Pedro
García Olivo
Gestión
política de la desobediencia
El Capitalismo demofascista no se
sostiene desde la inmovilización de la ciudadanía, desde la simple represión
del descontento: al contrario, prefiere una población involucrada en las
cuestiones sociales, políticamente «activa». Desde hace décadas, los defensores
teóricos de la democracia representativa han insistido en la necesidad de que
los ciudadanos «participen» en todo tipo de asociaciones y movimientos
(vecinales, laborales, políticos, religiosos…). Esa recomendación es el «leit
motiv» de toda la literatura de la «sociedad civil», de E. Gellner a Ch.
Taylor, pasando por J. Rawls y J. Habermas. Se asume la tradicional «apatía» de
la población ante las cuestiones políticas, la «insuficiencia» del mero acto de
votar y, estimándose «utópica y técnicamente inviable» la democracia directa,
todo se espera de esa «reactivación» y «movilización» de los ciudadanos en las
diversas tramas relacionales de la sociedad civil. De ese modo, la democracia
se haría más verdadera y se fortalecería…
M. Walzer: «La política en el Estado
democrático contemporáneo no ofrece a muchas personas una oportunidad para la
autodeterminación rousseauniana. La ciudadanía, considerada en sí misma, tiene
hoy en día sobre todo un papel pasivo: los ciudadanos son espectadores que
votan. Entre unas elecciones y otras se les atiende, mejor o peor, mediante los
servicios públicos (…). No obstante, en las tramas asociativas de la sociedad
civil —en los sindicatos, partidos, movimientos, grupos de interés, etc.— estas
mismas personas toman muchas decisiones menos importantes y configuran de algún
modo las más distantes determinaciones del Estado y de la Economía. Y en una
sociedad civil más densamente organizada tienen la posibilidad de hacer ambas
cosas con mayores efectos (…). Los Estados son puestos a prueba por su
capacidad para mantener este tipo de participación en la sociedad civil —que es
muy distinta a la intensidad heroica de dedicación implícita en la ciudadanía
de Rousseau».
Son conocidos, por otro lado, los
conceptos que esgrimiera M. Foucault a propósito de la gestión política de la
desobediencia: «ilegalismo útil», «disidencia inducida», «transgresión
tolerada»… A esa ciudadanía «reactivada» se la invita también a protestar de
manera no absolutamente legal; y se administran estratégicamente los juegos de
las transgresiones y de los delitos. Diseñados los escenarios de la
contestación, concediendo espacios para la violación regulada de las leyes,
conforme a una lógica política tendente a la «seguridad» y ya no tanto a la
«disciplina», el Sistema descarta los peligros de la novedad y del imprevisto.
Frente al ámbito de la Norma queda el de la Desobediencia Inducida, casi
saturando todo el horizonte socio-político y conjurando en buena medida el
riesgo de lo no-conocido y lo no contemplado…
En El irresponsable, y tomando la
Escuela como mirilla, enuncié esta cuestión en los siguientes términos:
El capitalismo avanzado no muestra
demasiado interés en hacerse obedecer. Prefiere subordinar su perpetuación al
éxito de una cierta economía política de la desobediencia, del ilegalismo, de
la rebeldía. Ha comprendido que la reproducción social es, ante todo,
obstrucción de la contestación política. Y que esa obstrucción es hoy menos
efectiva como “castigo” que como inducción. En lugar de perseguir a los
transgresores, interesa actuar sobre las premisas de la verdadera trasgresión;
en lugar de confinar a los perturbadores, conviene controlar los factores
originarios de la perturbación. Por último, ¿para qué aniquilar la oposición,
si es posible llevarla a los lugares sombríos de la reproducción social?, ¿para
qué reprimir la desobediencia cuando parece factible erigirla en instrumento de
la sumisión de fondo?
