructural a la que asistimos en los últimos tiempos como espectadoras indiferentes. Los mass media dedican un tiempo ilimitado a conseguir que nos alarmemos e indignemos por el último asesinato de dos niñas, para que no nos preguntemos cómo en eso que llaman España, en el seno de una supuesta sociedad del bienestar, el 20% de las niñas y niños están gravemente afectadas de malnutrición. Nos sorprendemos y escandalizamos ante lo anecdótico y aceptamos lo estructural.
El miedo sobrevuela nuestros campos y ciudades. Si no contamos con nadie, todas somos una amenaza para todas, en particular las extrañas, las inmigrantes, las refugiadas, las indigentes, las etnias minoritarias… En conclusión, todas aquellas que se salgan o parezcan salir de la norma, de la costumbre socialmente aceptada, de la rutina vigente, serán motivo de sospecha. De ello se desprenden aberraciones como la obsesión por la seguridad ciudadana o las llamadas misiones de paz en guerras preventivas.
La amenaza se torna algo permanente. Por eso es importante que de cuando en cuando ocurra algo, o al menos que la situación se nos presente de tal manera que nos dé a entender que algo ocurre. La liturgia del ritual demanda una víctima expiatoria para el acto del sacrificio. La paz, la calma, la tranquilidad no deben ser duraderas, no hay que dejar espacio a una tregua que haga pensar que podemos vivir sin terrores; es necesario alimentar el imaginario con actos, cebar ese miedo con experiencias que la gente comente y así retroalimente sus temores. Esta es una de las funciones primordiales de la cultura y sus dispositivos mediáticos.
Si no podemos protegernos por nosotras mismas, podemos llegar a conjeturar que es necesario que alguien nos salve. Volvemos así a las representaciones de la política y del poder más primitivas: el mesianismo y el autoritarismo. Frente al miedo social a esas extrañas amenazas inefables, cobran especial relevancia los ejércitos, las policías, las cárceles y los psiquiátricos. Todavía caemos a menudo en la ingenuidad de asombrarnos por la cotidiana presencia entre nosotras de la sumisión voluntaria. De manera inconcebible, aún despierta nuestro asombro la aparición recurrente de encuestas en las que los partidos más encenagados en casos de corrupción generalizada, aparecen como claros vencedores electorales.
Obviando la fuerza colosal y omnipresente de la estupidez humana que debería ser objeto de un estudio más atento, la investigación de los motivos concretos de nuestra cobardía y los ámbitos en los que opera, sería el camino más adecuado para intentar cambiar de una maldita vez una situación social que nos conduce inexorablemente a la depresión, la locura y la muerte.
La muerte es una fiel compañera que nos aguarda paciente al final del camino, pero si tenemos en cuenta que cuando llegue no habrá prórroga posible y que lo único que hay, según toda evidencia, es lo que tenemos aquí y ahora, sería cuestión de desterrar de una vez por todas los miedos que nos impiden luchar para conseguir disfrutar de una vida más placentera en el seno de una sociedad más justa y solidaria.
[Editorial de Al Margen, # 87, Valencia, otoño 2013. Esta edición incluye el imprescindible dossier: "El miedo nos mantiene de rodillas". Accesible vía Internet en http://www.barriodelcarmen.net/nube/revista/item/1292-revista-al-margen-n-87-ano-xxii.html.]
Temor, pánico, pavor, espanto, horror, terror, fobia, cobardía… de todos los sinónimos del miedo, siempre relativos y matizables, nos vamos a quedar con la acepción de cobardía porque es la que tiene una dimensión social más acentuada. ¿Cuántas indignidades no habremos consentido por miedo a las consecuencias de una actitud de rebeldía frente a lo impuesto?
De lo particular a lo general, nuestras vidas están sembradas de pequeñas y grandes traiciones a nuestra dignidad. Desde las cotidianas deslealtades para con nosotras mismas en nuestro lugar de trabajo, aceptando imposiciones arbitrarias por miedo a perder nuestra miserable condición de explotadas hasta nuestras actitudes políticas y sociales, contaminadas por abundantes ejemplos de comportamientos pusilánimes.
¿Cuántas veces nos hemos enfrentado con el dilema ético de actuar conforme a nuestras convicciones más profundas o hacerlo dejándonos llevar por nuestros “intereses” más mezquinos? ¿Cuántas veces, con la excusa de un supuesto pragmatismo, hemos optado por lo segundo?
Tal vez sería cuestión de desentrañar las razones de nuestras cobardías como paso previo ineludible para intentar dejarlas atrás. Es probable, como conjetura, que nuestros pánicos comunitarios estén profundamente enraizados en las regiones mas ignoradas de nuestro yo (sea ello lo que fuere) pero en cualquier caso, como no se trataría de hacer sesiones intensivas de terapia colectiva, habría que descubrir el modo en que operan nuestros miedos sociales e intentar así combatir sus efectos paralizantes.
