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domingo, 30 de diciembre de 2018

Un punto de debate para la pedagogía libertaria: Cómo ejercer la autoridad sin poder



Félix García M.

Uno de los núcleos del pensamiento libertario es la crítica radical a los mecanismo de opresión, al ejercicio del poder que corrompe a los que lo aceptan. De hecho, la palabra que en su origen definió con mayor fuerza al movimiento libertario fue la de anarquismo, que se puede utilizar tanto o más que la de movimiento libertario; y cualquiera sabe que anarquismo significa ausencia de poder. La lucha constante por conseguir ser libres y solidarios dirige gran parte de sus más acertadas críticas a todos los mecanismos de opresión que fomentan la sumisión entre los seres humanos. En este mundo hay esclavos porque hay amos, pero también hay amos porque hay esclavos y es contra esa situación de sumisión y opresión contra la que tenemos que combatir sin tregua. Conseguir que nuestros alumnos lleguen a ser personas capaces de pensar por sí mismos, de forma crítica y creativa, en colaboración y diálogo con sus propios compañeros, es un objetivo prioritario de la relación pedagógica. Dado que los medios deben ser siempre coherentes con los fines, la libertad sólo puede desarrollarse a través de la libertad.
 
Es cierto que la relación maestro-alumno tiene unas características específicas que hacen especialmente difícil ejercerla en condiciones de libertad. Bakunin afirma en una ocasión que la educación consiste en un proceso en el que se empieza por la máxima autoridad y se termina en la más completa libertad. Mientras los niños son pequeños, hay que imponerles determinadas normas que quedan fueran del alcance de su comprensión; pero según van creciendo hay que reconocerles una mayor capacidad de ejercer libremente su propia actividad, hasta terminar en una situación de completa libertad. Aunque haya gozado de gran prestigio en la tradición educativa occidental, y no sólo occidental, creo que esta descripción es sólo parcialmente válida, si bien señala con claridad cuál es el objetivo final: que piensen y actúen por sí mismos. Es también algo cierto que la relación pedagógica es intrínsecamente una relación de desigualdad; es más, sólo es posible en la medida en que se da esa desigualdad. El maestro posee una edad mayor, y con ello una mayor experiencia, y ha alcanzado un desarrollo más completo de todas sus capacidades, aunque nunca debe considerarse a sí mismo como una persona completamente madura. Este es un primer aspecto que debemos tener muy claro: por muy adultos que seamos, siempre debemos estar abiertos a seguir aprendiendo, a madurar un poco más, a descubrir nuevas perspectivas y nuevos enfoques. Es un error de nefastas consecuencias pensar que en un aula sólo los alumnos aprenden y sólo el profesor enseña; más bienla educación es un proceso dialógico abierto, característica que volveré a mencionar en el apartado siguiente.

Ahora bien, insisto en esa desigualdad intrínseca. Si yo entro en un aula para enseñar a mis alumnos, es imprescindible que tome
desde el primer momento algunas decisiones y que ejerza una autoridad que pueda servir de punto de referencia al alumnado para que sean capaces de construir su propia personalidad. El maestro nunca es el compañero, ni debe diluir su función en la de la simple compañía o la de mero facilitador que pone a disposición de unos alumnos los instrumentos que estos van demandando para desarrollarse. De lo que ya he dicho antes sobre los profesionales críticos y creativos se desprende con facilidad este necesario ejercicio de la autoridad. Como profesor tengo la obligación de "tirar" de mis alumnos, de "provocarlos", de plantearles desafíos que les obliguen a sacar lo mejor que llevan dentro y a ir construyendo una vida plena de sentido. La autoridad, por tanto, no tiene nada ver en principio con el poder.

Sin embargo, la situación de superioridad que posee todo profesor en el aula por sus conocimientos y su edad, le hace proclive a considerarse investido de un poder especial que le permite tomar todas las decisiones que estima necesarias sin tener en cuenta a sus propios alumnos. Es por eso por lo que la frontera entre el ejercicio de la autoridad y el autoritarismo es siempre una frontera de límites imprecisos y contornos movibles. Es más, casi me atrevo a decir que, en la práctica, y más en concreto en la práctica escolar, si empre que oigo hablar del debido respeto a la autoridad, tengo la sensación de que en el fondo se está apelando a la preservación de los privilegios no justificados del poder, es decir, se está apelando al autoritarismo. Resulta por eso muy prudente mantener una permanente actitud de sospecha respecto a nuestra propia actividad, reconsiderar siempre la posibilidad de que en lugar de ejercer una autoridad que nos merecemos en la medida en que nos la ganamos a pulso, estemos practicando un despotismo más o menos ilustrado. Porque no existe una fórmula mágica que nos pueda decir de antemano cuándo vamos a incurrir en autoritarismo y cuándo vamos a caer en la permisividad, extremos ambos igualmente nocivos.