La legislación asumirá entonces otra
función: fijar, en negativo, las modalidades del ilegalismo útil, políticamente
rentable; encuadrar todo el Ejército de los críticos, los comprometidos, los
lúcidos…, y encomendarle las tareas decisivas de la Vieja Represión; mantener
el simulacro de la revuelta, el fantasma de la subversión, allí donde ya no
habite el peligro, lejos del escenario actual de los combates y de las
miserias; conjurar el enfrentamiento aleatorio de los descontentos al definir
su enemigo e incluso su teatro; doblegar la inquietud errante de los escépticos
mediante la enunciación tácita de sus razones y la preparación encubierta de
las luchas en que habrá de diluirse; introducir la Carencia como germen de la
protesta inocua, de la oposición blanda –fuente de una crítica fácil,
epifenoménica, incapaz de acceder a los auténticos problemas por la coacción
cotidiana de lo inmediato y de lo urgente.
Delimitando, desde el silencio, el
territorio de lo excluido, de lo negado, la legislación despliega, alrededor de
la Escuela, todo un campo de obediencia (norma). Con ello, centra la apariencia
del peligro sobre determinadas figuras, sobre ciertos comportamientos –espacio
de la desobediencia inducida, del ilegalismo útil. Allí lo exigido, aquí lo
tolerado, más allá lo impensable. Al ámbito de la exigencia corresponde el
concepto de “responsabilidad profesoral”; en el dominio de lo tolerado se
refugia la posibilidad del reformismo metodológico (ingeniería), de la
alternativa constructiva (travesura), de la revuelta estética y de la crítica
corporativa; finalmente, en el límite, en el umbral, de lo impensado, se halla
el extravagante modelo del anti-educador, del profesor ridículo, inejemplar,
deliberadamente irresponsable.
Todo Estatuto del Profesorado puede
interpretarse, en este sentido, como simple modernización del orden de la
exigencia y de la tolerancia. Optimizar la gestión de los ilegalismos
reproductivos: ese sería su propósito. Y solo escapará a su influjo
mixtificador quien conserve el valor de negar la Ley desde fuera de la Moral y
se permita no tanto el efectismo de la desobediencia como la radicalidad del
Crimen. “Entre los invitados, profesores todos, tomó asiento un Asesino”.
El
doble plano de la domesticación de la protesta
La protesta ha sido domesticada en sus
dos vertientes: la intra-institucional, que tiene que ver con el
desenvolvimiento de los individuos en las «instituciones de la sociedad civil»
(A. Gramsci) o en los «aparatos del Estado» (L. Althusser), desde la Escuela o
la Fábrica hasta el Hospital o el Cuartel, y la extra-institucional, que recoge
las formas clásicas de la reivindicación y de la denuncia popular
(manifestaciones, huelgas, marchas…).
-
Subjetividad Única Demofascista
Para lo primero, ha sido decisiva la
emergencia y consolidación de la Subjetividad Única demofascista, plegada sobre
la figura del Policía de Sí Mismo. Las más diversas instituciones han conocido,
desde hace décadas, un proceso de reforma y modernización orientado a su
«dulcificación» calculada. Al mismo tiempo que se arrumbaban los procedimientos
coactivos directos, del orden de la violencia física, y se manifestaba una
preferencia muy neta por las estrategias de control de índole simbólica,
psicológica, comunicativa, colocando al frente de tales instituciones
«profesionales» con perfiles cada vez menos agresivos y más dialogantes, se
implementó una técnica novedosa, que optimizó definitivamente el campo de la
coerción: se transfirieron, a las víctimas y a los sujetos dominados,
atribuciones y prerrogativas que tradicionalmente habían correspondido a los
detentadores del poder y a los dominadores. Se hizo así factible la
auto-vigilancia, la auto-represión e incluso el auto-castigo; y, repletas de
«policías de sí mismos» (el estudiante como auto-profesor, el trabajador como
«patrón de sí», el preso en tanto auto-carcelero, los enfermos
auto-medicándose, la comunidad toda colaborando con las fuerzas de seguridad…),
las instituciones se pacificaron definitivamente.
