Revista Argelaga
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Editorial del # 5, julio 2016, de la revista antidesarrollista y libertaria.
El
antidesarrollismo por un lado sale del balance crítico del periodo que se
cierra con el fracaso del viejo movimiento obrero autónomo y con la
reestructuración global del capitalismo; nace pues entre los años setenta y
ochenta del siglo XX. Por otro lado, se manifiesta tanto en el incipiente
intento de ruralización de entonces como en los estallidos populares contra la
permanencia de fábricas contaminantes en los núcleos urbanos y contra la
construcción de centrales nucleares, urbanizaciones, autopistas y pantanos. A
la vez, es un análisis teórico de las nuevas condiciones sociales auspiciadas
por la ideología del progreso y el desarrollismo capitalista, y una lucha
contra sus consecuencias. Es pues un pensamiento crítico y una práctica
antagonista nacidos de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase
última del régimen capitalista, la que corresponde a la fusión de la economía y
la política, del Capital y el Estado, de la industria y la vida. En resumen, la
que corresponde a la sociedad de masas.
A causa
de su novedad, y también por la extensión de la sumisión y la resignación entre
las masas desclasadas, reflexión y combate no siempre van de la mano; una
postula objetivos que el otro no siempre quiere asumir: el pensamiento
antidesarrollista formula intereses generales y pugna por una estrategia global
de confrontación, mientras que la lucha a menudo no sobrepasa el horizonte
local o sectorial y se reduce a tacticismo, lo que solamente beneficia a la
dominación y a sus partidarios.
Esa
separación es responsable de que la lucha se oriente hacía una modificación de
las condiciones capitalistas, no hacia un anticapitalismo. Los medios
contradicen a los fines porque as fuerzas movilizadas casi nunca son
conscientes de su tarea histórica, mientras que la lucidez de la crítica
tampoco consigue iluminar siempre las movilizaciones.
El
mercado mundial transforma la sociedad continuamente de acuerdo con sus
necesidades y sus deseos. El dominio formal de la economía en la antigua
sociedad de clases se transforma en dominio real y total en la moderna sociedad
tecnológica de masas. Los trabajadores masificados ahora son ante todo
consumidores. La principal actividad económica no es industrial, sino
administrativa y logística (terciaria). La principal fuerza productiva no es el
trabajo, sino la tecnología. En cambio, los asalariados son la principal fuerza
de consumo. La tecnología, la burocracia y el consumo son los tres pilares del
actual desarrollo. El mundo de la mercancía ha dejado de ser autogestionable.
Es imposible de humanizar: primero hay que desmontarlo.
Absolutamente
todas las relaciones de los seres humanos entre sí o con la naturaleza no son
directas, sino que se hallan mediatizadas por cosas, o mejor, por imágenes
asociadas a cosas. Una estructura separada, el Estado, controla y regula esa
mediación. Así pues, el espacio social y la vida que alberga se modelan según
las leyes de la mercancía, la tecnología, la burocracia y el espectáculo,
particularmente las relativas a la circulación, el control y la seguridad,
originando todo un conjunto de divisiones sociales: entre urbanitas y rurales,
dirigentes y dirigidos, ricos y pobres, incluidos y excluidos, veloces y
lentos, conectados y desenganchados, vigilantes y vigilados, etc. El
territorio, libre de agricultores, es reordenado según las nuevas necesidades
de la economía, convirtiéndose en una reserva de espacio urbano, en una nueva
fuente de recursos (una nueva fuente de capitales), un decorado y un soporte de
macroinfraestructuras (un elemento estratégico de la circulación). Esta
fragmentación espacial junto con las divisiones sociales que la acompañan
aparece hoy en forma de una crisis global que presenta diversos aspectos, todos
ellos interrelacionados: demográficos, políticos, económicos, culturales, ecológicos,
territoriales, sociales… El capitalismo ha rebasado sus límites estructurales,
o dicho de otra manera, ha tocado techo.
La
crisis múltiple del nuevo capitalismo es fruto de dos clases de
contradicciones: las internas, que son causa de las divisiones aludidas y de
fuertes desigualdades sociales; y las externas, responsables de la
contaminación, del cambio climático, del agotamiento de recursos y de la
destrucción del territorio. Las primeras no sobresalen del ámbito capitalista
donde quedan disimuladas como problemas culturales, laborales, asuntos
crediticios o déficit parlamentario. Las luchas sindicales, nacionales y
políticas que les corresponden jamás plantean salirse del cuadro que enmarca al
orden establecido; menos todavía se oponen a su lógica. Las segundas rebasan el
área capitalista, revelando la naturaleza terrorista de la economía, por lo que
apenas pueden camuflarse como problemas ambientales, ecológicos o agrarios: las
contradicciones principales son pues las externas, bien producidas por el
choque entre la finitud de los recursos planetarios y la demanda infinita que
exige el desarrollo, bien por el choque entre las limitaciones que impone la
devastación y la destrucción ilimitada a la que obliga el crecimiento continuo.
La autodefensa ante el terrorismo de la mercancía y del Estado se manifiesta
tanto como lucha urbana que rechaza la industrialización del vivir –o sea, como
anticonsumismo–, que como defensa del territorio negando la industrialización
del espacio. Los representantes de la dominación, si no pueden integrar ambas
luchas bajo el ropaje de oposición “verde” y ciudadana, respetuosa con sus
reglas de juego, la presentarán como un problema minoritario de orden público,
para poder así reprimirlas y aplastarlas.