No puedo, por tanto, ofrecer ninguna receta, ninguna técnica, que garantice de una vez por todas la ausencia de autoritarismo en el aula, pero sí se pueden avanzar algunas ideas que deben ser tenidas en cuenta para mantener esa propuesta de educación liberadora que defiendo. Tres cuestiones me parecen decisivas en este ámbito. La primera es tener siempre en cuenta que el protagonista del proceso educativo es el niño, no el profesor. La segunda consiste en desarrollar algo que podemos llamar una pedagogía del contrato, en la que profesores y alumnos participan conjuntamente en la elaboración de los contenidos y procesos educativos. Por último, se impone una regulación de la convivencia que incluya la participación del alumnado y que garantice rigurosamente sus derechos, habida cuenta de su específica situación de debilidad en el ámbito escolar.

Sin negar que todo proceso educativo es también un proceso de socialización y que en esa medida es necesario transmitir al niño la cultura de la sociedad a la que pertenece, empezando por la propia lengua, el objetivo que considero prioritario es por encima de todo lograr que cada niño pueda desarrollar su propio esbozo de vida personal, dotarlo de los instrumentos que hagan posible que él mismo elija y lleve adelante un proyecto de vida único e irrepetible. Tenemos que partir, por tanto, de los intereses del niño, algo que, por otra parte, sabe cualquier persona que se dedica a la enseñanza y que procura que su trabajo sirva para algo. Partir de esos intereses no significa en ningún caso quedarse en ellos, pues eso limitaría las posibilidades de desarrollo personal de los niños; más bien hace falta, en especial en nuestra sociedad, abrir perspectivas, ensanchar sus horizontes, descubrirles nuevas posibilidades que están a su alcance si se esfuerzan por romper con las rutinas establecidas. Al mismo tiempo, respetar esos intereses es dejarles que construyan su propio proyecto que quizás no tenga nada que ver con el nuestro; no pretendo nunca que los niños piensen como yo, adopten una concepción libertaria de la vida o rechacen ciertas pautas de comportamiento que considero negativas. Nada, pues, de adoctrinamiento, algo que siempre puede colarse por la puerta falsa, y mucho menos de ese adoctrinamiento que consiste en convertir nuestras clases en una permanente moralina dirigida a los alumnos, o que incurren en la contradicción de obligar a la gente a ser libres. Ayudémosles a algo tan simple y tan difícil como que sean ellos mismos y sean capaces de construir un mundo en el que quieran vivir.

Para ser coherente con lo anterior, hace falta romper completamente una dinámica unilateral en la que es la persona que da clase la que toma todas las decisiones sobre qué y cómo enseñar. Normalmente, además, y como ya he señalado antes, en realidad ese tipo de persona se limita a imponer un programa o curriculum que le ha venido definido desde arriba por los técnicos expertos que pueblan los despachos del Ministerio de Educación. El programa es utilizado como lecho de Procusto en el que deben caber todos los niños, independientemente de sus necesidades específicas o sus diferentes procesos de aprendizaje. Frente a este modelo descendente de la relación pedagógica, hace falta desarrollar un cierto contrato en el que el alumnado es invitado a participar activamente en la organización de su propio proceso de aprendizaje. Al comienzo de cada curso escolar se discute con los alumnos cuáles son los objetivos propuestos en el nivel y área en el que se está trabajando, cómo se pueden concretar o modificar esos objetivos de tal manera que se adecuen más directamente a algo que pueda ser significativo para ellos, cómo se va a organizar el proceso de aprendizaje, teniendo en cuenta los recursos de que se dispone y los criterios que se van a emplear para evaluar el trabajo que se vaya realizando y para introducir las modificaciones que la práctica vaya exigiendo. El contrato no parte del vacío, sino que se articula a partir de unos datos que tanto los alumnos como nosotros tenemos que tener en cuenta; pero eso es sólo el punto de partida y los límites que señalan el terreno en el que nos vamos a mover. Admitido eso, queda un amplio margen para la discusión y la toma de decisiones, margen que habitualmente no queremos reconocer para no iniciar ese proceso de real participación del alumnado. Es más, incluso los límites nunca están definidos de manera tan rígida como para que no exista un margen de creatividad que nos permita ampliarlos o modificarlos.