En El enigma de la docilidad expresé
así esta idea:
<
No todos los estudiantes, los obreros,
los presos, etc., caen en la trampa, por supuesto: Harcamone, el criminal
honrado de Genet, que verdaderamente se había ganado la Prisión (asesinando
niños), y no como aquellos otros que recalaban en “la mansión del dolor”
(Wilde) por razones patéticas — víctimas de errores judiciales, ladronzuelos
arrepentidos, delincuentes ocasionales y hasta involuntarios…—, quiere un día
regalarse el capricho de matar a un carcelero. Y no se equivoca de objeto: no
elige a la sabandija de turno, al sádico prototípico, cruel e inhumano; sino a
aquel jovencito idealista, lleno de buenas intenciones, que habla mucho con
ellos, dice ‘comprenderlos’, les pasa cigarrillos, critica a los mandamases de
la Prisión, y no se permite nunca la agresión gratuita. Harcamone se da el
gusto de asesinar al carcelero a través del cual la institución penitenciaria
enmascara su verdad, miente cínicamente y aspira incluso a “hacerse
soportable”… Tampoco los pobres de Viridiana se dejaron engañar del todo por la
cuasi-monja que los necesitaba para sentirse piadosa, generosa, virtuosa, y que
no escatimaba ante ellos los gestos (indignos e indignantes) de una
conmiseración imperdonable. Estuvieron a un paso de asesinarla… La pobreza
profunda es terrible (“Mi privación mata”, parece querer decirnos, después de
cada asesinato, el Maldoror de I. Ducase): con ella nadie puede jugar, sin
riesgo, a ganarse el Cielo… Por desgracia, ya no quedan prácticamente asesinos
con la honestidad y la lucidez de Harcamone, ni pobres con la entereza
imprescindible para odiar de corazón a los “piadosos” que se les acercan
carroñeramente… La posdemocracia desdibuja y difumina las relaciones de
sometimiento y de explotación, ahorrándose el sobre-uso de la violencia física
represiva que caracterizó a los antiguos fascismos…
Y es que el demofascismo será, o es, un
ordenamiento de gentes extremadamente civilizadas. Es decir, parafraseando y
sacando de sus casillas a N. Elias, gentes que han interiorizado, en grado
sumo, el aparato de autocoerción y se han habilitado de ese modo para
soportarlo todo sin apenas experimentar emociones de disgusto o de rechazo;
gentes sumamente manejables, incapaces ya de odiar lo que es digno de ser
odiado y de amar de verdad lo que merece ser amado; gentes amortiguadas a las
que desagrada el conflicto, ineptas para la rebelión, que han borrado de su
vocabulario no menos el “sí” que el “no” y se extinguen en un escepticismo
paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres y mujeres que no
han sabido intuir los peligros de la sensatez y mueren sus vidas “en un sistema
de capitulaciones: la retención, la abstención, el retroceso, no solo con
respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un gusto
por la petrificación —tanto por miedo al placer como al dolor” (Cioran). Nuestra
Civilización, nuestra Cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de
escepticismo/conformismo), ha proporcionado a la posdemocracia los individuos
—moldeados durante siglos: “aquello que no sabrás nunca es el transcurso de
tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al individuo”, advertía A.
Gide— que esta requería para reducir el aparato represivo de Estado; personas
avezadas en la nauseabunda técnica de vigilarse, de censurarse, de castigarse,
de corregirse, según las expectativas de la Norma Social.
En aquellos países de Europa donde la
Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de urbanidad, virtud
laica, buena educación,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo
posdemocrático es ya una realidad —ha tomado cuerpo, se ha encarnado. Recuerdo
con horror aquellos nórdicos que, en la fantasmagórica ciudad del Círculo Polar
llamada Alta, no cruzaban las calles hasta que el semáforo, apiadándose de su
absurda espera (apenas pasaban coches en todo el día), les daba avergonzado la
orden. Y que pagaban por todo, religiosamente, maquínicamente (por los
periódicos, las bebidas, los artículos que, con su precio indicado, aparecían
por aquí y por allá sin nadie a su cargo, sin mecanismos de bloqueo que los
resguardaran del hurto), aun cuando tan sencillo era, yo lo comprobé, llevarse
las cosas por las buenas… Para un hombre que ha robado tanto como yo, y que
siempre ha considerado la desobediencia como la única moral, aquellas imágenes,
estampas de pesadilla, auguraban ya la extinción del corazón humano —será solo
un hueco lo que simulará latir bajo el pecho de las gentes
demofascistas…>>.
