Miquel Amorós
… Nuevas autopistas, nuevas
ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a
la urbe en el mapa de la «nueva economía», por lo que todo el mundo dirigente
trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el Estado Español
veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales,
visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el
ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan
lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las
nuevas «máquinas del vivir» (o «ecopisos») y de sus emblemas monumentales. Pero
son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya
fabricación puede que no haya «intervenido mano de obra infantil», empleando
nuevas técnicas que «no perjudicarán al medio ambiente», y, eso sí fundadas en
la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia,
las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es
una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar
al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del
presente sea el hombre sin raíces del futuro.
El paradigma del nuevo
estilo de vida en las granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos
ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas.
Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el
disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para
mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana,
especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente
burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de
la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de
ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el
entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien «aburguesa» el
espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista
de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una
imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de
un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio
urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la
trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la
amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y
su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista
de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y
anomia urbicida. Unos cuantos edificios «de marca» y ya tenemos la identidad de
la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista.
Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva
arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo
particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el
espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo
recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas
ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación
del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE.
El realismo desencarnado
del llamado estilo internacional ha venido a ser el más apropiado, pero
quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los
dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una
arquitectura «de autor» para los eventos espectaculares que han marcado los
inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la
torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal
de Donosti, l’Auditori de Valencia..., de los cuales lo mejor que puede decirse
es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de
negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o
que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios
extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de
traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los
promotores.
Esta voluntad en hallar una
expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos
más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo
el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita
símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que
representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la
verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación
máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación
de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.
Las características
principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los
cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente,
la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los
individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica
del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la
vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los
restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el
ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier
actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La
circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la
determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas
por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El
coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que
comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de
movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de
circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas
del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en
sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente
jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe:
los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas
coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los
dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase
media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas
verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que
espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su
función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma
en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de
desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento
dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
[Texto tomado del artículo “La
urbe totalitaria”, que en versión original completa es accesible en https://arrezafe.blogspot.com/2012/11/la-urbe-totalitaria-por-miquel-amoros.html.]
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