Un punto crucial en esta propuesta de llegar a acuerdos con el alumnado es el que recoge el arduo problema de la evaluación del proceso de aprendizaje. Cuando nos situamos en el sistema educativo, en la enseñanza formal, todos sabemos que una de las funciones básicas es la de calificar para poder clasificar a las personas y asignarles un puesto en una sociedad jerarquizada. La calificación, con todas sus implicaciones sociales y económicas, sigue siendo el mecanismo básico de poder del profesorado, el último recurso que está siempre presente en nuestras aulas introduciendo importantes distorsiones en la enseñanza. Hay que reconocer esa dimensión intrínsecamente perversa de todo proceso de calificación, pero también hay que reconocer que su superación sólo se podrá producir cuando se hayan superado las causas sociales que la justifiquen. Por otra parte, también es necesario reconocer que, con todas sus limitaciones, el rendimiento académico parece un sistema de selección y asignación de puestos sociales más justo que los empleados en otras épocas. Lo importante en todo caso es introducir en nuestra práctica pedagógica unos modelos de calificación que ayuden a hacer frente a este problema, y eso es lo que se puede hacer en el marco de la pedagogía del contrato: incluir también en ese contrato la calificación y hacer posible que los alumnos participen en su evaluación.

No se trata de que los alumnos interioricen procesos de autocontrol que puedan ser tremendamente represivos. Para llevar adelante en buenas condiciones el contrato de calificación, hace falta, en primer lugar, situar la calificación en el marco más amplio de la evaluación. Todos debemos estar siempre interesados en evaluar lo que estamos haciendo, pues sólo así sabremos qué estamos haciendo bien y mal, cuáles son nuestros aciertos y errores, y partiendo de eso podremos hacerlo mejor; calificar es un subproducto distorsionado de ese proceso más amplio que sí es imprescindible en la enseñanza. Se puede y se debe enseñar sin calificar, pero no se puede enseñar sin evaluar.

El tercer ámbito en el que el contrato es imprescindible es el que se centra en las normas de convivencia que deben regular el funcionamiento del aula, un lugar en el que obviamente deben surgir desacuerdos y conflictos. También en este caso resulta nocivo reducir esa convivencia a un problema disciplinario que puede ser resuelto con un reglamento de régimen interior decidido por el profesorado, siendo éste el único capacitado para llevarlo adelante en el aula. En primer lugar, los estudiantes tienen que participar en la elaboración de las normas que rigen su comportamiento y regulan los conflictos que pueden surgir en el aula; el proceso de elaboración les permitirá tomar clara conciencia de ese tipo de problemas, potenciando así su reflexión sobre los procesos de aprendizaje y sobre las dificultades de la vida social. En segundo lugar, el alumnado tiene derecho a participar en la solución de los conflictos que surgen en el aula. Cuando se plantea un problema, y pueden ser cualquiera el que detecte la existencia de ese problema, hay que discutir en el grupo cuál es el problema, sus causas y el posible modo de resolverlo; los conflictos se dan en el grupo, afectan a la vida del grupo y deben ser resueltos por el mismo grupo. Sólo en casos muy excepcionales tendría sentido que el grupo apelara a una instancia exterior para que pudiera actuar como mediadora. Por último, al igual que en los otros aspectos de esta pedagogía del contrato, se deben cuidar al máximo las garantías de que todos los afectados serán debidamente escuchados, que se tendrán en cuenta los diferentes puntos de vista y que se seguirán adecuadamente las normas propuestas para la resolución de los conflictos. Llegar a un consenso es algo siempre deseable, pero no tanto como para que no quepan en una comunidad las diferencias; son muchas las ocasiones en las que puede resultar preferible no llegar a una única conclusión que pueda suponer la anulación de perspectivas que pueden ser mantenidas con cierto rigor.

El contrato pedagógico abarca, por tanto, los contenidos, los procesos, los sistemas de evaluación y calificación y las normas de convivencia. Es una propuesta específica para hacer frente al problema del autoritarismo en el aula y para desarrollar relaciones pedagógicas liberadoras. El contrato se convierte tanto en punto de partida como en punto de llegada de un proceso de aprendizaje. Es punto de partida en la medida en que supone una concepción de la educación y de las personas que participan en las relaciones pedagógicas (profesores y estudiantes) que debe estar presente desde el principio. Ya en los niveles propios de la educación infantil es posible establecer contratos pedagógicos con los niños. Pero es también un punto de llegada; las actitudes y habilidades que son necesarias en una comunidad regida por el contrato no surgen espontáneamente, hay que desarrollarlas y potenciarlas, tarea algo ardua en una sociedad que parece regida por normas diferentes, por más que los sistemas de democracia representativa digan basarse en el contrato social. El profesor no puede, por tanto, ser uno más en este proceso. De él se espera que genere las condiciones que hagan posible que los alumnos se embarquen en esa dinámica del contrato de tal manera que éste vaya enriqueciéndose en la forma y el fondo, en los procedimientos y en los contenidos. Ese es el difícil papel de una persona dedicada a la enseñanza del que vengo hablando en este apartado: debe ser uno más, pero al mismo tiempo no es uno más y para eso deberá siempre ejercer su autoridad sin que esta tenga nunca nada que ver con el poder.

