Davide Turcato
El tema que quisiera abordar es el de la postura de Malatesta (y se podría decir de los anarquistas en general) respecto al principio del “mal menor”, así frecuentemente denominado tanto en política como en la vida cotidiana.
Este principio es comúnmente considerado como una expresión de realismo y sentido común. El hecho de que los anarquistas lo rechacen es a su vez considerado una confirmación de su falta de realismo y de sentido común. Por ello considero importante mostrar cómo en Malatesta este rechazo era dictado por consideraciones de realismo y de sentido común.
El tema que quisiera abordar es el de la postura de Malatesta (y se podría decir de los anarquistas en general) respecto al principio del “mal menor”, así frecuentemente denominado tanto en política como en la vida cotidiana.
Este principio es comúnmente considerado como una expresión de realismo y sentido común. El hecho de que los anarquistas lo rechacen es a su vez considerado una confirmación de su falta de realismo y de sentido común. Por ello considero importante mostrar cómo en Malatesta este rechazo era dictado por consideraciones de realismo y de sentido común.
Comentaré dos ocasiones en las que Malatesta se opuso a la lógica del mal menor, en dos textos diferentes: el primero es la polémica de 1897 con Francesco Saverio Merlino, referente al parlamentarismo y la participación en las elecciones: el segundo es la polémica con Mussolini y con Kropotkin sobre el intervencionismo durante la Primera Guerra Mundial*. Intentaré mostrar cómo, en dos contextos tan diferentes, las argumentaciones de Malatesta son sustancialmente las mismas, y espero mostrar de esta manera cómo estas argumentaciones reflejan principios fundamentales de su anarquismo.
La polémica con Merlino comenzó antes de las elecciones que tuvieron lugar ese año, pero el punto de partida de la discusión sobre el mal menor fue tras las elecciones porque Malatesta expresó su complacencia por el éxito de los socialistas. Merlino aprovechó para manifestar que, si estaba permitido a los abstencionistas alegrarse de los avances de los socialistas, no le podría estar prohibido decir, antes de las elecciones, que era necesario hacer todo lo posible para favorecer ese avance: “Tus felicitaciones –escribe Merlino– No se habrían podido producir si algunos no hubiesen trabajado por el triunfo del socialismo en las elecciones”.
Malatesta responde que los abstencionistas se alegran cuando los socialistas democráticos triunfan sobre los burgueses, como se alegrarían de un triunfo de los republicanos sobre los monárquicos, o incluso de los monárquicos liberales sobre los clericales. “El bien y el mal –escribe Malatesta– son cosas relativas; y un partido por muy reaccionario que sea puede presentar el progreso frente a otro partido más reaccionario todavía. Nosotros nos alegramos siempre cuando vemos a un clerical que se convierte en liberal, a un monárquico que se hace republicano, a un indiferente que se convierte en cualquier cosa: pero de eso no se desprende que debamos hacernos monárquicos, liberales o republicanos, nosotros, que creemos estar más avanzados”.
Para Malatesta, reconocer las diferencias entre un partido y otro no significa ponerse a la cola de tal o cual partido. Malatesta reconoce la importancia de las libertades políticas, pero al mismo tiempo plantea que el mejor modo de obtenerlas y defenderlas es mantenerse en el terreno de la acción directa: “Habituar al pueblo a delegar en otros la conquista y la defensa de sus derechos es el modo más seguro de dejar vía libre al capricho de los gobernantes”.
“El parlamentarismo –continúa Malatesta– es mejor que el despotismo, es verdad; pero solo cuando representa una concesión hecha por el déspota por miedo a lo peor. Entre el parlamentarismo aceptado y ensalzado y el despotismo alcanzado por la fuerza con el deseo popular de liberación, mejor mil veces el despotismo”. Lo que cuenta para Malatesta es la disposición de ánimo.
Y para él las disposiciones de ánimo para la acción parlamentaria y para la acción directa son inconciliables. Al aceptar ambos métodos de lucha se está fatalmente destinado a sacrificar a los intereses electorales cualquier otra consideración. Si en el Parlamento se puede hacer algo bueno, ¿por qué los anarquistas tendrían que mandar a otros en vez de ir ellos mismos? En sustancia, lo que para Merlino debería ser un terreno de lucha accesorio, se convertiría en el terreno de lucha preponderante: “Esté Merlino seguro de esto: si hoy dijésemos a la gente que vaya a votar, mañana diríamos que voten por nosotros”.
Sustancialmente, el argumento de Malatesta es que no se puede ser parlamentarista a tiempo parcial. Si uno se convierte en ello, se acaba por serlo a tiempo indeterminado.
Vayamos ahora al debate sobre el intervencionismo. En 1914 Malatesta, aunque oponiéndose a la guerra, escribe que se esperaba la derrota de Alemania, ya que pensaba que la revolución estallaría con probabilidad en una Alemania vencida.