En un
momento en que la cuestión social tiende a presentarse más nítidamente como
cuestión territorial y un sujeto histórico tiende a constituirse como comunidad
vecinal, sólo la perspectiva antidesarrollista es capaz de plantearla
correctamente. De hecho, la crítica del desarrollismo es la crítica social tal
como ahora existe; ninguna otra es verdaderamente anticapitalista, puesto que
ninguna cuestiona la abundancia, el crecimiento o el progreso, los viejos
dogmas que la burguesía traspasó al proletariado. Al revisar el papel de la
resistencia y creatividad campesina en la historia, proporciona, en nombre de
la Razón, una teoría histórica radicalmente antiprogresista: la historia se
ralentiza con el desarrollo del Estado y no al contrario; los tiempos intensos
transcurren en los años oscuros. Las grandes masacres de campesinos
respondieron a los intentos por parte del Poder constituido de resistir a la
historia, es decir, la memoria de abajo, y convertirla en conocimiento
codificado del pasado muerto. Por otro lado, las luchas en defensa y por la
preservación del territorio, mediante la segregación revolucionaria y la
reordenación comunitaria del espacio, al sabotear el desarrollo económico y la
burocratización política, hacen que el orden de la clase dominante se tambalee:
en la medida en que consigan conformar un sujeto colectivo anticapitalista esas
luchas no serán más que la lucha de clases moderna.
La
conciencia social anticapitalista se desprende de la unión de la crítica y la
lucha, es decir, de la teoría y la práctica. La crítica separada de la lucha
deviene ideología (falsa conciencia); la lucha separada de la crítica deviene
aventurerismo, vanguardismo o reformismo (falsa oposición). La ideología
propugna a menudo un retorno imposible al pasado, lo cual proporciona una
excelente coartada a la inactividad (o a la actividad virtual, que es lo
mismo), aunque la forma más habitual de la misma sea desde el área económica
marginal, el cooperativismo subvencionado o las redes consumistas –la llamada
economía social; y desde el área política, el ciudadanismo (o populismo a la
europea). La verdadera función de la praxis ideológica es gestionar el
desastre. Tanto la ideología como el reformismo que es su necesaria secuela,
separan la economía de la política para así proponer soluciones dentro del
sistema dominante, bien sea en un campo o en el otro. Y ya que los cambios han
de derivar de la aplicación de fórmulas económicas, jurídicas o políticas que
desarrollen burocracias en los campos correspondientes, el reformismo niega la
acción, que sustituye con sucedáneos lúdicos, convivenciales y simbólicos. Huye
de un enfrentamiento real, puesto que quiere a toda costa compatibilizar su
práctica con la dominación, o al menos aprovechar sus lagunas y resquicios para
subsistir y coexistir. Quiere gestionar espacios aislados y administrar la
catástrofe, no suprimirla.
La
unión arriba mencionada entre la crítica y la lucha proporciona al
antidesarrollismo una ventaja que no posee ninguna ideología: saber todo lo que
quiere y conoce el instrumento necesario para ir a por ello. Puede presentar de
modo realista y creíble una teoría unitaria de la historia, de la crisis y del
sujeto, a la vez que los trazos principales de un modelo alternativo de
sociedad, sociedad que se hará palpable tan pronto como se supere el nivel
tacticista de las plataformas, asociaciones y asambleas, y se pase el nivel
estratégico de las comunidades combatientes. O sea, tan pronto como los medios
empleados se adecuen a objetivos finales; en fin, tan pronto como la fractura
social pueda expresarse en todo el sentido con un “nosotros” frente a “ellos”.
Los de abajo contra los de arriba.
Las
crisis provocadas por las huidas hacia adelante del capitalismo no hacen sino
afirmar a contrario la pertinencia del mensaje antidesarrollista. Los productos
de la actividad humana –la mercancía, la ciencia, la tecnología, el Estado, las
conurbaciones– se han complicado, independizándose de la sociedad e irguiéndose
contra ella. La humanidad ha sido esclavizada por sus propias creaciones
incontroladas. En particular, la destrucción del territorio debido a la
urbanización cancerosa se revela hoy como destrucción de la sociedad misma y de
los individuos que la componen. El desarrollo, tal como un dios Jano, tiene dos
caras: ahora, las consecuencias iniciales de la crisis energética y del cambio
climático, al ilustrar la extrema dependencia e ignorancia del vecindario
urbano, nos muestran la cara que permanecía escondida. El estancamiento de la
producción gasística y petrolera, anuncian un futuro donde el precio de la
energía será cada vez más alto, lo que encarecerá el transporte, acarreará
crisis alimentarias (acentuadas todavía más por el calentamiento global) y
causará colapsos productivos. A medio plazo las metrópolis serán totalmente
inviables y sus habitantes se encontrarán en la tesitura de escoger entre
rehacer su mundo de otro modo o desaparecer entre las ruinas las megalópolis.
El
antidesarrollismo quiere que la descomposición inevitable de la civilización
capitalista desemboque en un periodo de desmantelamiento de industrias e
infraestructuras, de ruralización y de descentralización, de descapitalización
y desestatización, o dicho de otra manera, que inicie una etapa de transición
hacia una sociedad justa, igualitaria, equilibrada y libre, y no un caos social
de dictaduras y guerras. Con tal augusto fin, el antidesarrollismo trata de que
estén disponibles las suficientes armas teóricas y prácticas para que puedan
aprovecharlas los nuevos colectivos y comunidades rebeldes, germen de una
civilización distinta, liberada del patriarcado, de la industria, del capital y
del Estado.
[Tomado
de https://argelaga.wordpress.com/2016/07/05/editorial-5-que-es-y-que-quiere-el-antidesarrollismo.]
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