Solidario y autogestionario

En lógica continuidad con lo que acabo de mencionar, la fórmula más adecuada para evitar cualquier tipo de autoritarismo en la enseñanza pasa por organizar una práctica cooperativa y autogestionaria. Poco más puedo añadir aquí a lo que ya he comentado en el apartado anterior. La solidaridad y la autogestión no se predican, se muestran en la práctica cotidiana, pues sólo pueden adquirirse a través de su ejercicio, siempre y cuando ese ejercicio incluya la reflexión permanente sobre lo que se está ha ciendo. Se puede entender, por tanto, que la pedagogía del contrato que acabo de esbozar se convierta en eje sobre el que pivota una propuesta de trabajo solidaria y autogestionaria. El contrato pedagógico nos lleva inmediatamente a convertir nuestras aulas en una comunidad de investigación y el centro en una comunidad justa.

Transformar el aula en una comunidad de investigación significa romper completamente con el modelo de educación bancaria que denunciaba Freire. Se rompe con un esquema en el cual el profesor es el depositario de un saber que transmite para que sea recibido por el alumnado. Más bien estamos buscando una relación multipolar en la que, como ya he dicho, el profesor desempeña un papel básico, pero no exclusivo ni tampoco central. Los niños deben darse cuenta de que las relaciones de aprendizaje se desarrollan en diversas direcciones. Por descontado van del profesor al alumno, pero también van del alumno al profesor y lo que es más importante, van de unos alumnos a otros. Y no tenemos que pararnos en las paredes del aula; es necesario transformar igualmente todo el centro en una comunidad justa en la que los alumnos participan directamente en todos los aspectos relacionados con la gestión del centro: discuten sobre la organización pedagógica, participan en la elaboración de las normas de convivencia y en la resolución de los conflictos, intervienen en el diseño del proyecto educativo y en la adecuación de los objetivos generales de la educación al centro específico en el que están aprendiendo.

No puedo dedicar más tiempo a desarrollar estas ideas que tratamos con más detalle al capítulo dedicado exclusivamente a la autogestión en el centro. Lo importante en el marco de este capítulo dedicado al modelo de profesor libertario es insistir en que un modelo de vida personal y social basado en al apoyo mutuo no surge espontáneamente. Hay que facilitar su crecimiento y ayudar a que arraiguen las condiciones que hacen posible esas prácticas solidarias. Eso es algo que se puede y se debe hacer directamente en el aula, pero para ello debemos romper con muchas inercias adquiridas que se basan precisamente en una concepción jerarquizada de la relación pedagógica y del papel del profesor, al que se le atribuye toda la capacidad mientras que se priva de la misma a los niños. El profesor libertario debe, por tanto, fomentar prácticas colaborativas de aprendizaje, generar situaciones en las que los niños se vean animados a trabajar en equipo, aportando cada uno según su capacidad y recibiendo cada uno según sus necesidades. Y esas prácticas y situaciones no es algo que proponemos que hagan los alumnos, sino algo que hacemos nosotros mismos todos y cada uno de los días que estamos en el aula, del mismo modo que mostramos el valor de la solidaridad cuando dedicamos mayor tiempo y energía a aquellos alumnos que tienen mayores dificultades en su proceso de aprendizaje.

La apuesta por una pedagogía solidaria y autogestionaria significa también romper con una cierta dinámica que convierte los centros en pequeños reinos de taifas en los que cada uno campa a sus aires sin intentar un trabajo en equipo medianamente creíble. Hay que formar grupos de trabajo con las otras personas que trabajan en el centro con nosotros, realizar proyectos conjuntos de investigación-acción e incidir colegiadamente en la gestión y orientación del funcionamiento del centro, desarrollando hasta el máximo posible formas asamblearias de discusión de problemas y propuestas y de toma de decisiones. El modelo no es algo que sólo sirva en un ámbito, sino que forma parte de nuestra visión del mundo y debe hacerse presente en todas las instancias en las que está implicada nuestra actividad profesional. Primero, por descontado, en el aula con los alumnos. Pero a continuación también en el centro con el resto de los compañeros de trabajo. Y por último, como no podía ser menos, implicándonos en organizaciones de renovación pedagógica o sindicales en las que podemos unir nuestros esfuerzos a los de otras personas que están también esforzándose por mejorar la educación, y contrastar nuestras ideas con las de aquellos que pretenden vincular la transformación del sistema educativo con una transformación más amplia de la sociedad.

[Párrafos finales de la ponencia “El profesor libertario”, que en versión original completa está disponible en https://educaciotransformadora.files.wordpress.com/2018/11/el_profesor_libertario.pdf.]


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