-
Bienestarismo del Estado Social de Derecho
Para la segunda vertiente de la
domesticación de la protesta, ha sido fundamental el ascenso y la consolidación
de la ideología y de las prácticas bienestaristas, ligadas al Estado Social de
Derecho. El Estado del Bienestar es el referente final de todas las luchas
contemporáneas, que mueren en la simple demanda de servicios públicos «de
calidad y gratuitos». Para atender tales solicitudes, toda una «burocracia del
bienestar social» convirtió las necesidades originarias (salud, saber,
tranquilidad, seguridad, opinión, movilidad, vivienda, vestido, alimentación,
labor,…) en necesidades postuladas, inductoras de un consumo indefinido.
Paralelamente, las libertades fueron sacrificadas en nombre de respectivos
derechos, prerrogativas que siempre ocultaban obligaciones: derecho a la salud,
a la educación, a la seguridad, a la información, al transporte público, a la
vivienda, al trabajo…
De la mano de las burocracias del
bienestar social y de los nuevos “profesionales sociales”, el objeto de la
protesta ya ha sido definido de antemano. Asesorados por “pedagogos”, han
terminado estableciendo, de una vez y para siempre, todo el campo de la
reclamación.
-
- De la “necesidad” a las “pseudo-necesidades”
Antes del advenimiento de la sociedad
industrial, pudieron darse mundos en los que reinaban las “necesidades
originarias”. En ellos, la “carencia” y cierta precariedad existencial eran
menos un problema que un estímulo. De una tal “dulce pobreza”, de semejante
“humilde bienestar” (F. Hölderlin), brotaban “deseos”, que conducían a la libre
satisfacción transindividual o comunitaria de las necesidades naturales. En esos
mundos, a veces agrícolas, a veces pastoriles, en ocasiones nómadas,
masivamente indígenas, la “ayuda mutua”, los “contratos diádicos” (G. Foster),
el “don recíproco” (M. Mauss), señalando la vigencia de la comunidad y de los
seres particulares autónomos —capaces estos y aquella de la autoorganización y
hasta de la auto-gestión—; todos esos hábitos de apoyo y de solidaridad
colectiva, decía, no dejaban lugar para el Estado, lo descartaban
prácticamente. Así como la democracia liberal no había acabado aún con
prácticas demoslógicas tradicionales, con una gestión directa, horizontal y
asamblearia de los asuntos públicos, el Poder Judicial estaba excluido
radicalmente debido a la vigencia de un “derecho consuetudinario oral”
vivificado cada día a través de las mil maneras concretas de “hacer las paces”
entre hermanos. En este universo, la propiedad privada se desconocía o
desempeñaba una función muy secundaria; y la fractura social no era más que un
muy ilustre ausente…
Pero esos mundos ya no se reconocen en
los nuestros. En las tan “civilizadas” sociedades industriales,
tecnológico-capitalistas, son las necesidades postuladas las que reinan. Estas
llamadas “sociedades de la abundancia” o “de la opulencia”, con el “sucio
disfrute” y el “lamentable bienestar” (F. Nietzsche) que las caracteriza,
sustituyeron los “deseos” por “reclamos”, satisfechos siempre por el Estado y
por las “profesiones tiránicas” que lo respaldan. Lo que se “exige”, lo que se
“demanda”, ya no procede de una “necesidad originaria” o “natural”, sino de una
“pseudo-necesidad”, ideológicamente gestada (J. Baudrillard), al servicio de
una lógica productivista-consumista y bajo una forma de racionalidad
estrictamente burocrática. Y tenemos, entonces, un consumo inducido y
maximizado de “elaborados institucionales”, de productos y servicios que
polarizan socialmente, en sí mismos ecodestructores, “inhabilitantes” y
“paralizantes” de la población (consumo sin fin reanudado que genera, en
términos de I. Illich, autor que estamos siguiendo, una casi irreversible
“toxicomanía” o “dependencia” de la protección estatal). Culminada la
aniquilación de la comunidad, de los vínculos primarios, de la fraternidad
genuina y del apoyo mutuo solidario, como denunciaron J. Ellul y L. Mundford,
se entroniza definitivamente, en lo real-social, al “individuo”, necesariamente
heterónomo, psicológicamente impotente, incapaz de organizar su vida o de