El intervencionista Mussolini se aferró a esta frase argumentando que, si para los fines de la revolución era necesario que fuera vencida Alemania, quien trabajaba para la derrota de Alemania hacía tarea revolucionaria. Escribe Mussolini: “Si el triunfo de la Triple Entente es el ‘mal menor’, ¿no es interés del proletariado garantizar este ‘mal menor’ y evitar el ‘mal mayor’?”
Malatesta responde que espera la derrota de Alemania, “pero no he dicho que sea siempre útil participar en la realización de lo que uno se espera, ya que a menudo una cosa es útil a condición de que no cueste nada o, como mucho, que cueste menos de lo que vale material y moralmente. Nada es completamente equivalente en la naturaleza y en la historia, y todo acontecimiento puede actuar a favor o en contra de los objetivos que uno se propone: así en cualquier circunstancia se tiene una preferencia, un deseo sin que por ello convenga siempre dejar la vía directa propia y ponerse a favorecer todo aquello que se juzgue como posibilidad indirecta de ser útil”. Por ejemplo, se puede desear que vaya al poder cierto Gobierno más que otro (Hillary Clinton mejor que Donald Trump, por poner un ejemplo actual), pero ello no implica convertirse en apoyos activos de tal Gobierno.
El precio que se pagaría si así hiciésemos, escribe Malatesta, es el de la “abdicación voluntaria de las propias ideas y de la propia dignidad”. Es desviarse del camino propio, abandonar los propios fines para adherirse a los de otros, aunque sea temporalmente.
“Mejor la dominación extranjera alcanzada por la fuerza con el deseo popular de liberación –continúa Malatesta– que la opresión de un Gobierno autóctono aceptada dócilmente y casi con gratitud en la creencia de que nos libra de un mal mayor”.
Así como había hecho con Merlino, también a los intervencionistas objeta que la lógica de la posición en la que uno se coloca acaba por ser más fuerte que cualquier buena intención. En pocas palabras, que no existe la posibilidad de suscribir temporalmente otros fines. Y Malatesta por ello rechaza el argumento de que la opción intervencionista esté dictada por la excepcionalidad del momento: “Si se cree necesario el acuerdo con el Gobierno y con la burguesía para defenderse contra el ‘peligro alemán’, esta necesidad subsistirá incluso después de la guerra”. Por muy grande que pudiera ser la derrota alemana, nada habría podido impedir que los patriotas alemanes se prepararan para la revancha, a la que los demás países habrían tenido que responder con similar fiereza si no quieren ser cogidos otra vez por sorpresa. Así, el militarismo se convertiría en una institución permanente de todos los países. ¿Qué habrían hecho entonces los autodenominados anarquistas intervencionistas? ¿Habrían continuado definiéndose antimilitaristas, para convertirse en sargentos reclutadores del Gobierno a las primeras voces de guerra? Incluso se habría podido mantener que todo esto habría acabado cuando el pueblo alemán se hubiese desembarazado de sus dominadores. Pero los alemanes habrían tenido también la prudencia de esperar a que el militarismo fuese destruido en Rusia y en los otros países. Y así la revolución sería pospuesta a las calendas griegas, ya que cada uno habría esperado eternamente que fueran los otros quienes la comenzaran.
Resumiendo: escoger el mal menor significaba meterse en un jardín en el que no había salida. No existe la perspectiva de luchar temporalmente por el mal menor, para después emprender sucesivamente la lucha por la anarquía. Una vez emprendida la ruta del mal menor no se puede más que continuar en ella, abandonando por ello el anarquismo por tiempo indeterminado.
En la raíz de estas argumentaciones está la aguda conciencia de un fenómeno muy conocido y ampliamente debatido en sociología, el de la “heterogénesis de los fines”. En extrema síntesis, se trata de esto: cada acción intencional realizada para un cierto objetivo, sobre la base de las consecuencias de lo que se espera de esa acción, acaba siempre por generar consecuencias inesperadas, las llamadas “consecuencias imprevistas de la acción intencionada”. La necesidad de afrontar estos efectos colaterales da origen a otro fenómeno relacionado, el “abandono de los fines”, es decir, el hecho de que los medios tienden a convertirse en fines por sí mismos, en una espiral regresiva que continúa indefinidamente.
El antídoto malatestiano y anarquista a este problema consiste en abstenerse de acciones fundadas en cálculos oportunistas y atenerse por el contrario al principio de la coherencia entre fines y medios.
* Se puede leer la mayoría de los textos citados en este artículo en el libro de Errico Malatesta Nueva humanidad. Escritos para la difusión del anarquismo (Madrid, Ediciones Antorcha, 2015).
[Publicado originalmente en Tierra y Libertad # 368, Madrid, marzo 2019. Número completo accesible en https://www.nodo50.org/tierraylibertad.]
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