El miedo es algo inherente a determinados contextos políticos como el estalinismo o el fascismo; para ellos es cuestión de supervivencia el montar entornos de posibles amenazas, reales o imaginarias. Junto con ello es necesario crear la sensación de que estamos solas, abandonadas a nuestra suerte, de que la organización y la movilización social no existen o carecen de sentido. En definitiva, de lo que se trata desde el poder, es de resquebrajar toda forma de tejido social. Para ello el sistema recurre a diferentes estrategias, una de ellas consiste en crear los espacios semánticos necesarios para que se constituyan y legitimen las representaciones de un miedo transversal que recorra el camino que va desde lo colectivo hasta lo más íntimo y personal.
Dentro de estas estrategias, no deberíamos menospreciar aspectos como las banalidades que nos presentan en los medios de incomunicación, pues estos eventos aparentemente frívolos y sin sustancia, pura “diversión”, son determinantes en la medida en que su omnipresencia oculta otros elementos de la realidad mucho más significativos para nosotras.
En otro orden de cosas, las representaciones de la violencia cotidiana no son para nada inocentes: son extraordinariamente útiles para enmascarar la violencia estructural a la que asistimos en los últimos tiempos como espectadoras indiferentes. Los mass media dedican un tiempo ilimitado a conseguir que nos alarmemos e indignemos por el último asesinato de dos niñas, para que no nos preguntemos cómo en eso que llaman España, en el seno de una supuesta sociedad del bienestar, el 20% de las niñas y niños están gravemente afectadas de malnutrición. Nos sorprendemos y escandalizamos ante lo anecdótico y aceptamos lo estructural.
El miedo sobrevuela nuestros campos y ciudades. Si no contamos con nadie, todas somos una amenaza para todas, en particular las extrañas, las inmigrantes, las refugiadas, las indigentes, las etnias minoritarias… En conclusión, todas aquellas que se salgan o parezcan salir de la norma, de la costumbre socialmente aceptada, de la rutina vigente, serán motivo de sospecha. De ello se desprenden aberraciones como la obsesión por la seguridad ciudadana o las llamadas misiones de paz en guerras preventivas.
La amenaza se torna algo permanente. Por eso es importante que de cuando en cuando ocurra algo, o al menos que la situación se nos presente de tal manera que nos dé a entender que algo ocurre. La liturgia del ritual demanda una víctima expiatoria para el acto del sacrificio. La paz, la calma, la tranquilidad no deben ser duraderas, no hay que dejar espacio a una tregua que haga pensar que podemos vivir sin terrores; es necesario alimentar el imaginario con actos, cebar ese miedo con experiencias que la gente comente y así retroalimente sus temores. Esta es una de las funciones primordiales de la cultura y sus dispositivos mediáticos.
Si no podemos protegernos por nosotras mismas, podemos llegar a conjeturar que es necesario que alguien nos salve. Volvemos así a las representaciones de la política y del poder más primitivas: el mesianismo y el autoritarismo. Frente al miedo social a esas extrañas amenazas inefables, cobran especial relevancia los ejércitos, las policías, las cárceles y los psiquiátricos. Todavía caemos a menudo en la ingenuidad de asombrarnos por la cotidiana presencia entre nosotras de la sumisión voluntaria. De manera inconcebible, aún despierta nuestro asombro la aparición recurrente de encuestas en las que los partidos más encenagados en casos de corrupción generalizada, aparecen como claros vencedores electorales.
Obviando la fuerza colosal y omnipresente de la estupidez humana que debería ser objeto de un estudio más atento, la investigación de los motivos concretos de nuestra cobardía y los ámbitos en los que opera, sería el camino más adecuado para intentar cambiar de una maldita vez una situación social que nos conduce inexorablemente a la depresión, la locura y la muerte.
La muerte es una fiel compañera que nos aguarda paciente al final del camino, pero si tenemos en cuenta que cuando llegue no habrá prórroga posible y que lo único que hay, según toda evidencia, es lo que tenemos aquí y ahora, sería cuestión de desterrar de una vez por todas los miedos que nos impiden luchar para conseguir disfrutar de una vida más placentera en el seno de una sociedad más justa y solidaria.
[Editorial de Al Margen, # 87, Valencia, otoño 2013. Esta edición incluye el imprescindible dossier: "El miedo nos mantiene de rodillas". Accesible vía Internet en http://www.barriodelcarmen.net/nube/revista/item/1292-revista-al-margen-n-87-ano-xxii.html.]
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