inventar un futuro al margen de los servicios, la tutela y el patronazgo del
Estado. Este “individuo”, excrecencia final del Occidente capitalista,
preeminente a nivel sociológico, epistémico, ontológico y axiológico, afianzado
en la propiedad privada y sujeto a los códigos de la Jurisprudencia,
perfectamente alfabetizado y convenientemente escolarizado, se contentará con una
“democracia representativa” resuelta como gobierno de los expertos, tecnócratas
y profesionales que gestionan las “necesidades postuladas”…
Continuando con I. Illich, cabe
establecer estas manifestaciones del tránsito entre esos dos mundos, el de las
“necesidades originarias” y el de las “pseudo-necesidades” ideológicas y
reproductivas: donde se necesitaba salud, se acabó reclamando médicos y
hospitales; donde se deseaba saber, se terminó pidiendo profesores y escuelas;
donde cuidado de la comunidad, trabajadores sociales y oficinas; donde
tranquilidad, policías y cárceles; donde seguridad, ejércitos y cuarteles;
donde opinión, periodistas y agencias; donde movilidad, transporte público;
donde vivienda, constructores, inmobiliarias y unidades habitacionales; donde
vestido, agentes de la industria textil y de la moda, marcas y ropas diseñadas;
donde alimentación, industria alimentaria y tráfico de víveres; donde labor,
empleo…
-
- De las “libertades” a los “derechos”
Cada “derecho” (estipulado, sancionado
por la Administración) recorta una “libertad”; y, así como las “libertades”
llevaban a prescindir del Estado, los “derechos” lo refuerzan. La libertad de
gestionar el propio bienestar físico y psíquico, confiando para las crisis y
dolencias mayores en los saberes curativos comunitarios, tradicionales, ha
cedido ante un “derecho a la salud” resuelto como obligación de consentir la
medicalización integral del cuerpo, con su dimensión bio-política y su
apelación al consumo (de fármacos, análisis, tratamientos, servicios
hospitalarios…).
La libertad de aprender sin encierro y
sin profesores, tal y como se respira, murió en el “derecho a la educación”,
vale decir, en la obligación de propiciar el enclaustramiento intermitente de
los menores y el monopolio educativo de los docentes. Obligación, también, de
“comprar” libros, currículum, material escolar, clases…
La libertad de defenderse uno por sí
mismo y de contribuir en la medida de lo posible a la tranquilidad de la
comunidad fue cancelada por el “derecho a la seguridad personal”, que se traduce
en obligación de someterse a la vigilancia policial y militar. Y entonces nos
“venden” gendarmes, uniformes, cámaras, porras, balas, pistolas, centros
penitenciarios…
La libertad de forjarse la propia
opinión, individualmente o en grupo, sucumbió ante el “derecho a la
información”, devenido obligación de abrazar la “doxa” escolar, universitaria,
mediática. Para ello, adquirimos periódicos, revistas, espacios televisivos,
horas de conexión a las redes…
La libertad de construir el propio
habitáculo, con la ayuda de los compañeros, de forma “orgánica”, sin pagar a
nadie por ello, pereció ante el “derecho a una vida digna”, que incluía el
padecimiento de una vivienda “formal”, y que abocaba a la obligación de residir
en una “unidad habitacional” estandarizada, acabada de una vez, edificada por
técnicos separados y accesible solo a traves del mercado. Y pagamos por el
proyecto, por los planos, por las autorizaciones y permisos, por la mano de
obra, por los materiales…
La libertad de desplazarse por uno mismo,
con la fuerza motriz del cuerpo (a pie o en bicicleta), fue sofocada por el
“derecho al transporte público”, esa obligación de dejarte mover, llevar,
conducir. De algún modo, al adquirir el billete, “compramos” el abandono y
anquilosamiento de nuestro ser físico…
La libertad de ocupar el propio tiempo
en la producción de bienes de uso no mercantilizables, para uno y para la
comunidad, de forma creativa, no-reglada, autónoma, da paso al “derecho al
trabajo” como obligación de dejarse explotar para subsistir y consumir, creando
bienes de cambio para el mercado, de manera alienada, disciplinada, heterónoma.
-
- Función pública “inhabilitante”
Para I. Illich, a partir de este doble
proceso se hace evidente el carácter “inhabilitante” de la función pública: la
provisión estatal de servicios y prestaciones, acentuada con el Estado Social
de Derecho, o Estado del Bienestar, desposee al sujeto y a la comunidad de
capacidades y facultades que antes ostentaban y los convierte en “dependientes”
de esa garantía y de esa protección. Genera en el individuo “impotencia física
y psicológica”, “desvalimiento existencial”, arrojándolo sin remedio a una
forma laica de fundamentalismo: el fundamentalismo estatal.
Disuelta la comunidad e inhabilitado el
individuo, no queda más referente que el Estado. En la medida en que, como
señalan las tradiciones marxistas y libertarias, la organización estatal tiene
por objeto reproducir la dominación de clase y salvaguardar los intereses de
las oligarquías, de las burguesías hegemónicas, un Estado amplio, sólido y
expandido, un Estado del Bienestar, se convierte precisamente en la Utopía del
Capital, pues es la modalidad de administración que mejor lima los descontentos
e integra a las oposiciones.
A las “burocracias del bienestar social”
(estatales o para-estatales, pero siempre reglamentadas institucionalmente), a
los médicos y enfermeros, profesores y maestros, jueces y abogados,
periodistas, ingenieros, comisarios, políticos, científicos e investigadores
sociales,…, a todos estos “profesionales despóticos” corresponde fijar nuestras
“necesidades” y determinar los modos de su satisfacción, estableciendo de paso
las vías de una obediencia y un consumo que nos arrojan, desnudos y desarmados,
a las playas del Estado del Bienestar. Son estas las fuerzas que prefiguras
nuestros “derechos”, afectadas muy a menudo por el ya referido “Síndrome de
Viridiana”. Son estos los agentes concretos, encarnados, de la inhabilitación
de la población…
Paz en las instituciones y delimitación
asumida del horizonte de la reivindicación: he aquí las dos dimensiones de la
domesticación de la protesta, que salda la disolución de la comunidad y el fin
de la autonomía de los individuos. El “policía de sí mismo” es también un
“toxicómano de la protección estatal”: con una vida perfectamente
sistematizada, demanda lo que la Administración ha determinado que debe
demandar.
-
- Ritualización y esclerosis de la lucha clásica
Metodologías asimiladas: Convertido el
deseo social en “reclamo” al Estado, la lucha se domestica desde el punto de
vista de sus objetivos. Pero también ha quedado “domada” atendiendo a sus
vehículos, a sus herramientas, a sus procedimientos, que no han podido
sobrellevar sin merma la “erosión” del devenir. Dependientes de una forma de
racionalidad política ya anacrónica, “fosilizada”, las instancias de la
protesta política (partidos, sindicatos, huelgas legales, manifestaciones
autorizadas, marchas y concentraciones,…) han perdido por completo sus filos
críticos: en ellas ya no habita el menor “peligro”, de cara a la reproducción
del sistema capitalista. No han sido inmunes a aquella “temporalidad de los
conceptos críticos” subrayada por Marx: todas las formas de lucha son
“contingentes”, “tempestivas”, válidas solo para un período; y, si se prorrogan,
si se eternizan, se convierten en “ideologías”, en mordazas para la praxis. En
opinión de K. Korsch, eso era lo que le había sucedido al marxismo en su
conjunto: devenir en ideología al haberse transformado el horizonte histórico
que lo forjó y dentro del cual podía presentarse como un “discurso de verdad”,
un discurso crítico.
Ritualizada y esclerotizada, la protesta
no alcanza otro “éxito” que la obtención de aquello que la Administración
deseaba implantar (incrementos salariales para que el alza de los precios no
reduzca los niveles deseables de consumo, “derechos” que ahogan libertades,
privilegios corporativos para atomizar la sociedad y reducir el tratamiento de
la conflictividad a un balanceo estratégico entre los intereses particulares de
los distintos “grupos de presión”, incluidos los sindicatos,…) y, por defecto,
una especie de embriaguez de sí misma en virtud de su envergadura, de sus
dimensiones, del seguimiento de la convocatoria.
Pero este narcisismo de la protesta
ritualizada no tiene más efecto que legitimar a las organizaciones convocantes
y narcotizar por un tiempo a los “movilizados”. Partidos, sindicatos,
asociaciones, colectivos… “miden” su fuerza, su “cotización” como grupos de
presión, a traves de tales eventos. Y, por otro lado, la asistencia a las
convocatorias, no muy distinta ya de la tradicional “asistencia a misa”, sirve
para lavar la consciencia de una población casi absolutamente integrada,
adaptada, sistematizada: “se me perdonará mi oficio mercenario y mi estilo burgués
de vida porque proclamo “creer” en la Utopía y porque asisto a todas las
convocatorias del progresismo político”…
Ritual y esclerotizada, la protesta
contemporánea es, también, irrelevante. Tras las marchas, después de las
concentraciones o los encierros, finalizadas las huelgas, todo sigue igual… Y
sobran, al respecto, los ejemplos: el 15-M en España, con aquella flores para
la policía, el acuerdo con los negocios de la zona, las “buenas conductas”
generales, las plazas llenas de gente, miles y miles de participantes en
las asambleas, reportajes para los medios de todo el
mundo…, y, a los pocos días, triunfo por
mayoría absoluta del Partido Popular, conservador; y lo que le rentó en votos
al “macrismo” argentino asesinar a Santiago Maldonado, a pesar de las marchas y
las concentraciones…
Deconstrucción
Frente a este horizonte
de la lucha esterilizada, determinado por la crisis de la racionalidad política
clásica, cabe proponer un cambio de perspectiva. Aplicando una metodología
puramente “deconstructiva”, se trataría de operar estratégicamente en el viejo
tejido de la Razón política, ya que, enquistado el capitalismo, sin
modificación sustantiva de la economía y de la sociedad, todavía no es
históricamente practicable la invención repentina de un paradigma absolutamente
distinto y el tránsito brutal de lo establecido a lo ideado. Este trabajo
negativo, desplegado en el propio tejido de lo rechazado, de lo hegemónico,
aspiraría a producir desgarros, a desbaratar costuras, a des-componer el
conjunto mediante la alteración de las relaciones entre sus partes (J.
Derrida). Tomaría los conceptos dados, caducos y vigentes al mismo tiempo, y
los opondría entre sí, resignificándolos circunstancialmente. Pondría en
circulación nuevas palabras, nuevos términos, insertándolos, como un apósito
desestructurador, en aquel tejido de la racionalidad dominante. Crearía
segmentos de teoría disidente para mezclarlos, como un veneno, en el cuerpo de
los pensamientos canónicos. Hablaría, pues, el lenguaje de la política
instituida, pero con un acento tan extraño y contaminando el relato con
vocablos y metáforas tan disonantes, que casi pareciera salirse ya de esa arena
y levantar sus tiendas en los parajes de la anti-política.
Fiel a esa consigna, y para el asunto de
la lucha política, este escrito, denunciando la inoperancia de las formas dadas
de reivindicación, quiere hablar de “antipedagogía”, de “desistematización”, de
“auto-construcción ética y estética”, de bio-poética del antagonismo y hasta de
anti-política. Ello nos llevará también a hablar del anarquismo y de los
anarquistas; y del modo en que cabe ubicar la resistencia ácrata en este
contexto de la protesta domesticada.
[Tomado del Ensayo "En los tiempos
de la protesta domesticada", que en versión integral es accesible en https://www.asociaciongerminal.org/?p=2706.]
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